16 de abril de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

La provocación y la lujuria, la elegancia y la clase

El libertinaje, lo sagrado y lo hortera

Reafirmémoslo gozosos: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias.

 

Ese terreno de fuego, ese campo de lava, esas flores de carne que se abren rezumantes de lujuria, esas delicias que embriagan y arrebatan…, ¿cómo no serían cosa digna, alta, grande: sagrada? Salvo si nos empeñamos en restringir lo sagrado a Dios y los santos, ¿cómo no sería sagrado lo que se juega ahí, donde hombres y mujeres ensamblamos nuestras carnes y hurgamos en nuestras almas? ¿Cómo no sería sagrado ese erotismo que nos arroja tan turbadoramente lejos, tan inmensamente fuera de la realidad pastosa y gris de cada día? Nos arrebata, nos transporta…, pero ¿adónde, sino a ese espacio incandescente —sagrado— en el que nada se da con razón y determinación, e n el nada se encuentra ni se descubre? Sólo se roza lo esencial, sólo aquel «no sé qué —decía el místico— que se halla por ventura»?

El erotismo, «ese inquebrantable núcleo nocturno», decía André Breton, que atrae, seduce, deslumbra… Y se teme. ¿Cómo no temer tanta noche, tanto desasosiego, tanta turbación? ¿Cómo no lo van a temer, más exactamente, la gran masa de hombres y mujeres, ellos que, contrariamente a los libertinos, tienen lo plácido, lo sosegado como horizonte del existir? Miedosos y pusilánimes, ¿cómo no van a huir de los grandes fastos de la carne uncida al alma? ¿Cómo podrían los virtuosos del comedimiento, los apóstoles del raciocinio, abrazar la más alta de las contradicciones: ese grito de bestia exultante que sólo desde lo más refinado del espíritu cobra grandeza y sentido?


Dos formas históricas de huir

De dos formas opuestas han tratado hombres y mujeres de huir de lo que tanto les espanta y a la vez les subyuga. Dos modalidades distintas: la tradicional y la moderna. Veámoslas.

Lo propugnado por la Tradición (por aquella, en todo caso, cuyo reino habrá durado desde finales del siglo IV hasta mediados del XX) era el rechazo, la huida sin paliativos —teórica o doctrinalmente al menos—. Reprimir la concupiscencia, limitar la sexualidad a la reproducción, evitar así “los pecados de lujuria”, que decía san Juan Crisóstomo: tal era la orden, tajante, categórica… aunque parcialmente incumplida siempre.

Incumplida no sólo porque la fuerza del deseo siempre burlará de una u otra forma las barreras destinadas a domeñarlo; incumplida también por sus propios preceptores, cuya doble moral los llevaba a tener manga ancha tanto para ellos mismos como para sus ovejas, tolerando y eventualmente perdonando en el sacramento de la confesión los goces que tildaban de pecaminosos.

Desde la prostitución al adulterio, eran múltiples las formas en que en el mundo de la Tradición se transgredía la moral oficialmente proclamada. Nada hay que celebrar ni añorar de aquella transgresión que lo envolvía todo en el halo ponzoñoso de la culpa y el pecado, una transgresión que, además, era mucho más difícil aunque no imposible de practicar para la mitad femenina de la humanidad.

Sí, es cierto, la sexualidad implica transgresión, “necesita del tabú”, como una vez decía Sertorio en estas mismas páginas. Pero esta sana transgresión no tiene nada que ver con el bien y con el mal, con la culpa y la moral. Es de un orden distinto. Es la transgresión que, conjuntando un alucinado grito de bestia y unas elaboradas construcciones del alma, nos arrebata, nos lleva más allá, al otro lado, fuera del orden pulcro, atildado y racional de la vida.

Más allá… A esa noche de luz y sombras para huir de la cual el hombre moderno —infinitamente más cobarde y pusilánime que el de la Tradición— aplica, como en todo, su táctica habitual: la de no poner nada en cuestión, la de aceptarlo todo… para mejor corroerlo, para desactivar sutilmente, como el que no quiere la cosa, la fuerza explosiva que está en juego.

Rodeado el hombre moderno de los mayores bienes; o más exactamente, rodeado de lo que podría ser la plasmación feliz de tales bienes (desde los conocimientos científico-técnicos hasta las libertades cívicas, pasando por la igualdad de condición), se dedica nuestro hombre a malbaratar dichos bienes transformándolos en perdición.

Pero como no es posible entrar más detenidamente en el asunto,[1] nos limitaremos a ese otro bien que, por darle un nombre, lo llamaremos desculpabilización de la aventura erótica. Ya no hay pecado. Ya se han derrumbado los viles artificios que asediaban con su culpa los arrebatos del alma envuelta en carne. Ya todo es legítimo, ya todo se puede, y al poderse todo, todo se vuelve anodino y gris, frívolo y banal, sin chispa, fuego, ni pasión.

Por supuesto que todo se vuelve mortecino y gris. Como sucede en la vida toda de nuestro tiempo, como ocurre en el conjunto de ámbitos de nuestra vida. No, la desculpabilización del erotismo no es en absoluto lo que origina su banalización. Su causa hay que buscarla en la banalización general de la existencia, en su achatamiento, en su pérdida de sentido y de sustancia. Quien sólo ve una entretenida diversión en lo que deberían ser estremecidas, lujuriosas —sagradas— aventuras amorosas, es el mismo que, vestido de turista, dedica su ocio a invadir los altos lugares del arte, la historia y la civilización que nada le dicen no e estremecen.

Reafirmémoslo con júbilo: en el campo del erotismo todo es legítimo, todo es posible y deseable. Con dos condiciones obvias: que todo sea plenamente consentido por los amantes y que todo —pero esto nunca se agrega— consista en una afirmación pletórica, alta y grande de la vida. Dejémonos de nostalgias reaccionarias: no añoremos para nada las viejas cortapisas. Intentar canalizar, postergar o culpabilizar de nuevo determinadas prácticas eróticas, aparte de imposible y pernicioso, tampoco haría desaparecer la banalización con la que el hombre moderno intenta defenderse de sus angustias y debilidades.

Si cualquier desenfreno erótico entre personas consintientes es legítimo, lo que no lo es en absoluto es la zafiedad, la vulgaridad y la trivialidad con las que el hombre masa las envuelve. Esa misma que destila cualquier botellón, esa misma que rezuma en cualquier manada turística.

  1. Para quien le interese, la cuestión se halla ampliamente abordada en mi libro Los esclavos felices de la libertad, Madrid, 2011.

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