23 de septiembre de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

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El contrafuego, Palestina y la izquierda más tonta de todos los tiempos

Lo más consternante de las protestas antiisraelíes de estos días es que no van a tener el menor efecto en el conflicto de Gaza: ni van a detener la guerra, ni van a aliviar el sufrimiento de las víctimas civiles, ni van a darles a los palestinos (¿a cuáles?) un Estado, ni nada de nada. Bueno, rectifico: lo más consternante no es esto, sino que quienes han promovido esta ola son perfectamente conscientes de ello y les da igual, porque lo que buscan no es influir en un conflicto lejano, sino encender un conflicto doméstico. Y vuelvo a rectificar: siendo todo eso consternante, lo es aún más que ese conflicto doméstico no va a incomodar lo más mínimo al poder, sino al revés, lo va a reforzar porque ese es exactamente su propósito, y todo ello sería imposible sin la participación activa de esa recua de violentos gaznápiros que juega a hacer la revolución para alborozo de los que mandan.

Los bomberos saben bien qué es un contrafuego. En una situación de fuego incontrolable y cuando el incendio se acerca a un lugar especialmente peligroso, una de esas acumulaciones de maleza que, si prenden, pueden multiplicar por mil el horror, la única solución es quemar de manera controlada este último paraje, para evitar que el fuego se descontrole. En política, mutatis mutandis, el uso del contrafuego es un recurso habitual: ante una amenaza cierta de insurrección a gran escala, es factible provocar una insurrección mucho más pequeña que neutralice a la otra y con costes mucho menores. Por ejemplo, cuando Eduardo Dato dejó estallar la huelga ferroviaria de Valencia para desarticular la gran huelga general revolucionaria que socialistas y anarquistas preparaban en 1917. Un fuego más pequeño neutraliza otro más grande. Gana el bombero.

En Francia, desde hace años, el sistema viene utilizando ese procedimiento: cuando las protestas populares amenazan con extenderse demasiado, como ocurrió con los «chalecos amarillos» o como ha ocurrido ahora con las movilizaciones patriotas, de inmediato surgen muy poco espontáneamente grupúsculos de extrema izquierda que aprovechan para irrumpir en la calle quemando cuanto encuentran. La violencia ocupa todo el foco mediático, la protesta original queda neutralizada, la sociedad se asusta y el poder se presenta de inmediato como único garante de la seguridad pública. El contre-feu. O sea, el contrafuego.

Esto de las protestas antiisraelíes y pro-Hamás en un país tan secundario como España es, en efecto, un contrafuego. Tenemos un Gobierno corrupto hasta la médula, unas cifras de empleo juvenil insoportables, un cierre brutal de expectativas vitales para millones de españoles, unos impuestos inasumibles, una vivienda inalcanzable, un apagón general como jamás se había visto, riadas asesinas, incendios devoradores, trenes que no funcionan, calles progresivamente sumergidas en cotas de inseguridad cada vez más alarmantes… Pero nada de todo eso ha provocado movilizaciones sociales de importancia. Entre otras cosas, porque hace años que tanto los «agentes sociales» como el contubernio mediático que les sirve de coro están controlados por los mismos. Pero como la calle está caldeada y hay ganas de bronca, buscamos una causa lo suficientemente lejana como para que no tenga efectos reales, la incendiamos, ponemos a «los nuestros» a bailar y neutralizamos la protesta del enemigo. Y, de paso, hacemos que el humo tape todos esos otros problemas reales que sí merecerían una movilización… contra el poder.

Un contrafuego, sí. Como lo fue en su día el 15-M, como la violencia izquierdista en Francia y como tantos otros ejemplos que cualquiera podría aportar. La gran novedad es ésta: normalmente, el contrafuego sirve para neutralizar el peligro de un fuego mayor, no para que la ocurrencia te queme las manos, la manguera, el vehículo y el casco. Por el contrario, lo que el Gobierno español está haciendo es estimular el fuego en la convicción de que eso, presentarse como incendiario, le va a reportar un beneficio político directo. «Nos conviene que haya tensión», dijo el nefando Zapatero. Es eso. Seguramente es un cálculo acertado. Pero en términos de política nacional, el resultado es tan dañino que roza la traición. Y ahí seguirá la recua de gaznápiros, esnifando el humo narcótico de la algarada, convencida de estar haciendo «gimnasia revolucionaria» como predicaba el bestia de García Oliver, cuando en realidad sólo está dando vidilla al Gobierno más corrupto de todos los tiempos. Pero qué cuadro, Señor…

© La Gaceta

 


 

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