Cuando Trump y Putin se reunieron, muy cordialmente, en Alaska, todos pensamos lo mejor, pero desde entonces Zelenski descartó, de hecho, encontrarse con Putin y declaró que su objetivo es el restablecimiento de “la integridad territorial de Ucrania”. Poco le importa que la población de extensas regiones odien a Ucrania y de ningún modo quieran formar parte de ella, ni aprender su idioma, ni asumir sus valores. Su respuesta – la de todos los nacionalistas ucranianos – es: “si no quieren, les obligaremos”.
Putin desde entonces le va enviando, “por vía aérea”, recordatorios de que mientras no haya un tratado de paz, la guerra sigue (de paso, mandó misiles a la oficina de la UE, como testimonio de la consideración que le merece).
Conocemos, pues, la pretensión, muy firme, de uno de los beligerantes. Pero ¿cuál es, exactamente, la del otro?
También lo ha dicho. Putin reclama la parte rusa de Ucrania (básicamente las provincias de Donetsk y de Lugansk –o sea, el Donbass–, varios territorios ribereños con el Mar Negro y por supuesto, Crimea). Ocurre que Ucrania no es un país homogéneo. Incluye una considerable minoría, en el sur y en el este, de habla, cultura, sentimientos y patriotismo rusos, que fue incluida, después de la revolución, en la República Socialista Soviética de Ucrania por cálculos políticos, ya olvidados, de Lenin. La parte restante, Ucrania propiamente dicha, aunque lo parezca vista de lejos, tampoco es homogénea. Su parte occidental (región de Lviv) es muy ajena al resto del país y a su vez comprende otras minorías: rutenos, húngaros y polacos, cuyos idiomas y cultura son sañudamente perseguidos (lo cual no mejora las relaciones de Ucrania con Polonia y Hungría). Lo que pretende Putin es liberar definitivamente a la minoría rusa y por supuesto, no tener los cohetes de la OTAN a dos pasos de Moscú.
La OTAN es problema aparte. En tiempos del régimen soviético, que no disimulaba sus intenciones de “enterrar al capitalismo”, la OTAN se formó como una alianza anticomunista, estrictamente defensiva. Desaparecido el comunismo, incorporada Europa Oriental a la democracia, lógicamente debía haberse disuelto por falta de objetivo. En lugar de ello, los americanos se apresuraron a incorporar a todos los países del Pacto de Varsovia recién liberados. Entonces, ¿contra quién está ahora dirigida la alianza? Uno de los gobiernos de la naciente democracia rusa (creo recordar que Yeltsin) solicitó el ingreso de Rusia en la OTAN. Su candidatura fue rechazada con indignación. ¿Quién es, pues, para la OTAN, el enemigo feroz?
Es más. La OTAN era una alianza defensiva porque había una amenaza, el comunismo. Pero en cuanto éste desapareció y Rusia trató de incorporarse a las democracias, dejó de haber amenaza alguna. Así la OTAN perdió su carácter defensivo. Y ¿qué otro hay?
El artífice de esta transformación fue Zbigniew Brzhezinski, un inteligente asesor del presidente Carter y otros posteriores en asuntos exteriores. Lo malo es que era polaco, y polacos y rusos tienen una secular historia de mala vecindad. Para Brzhezinski el peligro no era tanto el comunismo como Rusia como tal. Hubo ciertamente una corriente en la Secretaría de Estado partidaria, tras la caída del comunismo, de atraer a Rusia a la colectividad de países libres, pero prevaleció el enfoque del brillante e influyente Brzhezinski. Así la OTAN se convirtió en una alianza antirrusa, ya no forzosamente defensiva.
Putin procede del contraespionaje, donde las buenas intenciones no se presumen. Y sacó sus conclusiones.
Así la imperdonable estupidez de enfrentarse a Rusia sin ninguna necesidad la echó en brazos de China, que ya está adelantando a Estados Unidos como superpotencia militar.
Pero volvamos al tema. Putin ha declarado sus objetivos con meridiana claridad: rescatar a los rusos de Ucrania de los ultranacionalistas ucranianos y evitar el ingreso de Ucrania en la OTAN (para no tener sus cohetes a tiro de piedra de Moscú).
Nadie le ha creído (y si alguien lo hace, es “propaganda prorrusa”).
Admito que deducir de sus palabras las intenciones de alguien (sobre todo de un político) puede ser arriesgado. Pero hay un sistema más seguro: acudir a sus actos.
¿Cuál era, pues, antes de 2022 el objetivo real de la política exterior de Putin?
Lo que hacía hasta esa fecha era comportarse como un país normal, sin amenazas a nadie, con una industria militar que simplemente continuaba la de la URSS o incluso la reducía. Participaba activamente en el comercio internacional, vendiendo crudo, gas, madera, diamantes y un largo etcétera. Su régimen político podía definirse como una semidemocracia: la prensa era relativamente libre (había asesinatos de periodistas, temas tabú, pero se podía hablar libremente de muchísimas cosas), en la Duma había dos partidos de oposición, se podía entrar y salir libremente, había buenas perspectivas de evolución hacia una democracia plena.
Enseguida dirán: ¡ha invadido Georgia!, ¡Moldavia!, ¡Chechenia!
En estas acusaciones hay mala fe, o ignorancia crasa, o ambas cosas.
En Georgia, unos años después de la independencia, tomaron el poder nacionalistas extremos. Pero Georgia tampoco era un Estado homogéneo. Había dos minorías compactas, los abjasios (musulmanes) y los osetios del sur (ortodoxos, como los georgianos, pero dependientes de otro patriarcado). El gobierno decidió “georgianizarlos” (religión, idioma, costumbres, etc., por supuesto todo de golpe y a lo bruto). Pero las dos minorías organizaron milicias (en la ex-URSS había armamento por todas partes) y se trabó una guerra civil (mejor dicho, dos). Los alzados pidieron ayuda a Rusia, y ésta intervino en defensa de la parte agredida y más débil, sobre todo para evitar una masacre masiva (Putin sabe cómo van las cosas en el Cáucaso y el genocidio armenio aún está en la memoria de todos). En pocos días, los rusos pusieron en su sitio al embrionario ejército georgiano y… ¿qué pasó? Los abjasios y los osetios organizaron sus repúblicas independientes (aliadas, evidentemente, de Rusia) y al resto de Georgia, ¡se lo dejó tranquilo!
¿Qué tiene eso de raro? Pues simplemente, que Georgia estuvo integrada en el imperio ruso desde el siglo XVIII, formó parte de la URSS y en Occidente se acusa a Putin de querer reconstruir las fronteras de la Rusia imperial.
Pues bien, Putin en aquel momento no pensó siquiera en anexionar Georgia, ni ninguno de sus territorios. Acusar a alguien de querer hacer algo que cuando tuvo ocasión, no lo hizo, no demuestra una brillante inteligencia.
Además, ocurrió más de una vez. En Moldavia hubo un conflicto con la minoría rusa. Al final ésta fundó una pequeña república, Transnistria; todo se calmó, pero Rusia nunca tuvo la ocurrencia de anexionarse nada. ¡Y eso que Moldavia formaba parte de la URSS!
Chechenia fue otro caso parecido, pero mucho más enredado: fue como una guerra de todos contra todos en el mosaico de etnias que es el norte del Cáucaso. Al final, Chechenia quedó prácticamente independiente, bajo el mando de uno de los clanes familiares tras eliminación de sus rivales.
Si, pues, Putin pretende volver a las fronteras imperiales, no parece una amenaza demasiado temible.
Pero para Occidente Rusia sigue siendo una “amenaza”, con absoluta unanimidad de sus principales medios de comunicación. Se la acusa de querer anexionar toda Ucrania, de apetecer los países Bálticos, de tener visos sobre Polonia y otros imaginativos peligros. La “prueba” es que ha invadido Ucrania.
Sólo que esa “prueba” demuestra lo contrario de lo que pretende probar. Si, supongamos, Putin hubiera deseado anexionarse a sus vecinos, ¿por qué habría esperado tanto? Y después de decidirse, ¿por qué habría empezado por Ucrania, el más extenso, poblado y armado de todos? ¿No habría sido más fácil empezar por Estonia, prácticamente sin ejército al principio?, ¿o Finlandia?, ¿o alguna república del Asia Central? Elegir Ucrania era como comerse un jamón empezando por el hueso.
Y siendo así, ¿por qué no creer a Putin? Él no “invadió” ni “atacó” Ucrania,; eso son tonterías. Él intervino en una guerra civil en la que el agresor era Ucrania. Los mineros del Donbass llevaban desde 2014 defendiéndose del ejército ucraniano, enviado por el gobierno nacionalista, y con notable éxito, hay que decirlo. Pero en los años veinte el gobierno concentró artillería pesada (cosa que en los acuerdos de Kursk se había comprometido a no hacer) y concentró el fuego sobre las zonas habitadas, con el propósito deliberado de matar civiles. Sus propios soldados, que habían convivido con rusoparlantes, algunos incluso con vínculos familiares, se mostraban reticentes, pero se les llenó la cabeza de propaganda, de que allí eran todos mafiosos, contrabandistas y prostitutas, y que había que matarlos a todos como enemigos de Ucrania.
Por esto Putin es absolutamente sincero cuando explica que su intervención fue para salvar a los rusos de un genocidio. En Europa Oriental saben lo que es: había seis millones de judíos, queda cero; había millón y medio de armenios en Turquía, queda cero. Eso sí son genocidios. En Gaza había dos millones de árabes, y aun aceptando las cifras de Hamás (que es mucho aceptar), queda un millón novecientos cuarenta mil. Eso no es un genocidio. Pero dejemos a la izquierda llenándose la boca con lo del “genocidio” y demostrando que no saben lo que es. Es una masacre, desde luego, pero cualquier bombardeo de la II Guerra Mundial podía llevarse más gente (sólo en Dresde, doce veces más).
En Rusia, donde ha habido un genocidio, se sabe con qué facilidad se pasa de la propaganda a los hechos. Por eso, los rusos del Donbass saben que por nada del mundo han de caer en manos de los nacionalistas ucranianos, y los rusos de Rusia saben que por nada del mundo los han de dejar. Es serio. No es negociable.
Pues eso exactamente es el objetivo que Putin ha declarado (eso y lo de la OTAN, por supuesto). ¿Por qué no creerle?
¿Hay solución?
Partimos, pues, de dos posturas absolutamente incompatibles. Pero ¿no habría manera de compatibilizarlas?
Lo está intentando Trump. Pero se encuentra con dos discursos opuestos e inamovibles. Zelenski no puede quedar como “vendedor Ucrania” (y más, siendo judío). Putin no abandonará a los rusos de Ucrania ni que lo cortaran en pedazos. El enfado de Trump es monumental: no hay terreno de entendimiento y no se puede avanzar. Fiel a su estilo, va alternando amenazas cada vez más apocalípticas a cada parte, pero no funciona: para ambas es imposible retroceder.
Pero si nos alejamos mentalmente de lo más inmediato, vemos que en el pasado sí se resolvieron problemas de este tipo. Quizá malamente, pero se solucionaron. Transnistria vive tranquilamente y los moldavos hacen aspavientos, pero jamás la atacarán: el contrabando da dinero. Las fronteras de Georgia con Abjasia y Osetia también están tranquilas. ¿No sería posible algo parecido en Ucrania?
Putin intervino en defensa de las repúblicas de Donetsk y Lugansk, entonces independientes (no las reconocía nadie, pero no era problema de ellas). Andando el tiempo, Rusia las reconoció y más tarde las anexionó. Pero no era por ambición territorial, sino por unificarlas con los territorios del sur (de Mariúpol o Melitópol) y como garantía de que jamás serían abandonadas a su suerte.
Pero esto no tiene nada de definitivo. Si fuera preciso para alcanzar la paz, ¿no devolvería Putin su independencia a los territorios “ocupados” (un inciso: en Occidente se tiene la idea de unos pobres ucranianos ocupados por unos malvados invasores; pero lo que hay es un pueblo en armas que se defiende, ahora con ayuda rusa, valiente y eficazmente de Ucrania)?
Imaginémoslo por un momento: Rusia quedaría separada de Ucrania por tres estados tapón, las repúblicas de Donetsk y Lugansk, a las que se añadiría Táuride en el sur. Los ejércitos de Donetsk y Lugansk, ahora sometidos al alto mando ruso, recuperarían su autonomía operativa. Las nuevas repúblicas conservarían sus estrechos lazos económicos con Rusia, pero nada les impediría retomarlos con Ucrania, hasta poder formar una comunidad económica con ambas. Por supuesto, militarmente seguirían siendo aliadas de Rusia, pero podrían perfectamente firmar también un pacto de defensa mutua con Ucrania. En una palabra, serían independientes, pero sin dejar de tener vínculos con Ucrania (y con Rusia también). A la vez, tendrían garantía contra cualquier agresión de sus poderosos vecinos.
¿Cuáles serían las fronteras? Para esto se ha inventado el referéndum (por supuesto, con control internacional).
¿Podría ser aceptable una solución de este tipo, con las especificaciones y matizaciones que se quieran?
Por parte de Putin, es muy probable. Al fin y al cabo, hasta la anexión, estuvo guerreando en defensa de las repúblicas de Donetsk y Lugansk, entonces independientes. Rusia no tiene pretensiones territoriales y esto lo confirmaría definitivamente.
Por parte de Trump, tampoco se prevén obstáculos. No pueden despreciarse, evidentemente, las presiones del complejo militar-industrial, para el que el final de una guerra es el final de un negocio. Pero Trump, millonario él mismo, está en inmejorable posición para resistir tales presiones y ya lo ha hecho en el pasado. Además, a los fabricantes les quedaría el remedio de seguir insistiendo en la ficticia “amenaza rusa” y, a cuenta de ella, vender armamento a los europeos.
Otra cosa es Zelenski. Él se niega categóricamente a cualquier modificación de las fronteras de Ucrania. Éste sería el turno de Trump: aplicarles a los nacionalistas su propia medicina: si no quieren, se les obliga. ¿Os negáis? Pues ni un cartucho más. Le facilitaría el trabajo el que Ucrania esté perdiendo la guerra (si Zelenski no se quiere dar cuenta, sus propios generales se lo dirán, tal vez de forma poco amable).
Evidentemente, habría que dorarles la píldora y hacerles la medicina menos amarga. Eso ya sería trabajo de los diplomáticos, y no me fío mucho de los rusos, un poco brutos por tradición soviética. Pero conjuntamente con los americanos, podrían hacer un buen trabajo.
Quiera Dios que alguien tenga la idea de intentarlo.