«Los europeos son hoy los hombres enfermos del planeta. No tienen la menor idea de lo que podría ser el destino de Europa, porque la palabra “destino” no tiene sentido para ellos», dice Alain de Benoist hablando en esta gran entrevista de la revolución que está conociendo el mundo y de la que ayer nos hablaba aquí Aleksandr Dugin.
¿Cómo interpreta la evolución de las relaciones internacionales tras las recientes declaraciones de Trump y Vance sobre Ucrania y sus implicaciones para las relaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos?
En mi vida sólo he vivido un gran acontecimiento histórico: la caída del Muro de Berlín y la implosión del sistema soviético. Creo que ahora estoy asistiendo a un segundo. Los «observadores», como de costumbre, no lo han visto venir. La historia se está acelerando bruscamente. Hasta el punto de que la actualidad diaria parece una distopía.
La elección de Trump ya había representado una ruptura histórica importante. La reanudación, el 12 de febrero, de los contactos entre la Casa Blanca y el Kremlin supuso otra. Dos días después, en Múnich, el vicepresidente J. D. Vance declaró una auténtica guerra ideológica a un Europa abrumada por la inmigración y presa de la amnesia colectiva; lo hizo sin ocultar que Europa constituye a su juicio un contraejemplo de decadencia y suicidio civilizatorio. Luego se anunció que Ucrania nunca volverá a la OTAN y que no recuperará los territorios que perdió en Donbass o en Crimea. El 3 de marzo, Donald Trump decidió detener toda ayuda a Ucrania. Finalmente, estamos presenciando en directo la desintegración de la Alianza Atlántica. Sí, aunque todavía no hay suficiente perspectiva, es un momento histórico.
¿Qué nos dice el alucinante altercado del 28 de febrero en el Despacho Oval de la Casa Blanca entre Donald Trump y Volodymyr Zelensky?
Limitarse a los gritos es como limitarse a mirar el dedo que te muestra la luna. Lo que importa es lo que se dijo. Ante un Zelensky que proclamaba su negativa a detener una guerra que no puede ganar y exigía «garantías de seguridad» que los estadounidenses no están dispuestos a concederle, Trump le recordó que no está en condiciones de dictar sus condiciones porque no tiene ninguna carta o baza de negociación que hacer valer. También le dijo que si no aceptaba lo que se le proponía, se vería obligado a firmar un acuerdo aún más desfavorable para su país, o de lo contrario se encaminaría hacia una capitulación total.
En primer lugar, cabe señalar que no hay nada anormal en que el destino de Ucrania se resuelva entre Rusia y Estados Unidos, ya que Rusia y la OTAN eran los verdaderos beligerantes. El conflicto en Ucrania fue, desde el principio, una guerra por poderes. Se entiende, por ello mismo, que no sólo Ucrania es quien ha perdido. Emmanuel Todd lo había anunciado con mucha razón: «El trabajo de Trump será gestionar la derrota estadounidense frente a los rusos». De eso se trata, en efecto. Lo que nos lleva a ver con otros ojos este horrible guerra fratricida que dura ya tres años. Una guerra que personalmente me resulta insoportable porque tengo amigos ucranianos y amigos rusos, y me entristece verlos masacrarse mutuamente.
Todos los expertos serios saben que la causa principal del conflicto fue la voluntad de los estadounidenses de desplegar tropas de la OTAN hasta las fronteras de Rusia. Putin reaccionó como lo haría cualquier presidente estadounidense que se viera amenazado por el despliegue de misiles rusos en su frontera con México o Canadá. El conflicto comenzó mucho antes de 2022. Y podría haberse evitado. Por ejemplo, se podrían haber resuelto los problemas internos de Ucrania estableciendo un sistema federal en el que su parte rusófona hubiera gozado de cierta autonomía. Pero ocurrió lo contrario. Montesquieu distinguía entre los que inician la guerra y los que la hacen inevitable. No son necesariamente los mismos. François Fillon declaró recientemente: «Siempre he dicho que este conflicto podría haberse evitado si los líderes occidentales hubieran intentado comprender sus causas en lugar de ponerse del lado del bien». Traduzcamos: si hubieran analizado la situación en términos políticos, no morales.
De hecho, nada obligaba a los europeos a apoyar a una de las partes, ya fuera Ucrania o Rusia, ni a reaccionar todos de la misma manera (como «Occidente colectivo»). Lo mínimo que podrían haber hecho es determinar su posición en función de sus intereses. Por razones puramente ideológicas, prefirieron ver en este conflicto una «guerra justa» en la que el enemigo debe ser criminalizado y considerado culpable. Al tomar posición desde el principio, se colocaron en una posición en la que ya no podían ofrecer su mediación, renunciando al mismo tiempo a erigirse en «potencia de equilibrio».
Trump es un gran realista. Después de tres años en los que cada semana se anunciaba en los platós de televisión que Rusia iba a derrumbarse, constata que Ucrania ha perdido esta guerra, a pesar del material militar y los cientos de miles de millones que ha recibido, y que los europeos nunca han sido capaces, durante estos mismos tres años, de fijar un objetivo para la guerra. Ahora bien, la guerra no es más que un medio al servicio de un fin. Clausewitz: «El fin es el objetivo político, la guerra es el medio; no se concibe un medio sin un fin». Los europeos ya ni siquiera saben lo que es una guerra, es decir, un acto de violencia cuyo objetivo es la paz. En este asunto, nunca han tenido ningún objetivo político, diplomático o estratégico, prefiriendo empujar a Zelensky a precipitarse en la trampa que él mismo se había tendido.
Al contrario de lo que se dice aquí y allá, Trump no es un aislacionista, ni tampoco un «defensor de la paz». Al contrario, como muchos de sus predecesores, cree que la defensa de los intereses estadounidenses exige una intervención constante. La gran diferencia es que no oculta este intervencionismo tras ideales sublimes como la defensa de la democracia liberal y el Estado de derecho («democracy and freedom»), y que, en lugar de embarcarse en aventuras bélicas, quiere dar prioridad al comercio. Es un belicista, pero un belicista comercial. Vea la forma en que habla de Groenlandia, Canadá o el Canal de Panamá, adoptando de manera marcial una postura imperialista basada en el viejo mito estadounidense de la «frontera». Para él, todo es transacción, todo puede ser comprado o vendido, todo se negocia, todo se basa en demostraciones de fuerza comercial, sin escrúpulos. Él sabe muy bien que el «dulce comercio» no excluye ni las agresiones, ni el chantaje, ni las conquistas. Su «pacifismo» es de la misma naturaleza: se basa en la simple constatación de que la guerra militar cuesta mucho más de lo que reporta, y que Estados Unidos está en mejores condiciones de ganar guerras comerciales que de vencer en el campo de batalla. Para servir a sus intereses de potencia, pretende protegerse detrás de la amenaza de los aranceles, al tiempo que aboga por la desregulación y el libre comercio cuando le conviene.
Según los medios de comunicación, Trump habla ahora con la misma voz que Vladimir Putin. Se habla de un nuevo condominio ruso-estadounidense, o incluso de una triple alianza Washington-Moscú-Pekín. ¿Le parece verosímil?
Es una cortina de humo. Los dos hombres son demasiado diferentes: Putin es un jugador de ajedrez, Donald Trump se limita al golf y al Monopoly. Y, sobre todo, sus intereses geopolíticos son opuestos. Lo que es cierto, por otro lado, es que Trump quiere empezar de nuevo en sus relaciones con Moscú, porque aparentemente cree que una normalización con la Rusia de Putin será más beneficiosa para Estados Unidos que la Alianza Atlántica. Esto puede traducirse en el levantamiento de las sanciones contra Rusia, en proyectos energéticos comunes, especialmente en los territorios árticos, o incluso en la elaboración de un plan que evite la guerra con Irán. Quizá también espere aflojar, no la alianza (la palabra «alianza» no existe en chino), sino los lazos de «amistad sin límites» entre Putin y Xi Jingping proclamados en febrero de 2022. Pero no unirá a Rusia al «hegemonismo occidental». Y tampoco creo en un «triunvirato i-liberal» estadounidense-chino-ruso, porque tal combinación estaría minada por las contradicciones.
Trump es evidentemente un gran temperamental con tendencias paranoicas (no es raro en política). Se burla de las ideas, de la moral o del derecho internacional (aunque no más que Netanyahu). Le gustan los winners, los ganadores, prefiere el carisma al legalismo. Sólo admira la fuerza y cree que se puede ganar todo con amenazas contundentes. Con él, la correlación de fuerzas sustituye al derecho, lo que al menos tiene el mérito de aclarar las cosas.
Trump y Putin tienen en común que ven a Europa como algo viejo y cansado, incapaz de resolver políticamente los problemas internacionales, incapaz de imponerse: algo viejo, dividido, arruinado, abrumado, olvidado de su pasado y sus tradiciones, que se culpa a sí mismo mientras practica una censura moral permanente y, en general, incapaz de hacer frente a situaciones excepcionales. Desde esta perspectiva, el resto del mundo se divide en socios que nunca han sido iguales, sino vasallos, protegidos o dominados, nunca aliados. Esto no quiere decir que Estados Unidos esté en una posición de fuerza frente a China, la multipolaridad o las amenazas de desdolarización. No olvidemos que si Trump quiere hacer de Estados Unidos «great again», es sobre todo porque ya no lo es.
¿Qué opina de la febril actividad desplegada por los europeos, con Emmanuel Macron a la cabeza, con vistas a rearmar a Europa?
Los europeos son incorregibles. No vieron venir la oleada populista, apostaron por la elección de Kamala Harris, se han apoyado durante décadas en el «paraguas estadounidense» en lugar de asumir sus responsabilidades. Ahora se dan cuenta de que, de acuerdo con sus hábitos, los estadounidenses están abandonando a los ucranianos como abandonaron a los vietnamitas del sur y a los afganos. (Conocemos el dicho: ser enemigo de los estadounidenses es peligroso, ser su amigo es fatal). Tampoco vieron el tropismo que ha llevado a Estados Unidos a distanciarse de Europa durante años. Ahora se dan cuenta de que los estadounidenses, que se reservan para una confrontación con China, están desentendiéndose de la seguridad europea, lo que los deja completamente desnudos. No entienden lo que les está pasando. Ante la magnitud del abismo que se ha abierto entre las dos orillas del Atlántico, no pueden creerlo. Paralizados como conejos atrapados en los focos, lloran por el desmantelamiento de la OTAN, una organización que Macron había afirmado en 2019 que estaba en estado de «muerte cerebral».
Pero no les sirve de lección. Podrían haber aprovechado este cambio para reflexionar sobre lo que les ha costado la guerra en Ucrania. Han malgastado 150.000 millones de euros, han perdido el acceso al gas y al petróleo rusos, también han perdido decenas de miles de millones de inversiones en Rusia, han aceptado sin decir palabra el sabotaje del gasoducto Nordstream, pero se imaginan que pueden dar a Ucrania garantías de seguridad y hacer que se pueda continuar la masacre. En otras palabras, su única reacción es poner una pieza más en la máquina.
Después de habernos repetido durante más de medio siglo que «Europa es paz», quieren continuar la guerra, a riesgo de ser considerados beligerantes de pleno derecho. Como nunca aprenden de sus errores, están dispuestos a volver a meter la mano en un nuevo engranaje, sin que sepamos hasta dónde nos llevará. Hasta los propios ecologistas predican el militarismo. Una huida hacia adelante en una competencia belicista totalmente delirante que muestra que los europeos aún no han entendido nada del nuevo Orden Mundial, del nuevo Nomos de la Tierra, que se está estableciendo ante sus ojos. Se habían subido a un barco ebrio, ahora quieren embarcarse en un cometa muerto.
Los mismos que, durante treinta años, han destruido todas las capacidades de producción industrial y militar de las naciones europeas, se proponen ahora, bajo la dirección de la agente de influencia Ursula von der Leyen (la Hiena), establecer una «economía de guerra» europea con vistas a un «rearme». Macron, al frente de un país cada vez más aislado en la escena internacional, políticamente paralizado y endeudado hasta tal punto que el pago de los intereses de la deuda (más de 50.000 millones de euros al año) representa hoy la segunda partida de gastos del Estado, sueña visiblemente con ponerse al frente de este partido de la guerra («estamos en guerra, cueste lo que cueste», melodía conocida). El ejército francés, cuyos arsenales están casi vacíos y cuyo presupuesto se ha reducido hasta la médula, es incapaz de participar más de ocho días en una guerra de alta intensidad, pero no por ello deja de asegurar que veremos lo que veremos. ¡Qué bonita es la guerra cuando nunca se ha hecho! El mismo Macron, que en junio de 2022 recomendó a sus socios que «no humillaran a Rusia», ahora pide hacer exactamente lo contrario. Es incapaz de decirle cuatro cosas al presidente argelino o de enfrentarse al de las Comoras, pero se pavonea asegurando que hará frente a la «amenaza rusa» que, según él, pesa sobre Francia y Europa occidental. Una amenaza que no es más que una fantasía grotesca cuyo único objetivo es crear miedo. Una amenaza esgrimida como espantapájaros. Es el momento de recordar un excelente proverbio georgiano: el cordero pasa su vida con miedo al lobo, pero ¡al final es el pastor quien se lo come!
Para los europeos, el conflicto bélico no enfrenta a enemigos, en el sentido tradicional del término, sino a un «agresor» y un «agredido». En un conflicto, siempre hay que desaprobar al «agresor», porque es el culpable, aunque este «agresor» puede haber actuado en legítima defensa. Este cambio de vocabulario confirma el gran regreso de la «guerra justa». Reducir la guerra a un dúo de «agresor» y «víctima» (como en los ataques con arma blanca o las agresiones sexuales) nos lleva a nadar en un mar de moralina. Esto nos lleva a los buenos tiempos de la Sociedad de Naciones, cuya historia es conocida, y más aún del Pacto Briand-Kellogg de 1928, en una época en la que el irenismo consistía en pensar que se podía ilegalizar la guerra. Hoy en día, es el belicismo el que marca la pauta. Pero es igual de impolítico.
Ciertamente, no es malo para los diferentes Estados europeos dotarse de una poderosa industria de defensa, pero con la condición de que sea independiente, es decir, con la condición de olvidarse de Estados Unidos. Esto no es lo que, en cualquier caso, salvará a Zelensky: si Ucrania ya no puede beneficiarse de la ayuda estadounidense, los escasos recursos de la Unión Europea no van a hacer que gane. Añadamos que hay demasiadas divergencias entre los Estados miembros como para que puedan definir intereses u objetivos comunes entre ellos y, por tanto, políticas operativas comunes. No puede haber un ejército europeo mientras Europa no esté unida políticamente, lo que equivale a decir que hoy es una quimera. En cuanto a un «paraguas europeo» que surgiría de la decisión de Francia de extender a sus vecinos el perímetro de su disuasión nuclear, sería aún menos creíble que nunca lo ha sido el «paraguas estadounidense». Como ha subrayado Jacques Sapir, ¿quién puede pensar que Francia aceptaría «arriesgarse a ver París destruido para salvar Bucarest, Praga o Varsovia»? Resumiendo, en lo inmediato multiplicaremos las palabrerías sobre medios militares y financieros que no tenemos y seguiremos hablando por hablar.
J. D. Vance, figura emergente del trumpismo, parece encarnar una nueva derecha estadounidense antiliberal y conservadora, pero al mismo tiempo totalmente desinhibida frente al izquierdismo. ¿Ve en él una reorientación duradera del conservadurismo estadounidense?
El trumpismo es una mezcla improbable de populismo plebeyo, tecnocésarismo, anarcocapitalismo, soberanismo antiautonómico e ideología libertaria. Donald Trump forma con Elon Musk un dúo cesariano que evoca irresistiblemente el fin de la República romana. J. D. Vance tiene aspectos muy simpáticos, pero es difícil saber qué representa exactamente en esta constelación, donde también encontramos mitos estadounidenses: el «destino manifiesto» y la nueva Tierra Prometida, el análisis de la sociedad a partir del individuo, la autosuficiencia del mercado, el primado de la economía y el comercio, la devoción por la tecnología y el optimismo mesiánico. No olvidemos, sobre todo, que no es la grandeza de Europa lo que Donald quiere restaurar, sino la de América, que él sabe que está amenazada.
¿Cómo percibe la profunda (irreparable) división entre la América conservadora antiwoke y la América progresista o izquierdista? ¿No es el mismo camino que están tomando las naciones y los pueblos europeos?
No es imposible que Estados Unidos esté al borde de un conflicto civil o de una nueva Guerra de Secesión. Pero no creo que este escenario sea válido para los europeos. Lo que más amenaza a Europa no es el conflicto civil. Es aún peor: es el caos.
La Unión Europea (o más bien sus líderes) parece encerrarse en luchas ideológicas mientras que el resto del mundo vuelve a ser pragmático y brutal. ¿Debemos ver esto como un signo de decadencia o como un intento desesperado de mantener una dominación moral sobre los pueblos?
Ni lo uno ni lo otro, ¡sobre todo porque la dominación moral no es incompatible con la decadencia! La Unión Europea tampoco se encierra en «luchas ideológicas», sino en una ideología muy particular cuyos tres pilares esenciales son la sociedad de los individuos, el capitalismo liberal y los derechos humanos. La democracia liberal, el Estado de derecho y el reinado de los valores mercantiles son sus consecuencias.
¿Cuál es el papel de Europa en el nuevo orden mundial que se perfila ante nuestros ojos? ¿Qué estrategias debería adoptar para mantener su influencia?
Es inútil hablar de estrategias cuando los hombres no están ahí para concebirlas o aplicarlas. Los europeos son hoy los hombres enfermos del planeta. No tienen la menor idea de lo que podría ser el destino de Europa, porque la palabra «destino» no tiene sentido para ellos. Dirigida por ectoplasmas o sonámbulos, que nunca han tenido la oportunidad de luchar pero que hoy están dispuestos a involucrar a sus pueblos en una guerra nuclear, Europa se encuentra en un estado de agotamiento civilizatorio, de acuerdo con las predicciones de Spengler. Me vienen a la mente estas terribles palabras de Cioran: «En vano busca Occidente una forma de agonía digna de su pasado».
Usted ha advertido a menudo contra la uniformización del mundo. ¿Ve en este vuelco global una oportunidad para que los pueblos de Europa recuperen su soberanía cultural y civilizatoria?
El enfrentamiento final ya ha comenzado: o bien un planeta gobernado por una sola potencia hegemónica (o una sola ideología universalista), o bien un mundo articulado entre varios polos de poder y civilización, «grandes espacios» correspondientes a las grandes regiones del mundo, dirigidos cada uno de ellos por el país que esté en mejores condiciones de ejercer su influencia en el área civilizatoria a la que pertenece. Pero nada será posible mientras nos obstinemos en creer que la tierra está poblada principalmente por individuos, cuando en realidad está dividida entre pueblos, lenguas, naciones y áreas de civilización diferentes, con sus propias ambiciones y principios. El nuevo Nomos de la Tierra exige que estas grandes áreas de civilización tengan en cuenta prioritariamente su identidad, es decir, su historia, y se abstengan de intervenir en otras áreas para aplicar valores pseudouniversales que en realidad les son propios. ¡Los «Estados civilización» o el caos!
¿La tremenda aceleración de la historia a la que asistimos hoy en día es para usted una fuente de preocupación… o de optimismo?
Ni soy optimista ni estoy inquieto. Trato tan sólo de comprender lo que va a pasar.
«Se abre un nuevo orden mundial
centrado en el Estado-civilización», dice Alain de Benoist
Tal es el Tema Central del n.º 2 de nuestra revista
¿Cómo no devorarla con avidez?
Y recuerde: puede pedir una muestra-resumen gratis a: info@elmanifiesto.com