Hablo del fascismo de mi país, del italiano. Me refiero tan sólo al Ventennio de Mussolini, aunque sería más exacto calificarlo de Decimosexenio, pues dieciséis fueron los años transcurridos desde la toma del poder en 1922 hasta las leyes raciales de 1938, la alianza con Hitler y la consiguiente debacle.
En este «primer fascismo», como lo llama Javier Ruiz Portella; en este fascismo tan distinto de lo que nos han contado, hubo una figura tan clave como caída en el olvido; en el ostracismo, mejor dicho. Se trata de Margherita Sarfatti, una mujer extraordinaria, una mujer en todos los sentidos en los que una puede serlo.
Una mujer apasionadamente amorosa: tanto de su marido (el abogado César Sarfatti) como de sus amantes, el primero de los cuales fue indudablemente Benito Mussolini.
Una mujer que fue una alta figura de la cultura italiana. Escritora, coleccionista, promotora y mecenas de las artes y los artistas, a ella se debe el florecer del movimiento Novecento italiano, que reunió a los más destacados pintores de la época (los Sironi, Bucci, Carrà, Funi, Malerba…, entre tantos), quienes pretendían romper con el vanguardismo y entroncar con el Renacimiento (de ahí el nombre: Novecento, como Quattrocento o Cinquecento).
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Una mujer, en fin, que era todo un animal político. Como su amante, por supuesto. Hizo suyo desde la primera hora el fascismo naciente, pulió y adecentó los modales aún toscos de un Mussolini al que conoció en 1912. Y lo más importante: trabajó a brazo partido con él en la elaboración tanto de las bases políticas (fue ella quien lo convenció de lanzarse a la Marcha sobre Roma) como de los fundamentos ideológicos del movimiento que alumbró en Italia —y fuera de ella— unas tan encendidas ilusiones.
Añádanle a todo ello que aquella mujer hondamente mujer… era judía, y tendrán esbozado el drama que siguió.
Al igual que a tantísimos judíos, a Margherita Sarfatti, aristócrata nacida en Venecia en el seno de una familia hebrea, poco le importaba el judaísmo: era sólo un vago, ya lejano recuerdo familiar. Pero daba igual. También sobre ella iba a recaer todo el oprobio, la exclusión y la represión que implantaron las leyes raciales de septiembre de 1938.
Rota el alma, la gran dama del fascismo italiano partiría un mes más tarde al exilio. Su destierro la llevó hasta a Argentina, donde lejos de ensañarse con su antiguo amante y las ilusiones que, en realidad, habían sido las de todo un país, se encerró en un discreto y elegante silencio. Sólo al concluir la guerra, publicaría en junio de 1945 unos pocos artículos en la prensa argentina, donde expresó —pero manteniendo la elegancia, sin cebarse en exabruptos inútiles— todo lo que no podía dejar de pensar.
Ésta es la historia, e historia doble. Es la historia de una mujer fuera de serie a través de cuyas venturas y desventuras se fue abriendo paso la gran Historia. La de unos tiempos que fueron, no cabe duda, tan palpitantes e ilusionantes como crueles y desdichados.
Tal es, en fin, la historia que, abarcando ambos aspectos, nos narra Javier Ruiz Portella en su Margherita Sarfatti. Amante judía de Mussolini. Musa del primer fascismo. Una biografía novelada (algo distinto de una novela histórica, subraya el autor) en cuyas páginas «brillantes, intensas y apasionadas», decía aquí mismo Sertorio, «encontrará el lector toda la melancolía, el encanto y la brillantez de un Zweig».
Son varias las biografías de «la Sarfatti», como decimos en Italia, que pese al ostracismo que pesa sobre ella, se han publicado aquí. No me cabe duda de que la de Portella, aún no traducida a nuestra lengua, lo será —es imperativo— lo antes posible.
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