22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

El trágico destino de los Pieles Rojas

“Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo.”
Jefe Seattle

Los nativos americanos, como se sabe, fueron denominados “indios” por el propio Cristóbal Colón, que, convencido de la existencia de una nueva ruta más directa y corta hacia las Indias, prometió encontrarla a la reina Isabel de Castilla en la reunión que mantuvieron en Alcalá de Henares. Le mostró un mapamundi de la época y le habló de la posibilidad de hallar una ruta más corta y viable hacia las Indias. Así se descubrió América. Luego los españoles tuvieron que sujetarse a las leyes que la reina dictó en su testamento con el fin de proteger a los indios. Fueron llamadas Leyes de Burgos o Nuevas Leyes, y más adelante Leyes de Indias. El espíritu de dichas leyes estaba claramente enunciado en su preámbulo: “E non consientan e den lugar que los indios vecinos e moradores en las dichas Indias e tierra firme, ganadas e por ganar, reciban agravio alguno en sus personas e bienes”. El rey Fernando las rubricó en 1512, y el emperador Carlos V en 1542.

Analicemos un ejemplo paradójico. Los Estados Unidos de America del Norte, ejemplo de modernidad, democracia y libertades, cuna de trascendentales avances científicos, en apenas cien años aniquilaron a la gran mayoría de los ingenuos indígenas pieles rojas que poblaban todo el país, convirtiendo a los pocos que sobrevivieron en patéticos referentes de la que había sido una de las muy interesantes culturas de la historia de la humanidad. Las tribus de los sioux, comanches, iroqueses, arapahoes, chippewas, navajos, puebla, apaches, hopis, paiute, seminolas, cherokees, pies negros, mohicanos… y podríamos seguir hasta al menos un centenar de tribus diferentes que ocupaban el norte del continente americano, fueron diezmadas y en su mayoría totalmente aniquiladas en una de las más brutales campañas de exterminación.

Los indios que habitaban los actuales Estados Unidos y Canadá poseían estaban en realidad tan inermes que los colonizadores de los siglos XVIII y XIX, dotados de armas de fuego y de todas las ventajas de la civilización, no tuvieron rival, por mucho que luego Hollywood pretendiera crear una épica odisea. En realidad se trató de un exterminio sistemático, de acuerdo en todo con el dictado de los políticos estadounidenses que nunca llegaron a considerar a aquellos indígenas como verdaderos seres humanos, sino como un estorbo para sus fines, ya que los indios no parecían capaces de amoldarse ni entender las ideas del progreso: sólo parecían querer proseguir con sus primitivas existencias cuando la modernidad ya estaba llamando a la puerta. Tanto los colonos norteamericanos como los soldados de la caballería de los Estados Unidos aniquilaron a tiros a todos los indios que les hicieron frente con sus primitivas lanzas y flechas que sólo en algunos casos fueron sustituidas por rifles anticuados; destruyeron a cañonazos sus endebles poblados y asesinaron a los ancianos que representaban la cultura oral de cada tribu que se remontaba la mayoría de las veces a épocas ancestrales. Contrariamente a los esclavos negros, los indios carecían de valor comercial y preferían morir a ser privados de su libertad. Sin embargo todo aquello resultaba tan brutal que se intentó alterar el relato de los hechos, ofreciéndose  una visión de los indios como seres sedientos de sangre, embrutecidos por su falta de conocimientos, casi estúpidos y a quienes sólo les interesaba el alcohol que muy oportunamente les vendían los típicos buhoneros.

Por supuesto, ningún indígena poseía documentos de sus posesiones, por el sencillo motivo de que los indios americanos de lo que hoy son los Estados Unidos y Canadá no conocían la escritura, y además la mayoría de las tribus eran nómadas para quienes no hacía falta describir ni señalar la propiedad de cada individuo. El universo en su totalidad era propiedad de Manitou, y el agua, la tierra, las nubes, la nieve, los animales, los bosques y las praderas poseían sus propias almas y se pertenecían a sí mismos, mientras los hombres sólo los usaban temporalmente. En su mitología, el sol y las estrellas eran dioses, la luna era una mensajera del cielo, y la luna de enero era la luna del lobo. Cada tribu india poseía su propia versión acerca de ello, pero todas ellas eran preciosas historias que fueron despreciadas por los políticos, los militares y en gran parte los colonos que las destruyeron movidos por su única voluntad de apropiarse de sus territorios. La cuestión fue que, al desaparecer los ancianos depositarios de la cultura oral, ésta desapareció casi de la noche a la mañana sin dejar rastros ni referentes. Fue entonces cuando los indios supervivientes de las indiscriminadas razzias quedaron totalmente inermes, porque cualquier pueblo sin historia está condenado a desaparecer.

Es cierto que hoy en día en algunas ciudades americanas existen grandes museos de la cultura indígena, como el de Nueva York, el Museo Nacional del Indio Americano, el de Washington, perteneciente al Instituto Smithsoniano y tantos otros. Al visitarlos, uno extrae la triste opinión de que cuidan mucho mejor los especímenes museísticos que la realidad restante, a la que no se presta el menor caso y por la cual la mayoría de la población siente un absoluto desprecio. ¡Qué enorme equivocación! Veamos lo que con gran sensibilidad expresó ya en 1854 el jefe indio Seattle:

Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo, cada aguja brillante de pino, cada grano de arena de la ribera de los ríos, cada gota de rocío entre las sombras de los bosques, cada claro en la arboleda y el zumbido de cada insecto son sagrados en la memoria y tradiciones de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo los recuerdos del hombre piel roja.

No se puede decir mejor ni más poéticamente. Aquella serenidad, aquel paraíso prácticamente intocado fue sustituido en gran parte por “la civilización americana”: carreteras asfaltadas y autopistas, estaciones de servicio, moteles de carretera, polígonos industriales, barrios residenciales cargados de mal gusto, enormes edificios acristalados y deshumanizados, y muchos lugares mal utilizados, contaminados y abandonados por el hombre actual y su desaforado consumismo de usar y tirar.

Aquella historia aún no ha acabado. Hoy en día a muchos políticos se les llena la boca de buenas intenciones, mientras miran para otro lado ante la destrucción de los últimos hábitats vírgenes de este planeta que agoniza ante la presión por obtener recursos energéticos, tierras raras, maderas y metales preciosos. Todo ello resulta muy visible en la enorme Amazonia, en Borneo, en Papúa Nueva Guinea, en los pulmones de la tierra. Digámoslo claramente: las causas fundamentales de dicha destrucción no se encuentran tanto en la presión demográfica como en la codicia humana, en el poder ejercido por unos pocos individuos convencidos, además, de que son los mejores y efectúan lo adecuado. La mayoría de ellos no son capaces de entender que, si se encuentran en la cima del poder político o económico, es sólo por un tiempo y gracias al azar, a la diosa fortuna y también, al menos para gran parte de ellos, a su carencia de sentido ético. Ya lo dijo Tomás de Aquino. “Mammón traído por el lobo desde el averno inflamó el corazón humano de codicia”. Así nos va.

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