En 1867, el gobierno de Washington le compró al zar Alejandro II el territorio de la llamada América Rusa, lo que hoy se conoce como Alaska. Para los periodistas yanquis, adquirir medio millón de kilómetros cuadrados de nieve, osos y salmones era un derroche innecesario y, por eso, llamaron a la compra de Alaska la “Seward’s Folly”, la locura, el capricho, el antojo del secretario de Estado William H. Seward, dirigente del Partido Antimasónico y hombre de confianza de Abraham Lincoln y de su sucesor. La compra de Alaska permitió a los Estados Unidos hacerse con un territorio cuyas enormes riquezas naturales están todavía por explorar, pero que es pródigo en petróleo, gas natural, oro, zinc y demás minerales estratégicos. Y eso por no hablar de la ventana al Ártico que le da a Washington, la única legalmente disponible hasta que se hagan de una forma u otra con Groenlandia. Los rusos, por su parte, se embolsaron siete millones de dólares oro, que sirvieron para financiar las reformas del Zar Libertador y para evitar el peligro de un choque militar con los ingleses por la delimitación de sus fronteras con la Columbia Británica. También les fue útil para alejarse de las malas intenciones de Estados Unidos, una nación joven y muy agresiva. Recordemos que Krepost’ Ross (Fuerte Ruso), hoy conocido como Fort Ross, al norte de San Francisco, fue el puesto más avanzado de Rusia en la costa americana del Pacífico, que se abandonó en 1841. Los colonos zaristas en América eran pescadores, tramperos y comerciantes; su número aumentó después de la guerra civil de 1918-1920, cuando miles de exiliados blancos cruzaron el Pacífico desde China hacia Estados Unidos. El visitante del distrito de Richmond, en San Francisco, puede admirar la hermosa y muy rusa arquitectura de la iglesia de la Virgen como testimonio de la presencia de esta comunidad en el oeste yanqui. Aunque el monumento mas bello fue, sin duda, la inolvidable Natalie Wood, que tuvo el ruso como lengua nativa y la fe ortodoxa como religión de la que fue fiel devota.
Cuando el avión presidencial ruso aterrizó el quince de agosto en la base militar de Elmendorf-Richardson, tanto el Kremlin como la Casa Blanca iban a volver a pactar un buen negocio. Ucrania perdió su guerra de agresión contra las repúblicas del Donbás en el verano de 2023, cuando la ofensiva anunciada con tanto trompeteo en los medios de comunicación acabó en un sangriento fiasco ante la Línea Surovikin, que apenas sufrió daños. Desde entonces hasta el día de hoy, no nos dejan de bombardear con “brillantes” hazañas bélicas ucranianas que suelen saldarse con un altísimo número de cadáveres y ningún resultado práctico. La ofensiva de 2023 costó noventa mil bajas. La absurda aventura de Kursk, setenta y seis mil, además del valioso material derrochado en aquella catastrófica operación publicitaria. Hasta hace unos meses, los rusos avanzaban poco a poco y creaban un punto crítico, lo que los alemanes llamaban un Schwerpunkt, en todo el frente (Maryúpol, Artyómovsk-Bajmut, Adveevka). Hoy son varios los puntos que presionan al ejército ucraniano, ya muy corto de reservas y al que le acaban de volar sus centros de producción de misiles. Todavía escuchamos en las tertulias a gente que afirma que Rusia ha tenido un millón de bajas, es decir, más del doble de los soldados que ha enviado al frente del Donbás en los últimos tres años. Pero ya nadie se cree estos absurdos.Ucrania está acabada, rematada, kaput.
Con el aterrizaje de Trump en Alaska es todo Occidente el que, por fin, toca tierra. El humillante baño de realidad que se han ganado los dirigentes de la Unión mal llamada “Europea” es terrible: primero pactan con Trump un tratado de comercio catastrófico, al que se podría definir perfectamente como “desigual”, en esencia muy parecido a los que China firmó con Gran Bretaña y Francia en el siglo XIX. Ahora, son supinamente ignorados por Washington, que trata por su cuenta, sin hacer el menor caso de sus fámulos “uropeos”, con Putin. Para sorpresa de los eunucos y celestinas de Bruselas, a los que estas actitudes les resultan inimaginables, Putin no cede en nada y Trump lo comprende y respeta. Compárese con lo que le pasó a Zelenski y Macron en sus últimas estancias en la Casa Blanca. Al hablar con Putin, Trump está frente a un igual. Cuando se digna en recibir a los “socios” europeos, es un amo que humilla deliberadamente a sus siervos. Zelenski adivina que sus días están contados y que necesita buscar un refugio seguro, tanto para él como para su chaika de forajidos. Sabe perfectamente cómo acabaron los cabecillas chechenos. ¿Sigue sin darse cuenta el pueblo de Ucrania de que ha sido llevado al matadero para sostener una aventura condenada al fracaso desde, como muy tarde, el 2023? ¿Morir por Gayropa?
En la “locura” boreal de Trump hay más sensatez que en toda la diarrea legislativa de la casta parasitaria de Bruselas, convertida ahora en administración colonial de los Estados Unidos. Las guerras perdidas que las paguen los tontos de nuestros aliados. La vista de Trump, en este aspecto, es más larga que la de los cretinos y cretinas, asnos y asnas, y mequetrefes y mequetrefas de Bruselas. La estúpida política antirrusa de los últimos veinte años ha soldado una poderosa alianza entre China y Rusia, que domina el espacio eurasiático y se extiende por África (Francia ha sido barrida en los dos últimos años del Sahel) y el Índico. Indonesia, Sudáfrica, Brasil e Irán, potencias regionales en alza, tienen un objetivo común con Rusia y China, escapar del dogal del dólar, financiar su comercio exterior sin acudir a Washington. Trump, un realista, sabe que sin el dólar como divisa mundial su imperio se hunde y sabe también que no puede vencer a ese bloque, a no ser que le ocasione grietas que lo resquebrajen. Y, como cualquiera que haya visitado Rusia con cierta profundidad, sabe que en su espacio se almacena una cantidad ingente de recursos que compra Pekín casi en exclusividad y que garantizan el funcionamiento de la industria china, gracias a las demenciales y suicidas sanciones de ese cotolengo de oligofrénicos que conocemos como Comisión Europea. Trump es el único que no está loco en todo este aquelarre que llamamos el “Occidente colectivo”. Y, además, es el jefe.Y la muy razonable locura del presidente americano es hacer buenos negocios con Rusia, liquidar el régimen títere de Ucrania y, muy poco a poco, ir separando a Rusia de China. Las moscas se cazan con miel. Todo lo contrario de la avinagrada Úrsula y del acibarado Merz. Así nos va: América nos ha separado de Rusia para quedarse con los negocios que tan tontamente hemos abandonado allí. ¿No es hora ya de acabar con Bruselas, con esta casta de zotes liberalios, de chupatintas progres, de enchufados socialdemócratas, de analfabetos de género, de contables ineptos y de usureros metidos en política?
POST SCRIPTUM: Prepárense para ir comprando muy caro gas natural ruso del Nord Stream, pero distribuido por empresas americanas. Merci, Macron. Danke, Úrsula.