Cambian… y cambian para bien. Tal es el rasgo más importante de nuestros días —esos días que tantas veces nos parecen tristes aciagos— que Víctor Lenore destaca en este brillante artículo.
El 15 de mayo de 2011, cuando se plantaban las primeras tiendas de campaña en la Puerta del Sol de Madrid, pocos sabían que se estaba iniciando un movimiento masivo que traería cambios tan sustanciales como los 70 diputados de Podemos, un potente movimiento antidesahucios y nuevas alcaldesas en Madrid y Barcelona, con programas a la izquierda del PSOE. Tres años después, en marzo de 2015, las Marchas de la Dignidad organizadas por Podemos sacaron a la calle más de un millón de personas, haciendo pensar a muchos que Pablo Iglesias podía llegar a presidente. Pero el espejismo se deshizo enseguida, debido una mezcla de peleas internas, idas de olla (el chalé de Galapagar) y desconexión del sentido común de los españoles. El movimiento de los indignados fue tan popular que llegó a decirse que había vacunado a España frente a la extrema derecha, un diagnóstico eufórico que pronto quedó frustrado.
Poco se recuerda ya las reacciones a la primera campaña andaluza de Vox, con un rechazo mediático violento a propuestas como el control migratorio o el desmantelamiento de los centros de menas y la retirada de subvenciones. El partido de Abascal se mantuvo siempre firme en sus ideas, en parte porque conocían a fondo el ejemplo de Jean-Marie Le Pen y el Frente Nacional. El político francés comenzó cosechando un triste 0,6% del voto francés en los años setenta y, sin prisa pero sin pausa, convirtió a su partido en alternativa de gobierno para el país y referente intelectual para una oleada de formaciones socialpatriotas en Europa. Hace pocos meses, el CIS confirmó que la emigración masiva era considerado el principal problema de los españoles pero nadie ha reconocido a Vox por ser el partido que se atrevió a señalarlo.
El gran mérito de Le Pen fue no ceder nunca en sus convicciones: control migratorio estricto, defensa de la Francia periférica frente al cosmopolitismo de las grandes urbes —casi nadie les vota en París— y reivindicación de la cultura tradicional francesa. Marion Maréchal, nieta de Le Pen destinada a sucederle, suele citar una frase de la filósofa Simon Weil que dice “la tradición no es la adoración de las cenizas sino mantener vivo el fuego”. En este mismo sentido, Giorgia Meloni sumó tirar también de tradicionalismo para convertirse en la primera presidenta Europea salida de un partido de inspiración fascista desde la primera guerra mundial. Su propuesta estrella actual en el plano de la cultura es cambiar la capital de la UE de Bruselas a Roma, para simbolizar que nos importa más un legado milenario que el culto a la burocracia.
Otra gran estrella política del continente es Víctor Orbán, un brillante politólogo enfrentado al comunismo pero devoto de las enseñanzas de Antonio Gramsci, que utilizó para articular su partido Fidesz, defensor del retorno al “Dios, Patria y Familia”. Su prioridad siempre fue proteger las tradiciones nacionales, tanto de la migración masiva de países más pobres como de la seducción del ideario globalista del también húngaro George Soros, millonario defensor de los mercados desregulados, la ideología LGTBIQ+ y las fronteras abiertas. La influencia de Orbán es enorme: abarca desde las políticas de latido fetal que trató de implantar Juan García Gallardo en Castilla y León hasta muchas de las propuestas que trae en la cartera J. D. Vance, el vicepresidente católico de Donald Trump. Y Orbán no es sólo un teórico, sino un hombre de acción capaz de poner una línea de autobuses que lleva a los emigrantes desde el centro de Budapest a la puerta de La oficina de Úrsula Von Der Leyen. Hoy ya sólo radicales como Irene Montero niegan que la migración masiva dispara el crimen, el desempleo y los problemas de acceso a la vivienda.
Vivimos un completo cambio de época, como supo reconocer con honestidad el intelectual Francis Fukuyama en un reciente artículo para el Financial Times, donde admitía que la segunda victoria de Donald Trump era un claro voto de los estadounidenses en favor de una sociedad i-liberal. Lo que une al populismo de extrema izquierda con el de extrema derecha es un fuerte sentimiento antielitista, que la derecha radical ha podido canalizar mejor porque siempre ha sido más cercana a la forma de pensar del pueblo. Pablo Iglesias siempre estuvo más interesado en la revolución cubana o la primavera árabe que en el levantamiento de Madrid en 1808, Errejón se hizo “peronista” porque no conecta culturalmente con las alegrías del pueblo español —ni la selección, ni los toros, ni Camela— y Monedero parece más un líder de la contracultura de los sesenta que de la plebe de su país. El odio podemita al catolicismo y la rojigualda les impidió articular un populismo español creíble; por eso la revolución de los balcones tras el 1.º de octubre se pone del lado de Vox. Por el contrario, la derecha conecta de manera natural con unas clases populares que detestan el chantaje separatista y celebran los éxitos deportivos y empresariales de su país.
Narcisismo y desarraigo
El éxito de los partidos de derecha radical, que podemos llamar también socialpatriotas, es comprender que los seres humanos no sólo necesitamos libertad, sino también construir comunidades fuertes donde desarrollarnos. Autores como Chantal Delsol, Ayaan Hirsi Ali, Diego Fusaro, Juan Manuel de Prada y Roger Scruton, entre otros, proporcionaron munición potente para el antiprogresismo, pero la extrema derecha ha crecido sobre todo a golpe de batalla material. Como explicaba un brillante hilo en el portal popular Forocoches, el ascenso de Alternativa por Alemania no tiene que ver tanto con profundos debates intelectuales sino con el hecho de que prometieron a sus compatriotas que no les obligarían a abandonar sus viejas calderas para comprar carísimas versiones modernas que cumplan los criterios de los ecologistas. Mientras tanto, un centro sin posiciones culturales fuertes comienza a disolverse elección tras elección.
El ensayo que mejor explica el cambio que vivimos es El regreso de los dioses fuertes. Nacionalismo, populismo y el futuro de Occidente, del teólogo estadounidense R. R. Reno, que argumenta que después de la Segunda Guerra Mundial se consideró que sentimientos comunitarios como la religión, el patriotismo y la familia tradicional favorecían gobiernos autoritarios y belicistas. El globalismo intentó atenuarlos en todo lo posible, poniendo en el centro la libertad individual y el culto al mercado, dos factores que fomentan el narcisismo y el desarraigo. El resultado fue la crisis de natalidad, el abandono de un legado cultural de siglos y la llegada de una epidemia de consumismo, narcisismo y depresión. Lo reflejan las novelas del francés Michel Houellebecq, el último gran profeta de nuestro época: recrudecimiento de la guerra de sexos (Ampliación del campo de batalla), derrumbe completo de la clase media (Serotonina) y el avance hacia el poder político en Europa de las crecientes comunidades islámicas (Sumisión). Tras décadas de monopolio del pensamiento progresista, en la última década se produjo un boom del ensayo antiwoke y un rechazo a los dobles raseros de la izquierda, cada vez más atrincherada en sus privilegios. La sociología francesa nos regaló también la teoría del metro cuadrado, que señala que el voto progresista crece cuanto más caro es el precio de los inmuebles en un barrio.
El sociólogo francés progresista Didier Eribon también retrata el fenómeno en Regreso a Reims, unas potentes y agridulces memorias familiares donde repasa el proceso de muchos franceses de clase trabajadora que pasaron de votar comunista a lepenista. Su conclusión es que la elitización del progresismo, acelerada desde Mayo del 68, hizo que la izquierda olvidarse de sus bases populares. No es que su familia abandonase al comunismo, sino que la izquierda les abandonó a ellos para centrarse en los triunfadores de París. Hasta los más rojos más radicales de la Sorbona saben que Le Pen es su gran enemigo intelectual, mucho más que Emmanuel Macron. Cuando el viejo Jean-Marie falleció, una turba de izquierdistas e islamismistas se juntaron para vandalizar la Plaza de la República de París y amenazar a los dos mayores líderes actuales del movimiento. Una pintada brutal resume la frustración de su derrota política: “Marine, Marion…lapidación”. Nos espera un combate crudísimo.
INVITACIÓN
Fecha y hora: Jueves 30 de noviembre, a las 20:00 h
Lugar: Librería-bar CASAMATA (c/ Carranza, 22, Madrid)
Javier Ruiz Portella presentará su libro Margherita Sarfatti. Amante judía de Mussolini. Musa del primer fascismo, y dialogará sobre tales cuestiones con Hughes (prologuista del libro) y el profesor Guillermo Graíño
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