Nada más conocerse que Estados Unidos había bombardeado las instalaciones nucleares de Irán, extrañas manifestaciones se sucedieron en España.
Desde la prensa moderada (moderada en su acercamiento a la verdad), se titulaba que Trump había traicionado su pacifismo, atributo del que jamás nos habían informado.
Otros, que nunca habían estado a favor de Trump en nada, lo elogiaban justo cuando bombardeaba un país extranjero. El más notorio y descacharrante ejemplo mundial fue Bernard Henri Levy.
En la derecha de la ‘disidencia’ y del purismo se vivía una indignación moral sin precedentes, desde luego jamás mostrada cuando Rusia bombardea otro país. Desde estas posiciones de derecha o contrarias al sistema se percibía una indignación fronteriza con el entusiasmo: el ataque confirmaba lo que siempre (o al menos los días impares) habían sostenido: que Trump era otro psy op, otro fenomenal engaño, otro juguete de las élites, muy concretamente de las sionistas. Más de lo mismo. Trump traicionaba del todo a su movimiento, a su electorado, y comenzaba otro Irak.
Pero en realidad, el bombardeo fue corto, al parecer sin víctimas civiles, y seguido de un inmediato anuncio de alto el fuego y de paz, a través de unos mensajes de Trump casi performativos. Era una paz que al anunciarse se quería imponer, porque mientras se declaraba, unos y otros seguían apurando los últimos misiles.
Aquí hubo un momento de luminoso trumpismo. Cuando Trump, visiblemente enfadado con los dos, pero más con Netanyahu, dijo algo así como «¡pero qué coño hacen en Oriente Medio!». Personificaba el desconcierto y hastío occidental. Hace poco había dicho la frase menos orientemedio posible: «No me gustan los enemigos eternos».
Sobre una dialéctica de violencia y odios atávicos, sobre ese destructivo ping pong eternizado, recuperaba Trump, el hombre los grandes apretones de manos, su tono habitual carente de extremismo y énfasis ideológico. Su gran «pelillos a la mar». What the fuck!, parecía decirles. Ya no era el grave y amenazante Trump de horas antes, sino el Trump de siempre, flexible y humorístico.
Habían sido días desconcertantes; aun ahora se desconoce lo sucedido y, por supuesto, lo que sucederá. ¿Se tramó mucho antes el ataque a Irán? ¿Tuvo que hacerlo Trump para evitar otro mayor israelí? ¿Hubo un sabotaje ‘amigo’ de las negociaciones con Irán? ¿Se llevaron antes el uranio? ¿Se esparció por la zona? ¿Retrasará mucho, poco o nada la capacidad iraní para desarrollar armamento nuclear? ¿Le hicieron la cama a Trump o la hizo a él, y si la hizo él, con quién?
El ‘deal’ trumpiano subsiguiente deja a todos descontentos, señal de que quizás no sea tan malo. Israel ha sufrido graves pérdidas, un daño muy severo, su iron dome fue superado como una vieja mosquitera y la declaración de paz de Trump (nunca solemne, pero sí lo suficientemente firme) parece dificultar cualquier escaramuza próxima. ¿Acudió Trump al rescate de Israel o acometió una operación operística para zanjar las cosas? La respuesta iraní a Estados Unidos en Catar fue de Gila: «Aquí el enemigo. Es para decir que atacaremos a las once».
Irán ha sido golpeada estratégicamente por los precisos e incisivos ataques de Israel, que descabeza cinematográficamente, pero su líder resiste y los expertos han señalado la cohesión del régimen y su poderío balístico. El cielo de Tel Aviv mostraba una nueva debilidad.
Trump, con sus muchos vaivenes, también ha resultado ser más consistente de lo que parece. porque siempre habló de Irán, y siempre sostuvo la amenaza. Ha sido contrario al intervencionismo de las guerras eternas, pero no es un pacifista gandhiano, ni responde a la fantasía de la izquierda hipócrita. Además, Trump no ha desplegado tropas, ha rechazado el cambio de régimen y habiendo sido duro con Irán, no ha hablado de ellos como subhumanos, como una cultura por desarrollar a la que habría que democratizar. Ha elogiado la inteligencia iraní, su dureza y sus recursos. Al final, habló de Irán e Israel en parecidos términos, como alumnos díscolos que se tienen que comportar. Tras levantar sanciones económicas, Witkoff, emisario personal de Trump (para algunas cosas solo puede confiar en amigos) ha invitado a Irán a sumarse a la liga de naciones y al comercio con Estados Unidos.
No ha habido una retórica intervecionista, occidentalista, ni propia de los tiempos neocon. Por el momento (todo puede estar cambiando mientras se aporrea este teclado), Trump no ha desmentido su visión del mundo. Pero esto se negará casi de forma unánime, porque si algo une a los miles de analistas en todo el mundo es su incapacidad para reconocer que Trump pueda hacer algo con sentido.
La PAZ de Trump (con sus mayúsculas de jocundo troll) decepcionó a muchos: algunos neocones querían más, más mambo en Irán, y algunos partidarios de la no intervención, en realidad, veían incumplirse sus pronósticos catastrofistas.
Durante toda la crisis, Trump se ha manejado en un escenario complejo y ha acabado ocupando un lugar central dentro de su propio movimiento. La derecha estadounidense pareció dividirse. Los neoconservadores, que ni mucho menos se han ido, que tienen medios enteros como la Fox, celebraban la hostilidad con Irán; mientras que los aislacionistas, en el mundo alternativo de Internet, se escandalizaban. En todo hay extremos. En un lado, conservadores de lealtad casi más israelí que estadounidense; en el otro, siempre dispuestos a sabotear el trumpismo, etno-obsesionados de un alternativo America First que todo lo quieren explicar con el sionismo. Quizás estos últimos sean el producto de décadas de intervencionismo en Oriente Medio y de la libertad comunicativa en Internet, donde se monetiza la parresía (libertad de decirlo todo).
Pero es innegable el cambio generacional. Los más veteranos han crecido en un mundo hollywoodiense de intervención, con un Estados Unidos hegemónico. No hay nada que no arregle un misil. Nada que pueda resistirlo. En realidad, Trump habla aún ese lenguaje. Su pepinazo siempre tiene algo de última ratio, gran falo yanqui que enseñar al mundo.
Los más jóvenes, por otro lado, son contrarios a todas estas aventuras. Instalados en la decadencia, su mundo es la sospecha constante y el revisionismo maniático de todo marco heredado. Quieren nacionalizar la política exterior.
Y Trump se ha manejado entre estas dos corrientes. Boomers y no boomers. Las pilota o transita, navega de una a otra, con algo mucho más grande de fondo.
Porque Trump está entre quienes le animan a seguir el curso imperial, a seguir actuando como el imperio hegemónico unipolar, y quienes le piden la retirada, el abandono, la inmediata asunción de un empequeñecimiento, insensibles a las dificultades que enfrenta y a los muchos intereses en juego. Algunos realistas, en realidad, son muy poco realistas. El Presidente de Estados Unidos ni siquiera maneja del todo el poder ejecutivo de su país.
Los MAGA son nacionalistas antiimperialistas; los neoconservadores, halcones hegemónicos. Trump, a su manera, gestiona la decadencia imperial en busca paradójica de la grandilocuencia, de un renacer que sea, a la vez, un gran desacoplamiento.
No es poco lo que se le pide: asumir derrotas, debilidades e impotencias de un modo que parezcan victorias.
A medida que EE. UU. pierde o ve atenuarse la hegemonía global, ha de redefinir su relación con sus aliados. Lo está haciendo. Ya ha empezado. Sin abandonar del todo sus intereses, cosa impensable (¿cómo se va a ir de los sitios? ¿cómo se cambia el modo de pensar de estamentos enteros?), va reajustándolos. Acaba de suceder con la OTAN, donde los socios pagarán más; con la UE, tras el discurso de Vance; se tiene que sustanciar en Ucrania, gran problema candente, y puede que haya empezado a suceder en Israel, el mayor aliado de todos, con una relación de repente bajo nuevos focos.
Entre quienes consideran cansinamente que todo sucede por Israel y quienes recuerdan, como ha hecho Bannon, que se trata de un «protectorado» y que como tal debe comportarse, hay un punto, quizás no medio ni justo, pero sí realista, posible, optimista y negociable que indaga Trump.
© La Gaceta
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