25 de junio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

El tirano Lenin derribado. El tirano Lenin aún en pie

Psicopolítica de la amenaza rusa (y II)

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Para nuestras «élites» y nuestros medios de comunicación, es un hecho indiscutible: Rusia amenaza ahora a Europa. ¿Es una realidad, una fantasía o una estrategia destinada a promover un proyecto federalista europeo muy mal visto y ampliamente rechazado hasta ahora por las poblaciones del viejo continente? Gilles Carasso, antiguo director de los Institutos Franceses de Polonia y Georgia, nos sumerge en los entresijos psicopolíticos de esta nueva «amenaza rusa» agitada frenéticamente por la casi totalidad del espectro político.

 

Evitar una conflagración general

La ruptura del equilibrio de la Guerra Fría habría requerido y sigue requiriendo un nuevo Congreso de Viena, si se quiere evitar una sucesión de conflictos, o incluso una conflagración general. Y sólo se podrá alcanzar un nuevo equilibrio mediante algún tipo de acuerdo con Rusia, que implique no sólo garantías mutuas de seguridad, sino también acuerdos económicos para el desarrollo de Rusia y el acceso de Europa a los recursos del subsuelo ruso. Pero para ello habría que dejar de tratarla como un Estado rebelde y comprender por qué se presta tan fácilmente al papel del gran oso malo [1]. Es decir, hay que tener en cuenta no sólo su situación geopolítica, sino también psicopolítica, con los tres rasgos principales que determinan su relación con Europa: Rusia es un país inacabado con una identidad aún incierta; es un país ortodoxo; es un ex país comunista que no ha sido descomunizado.

Desde Pedro el Grande (1672-1725) hasta nuestros días, los gobiernos rusos o soviéticos han seguido una misma línea directriz: alcanzar a Occidente. Para Nikita Jrushchov, el gran objetivo de la URSS era «alcanzar y superar a Estados Unidos». En 2025, Rusia sigue por detrás de ellos y de Europa según todos los indicadores económicos y de desarrollo. Parafraseando una famosa broma, el objetivo de alcanzar a los demás está a la orden del día y seguirá estándolo.

Se suele admitir que el marasmo ruso tiene su origen, incluso antes de los setenta años de la glaciación comunista, en la brutalidad de las reformas llevadas a cabo por Pedro el Grande para europeizar Rusia y en la violenta y duradera represión del cisma de los viejos creyentes, que se oponían a la «catolicización» de la ortodoxia mediante las reformas del patriarca Nikon. Desde hace tres siglos, Rusia sufre una especie de cisma ideológico permanente entre «occidentalistas» y «eslavófilos». Para medir la gravedad de la irritación, hay que recordar que en los siglos XVIII y XIX, la aristocracia no hablaba la lengua del país, sino una lengua extranjera: el francés. Tatiana, la heroína de Eugenio Oneguin, el gran poema de Pushkin, pertenece a la pequeña nobleza provincial, pero le cuesta expresarse en ruso. El propio arte ruso es testimonio de un desarraigo interior. La alta cultura —San Petersburgo, construida por arquitectos italianos, la pintura de Serov, la música de Tchaikovski, la literatura de Tolstói— es totalmente europea. No fertiliza ni es fertilizada por una cultura popular que, tanto en su formato soviético como en las series de televisión contemporáneas, se contenta con reproducir estereotipos occidentales. El cine ruso sin duda desmiente esta afirmación, pero nunca ha creado un universo mitológico comparable al sueño americano fabricado en los estudios de Hollywood. Y cuando Mac Donald’s tuvo que abandonar el país a raíz de las sanciones, los nuevos dirigentes de la cadena, incapaces de encontrar un nombre que sonara tan ruso como Macdo suena yanqui, la rebautizaron sin más como «C’est bon, et point [à la ligne]» [Qué bueno, y ya] [2].

El hemisferio eslavófilo del cerebro ruso tiene dificultades para hacer visible y atractiva la síntesis eslavo-bizantino-tártara que pretende encarnar. Se define sobre todo por su oposición al Occidente decadente. El hemisferio occidentalista sufre un complejo de inferioridad, aunque éste puede fácilmente convertirse en arrogancia: querer alcanzar un modelo es reconocerse inferior a él. Existe una visión común entre las élites rusas y occidentales, para las que Rusia es esencialmente un país de mujiks atrasados. De hecho, la comparación entre las dos alas colaterales de Europa, la estadounidense y la rusa, que despegaron casi al mismo tiempo en el siglo XVIII, no es favorable a Rusia. Una geografía infinitamente menos favorable que la de Estados Unidos [3] y unos legados históricos muy diferentes —por un lado, el Renacimiento, la Reforma y el parlamentarismo; por otro, la invasión mongola, la ortodoxia y la autocracia— los han situado en trayectorias divergentes.

 

Democracia autoritaria frente a democracia liberal

La democracia autoritaria que prevalece en Rusia es consecuencia de la geografía y la historia de este país. Y si debe ser sustituida, ciertamente no será por una democracia liberal al estilo occidental. Los occidentales consideran que su sistema de democracia liberal, por muy enfermo que esté, es el mejor del mundo y el único legítimo. En todas partes, incluso en Rusia, encuentran élites urbanas, a menudo apoyadas por ellos mismos, que defienden este punto de vista. Pero no por ello es menos falso. Vladimir Putin no es ni más ni menos democrático hoy que hace veinte años, cuando era invitado a las reuniones del G8. Pero la construcción del enemigo ruso exige verlo como un tirano, y todo el mundo sabe que los tiranos necesitan aventuras militares para legitimarse.

Es en el ámbito religioso donde encontramos un arte específicamente ruso. La singularidad irreductible de Rusia es la ortodoxia. Y ésta no constituye realmente un factor de acercamiento a la Europa hija del catolicismo y el protestantismo. La ortodoxia es el camino recto del cristianismo primitivo, el de las iglesias orientales, antes de su traslado a Europa occidental. Los ortodoxos no reconocen ninguna universalidad ni superioridad al cristianismo occidental. Incluso tienen todas las razones para desconfiar de él. El catolicismo, es decir, Occidente, es para los ortodoxos el golpe de fuerza de los obispos de Roma que pretendieron elevarse a la dignidad pontificia, es decir, imperial. Se trata de una serie de agresiones contra su civilización, iniciadas en 1204 con el saqueo de Constantinopla. Occidente ha guardado pudorosamente en un rincón de su memoria esos tres días en los que los cruzados masacraron, violaron, saquearon y destruyeron la ciudad cristiana más grande y civilizada de la época. Las crónicas hablan de ríos de sangre en la ciudad. Al final de esta orgía de violencia, gran parte del testimonio de la civilización antigua y bizantina, manuscritos, obras de arte y monumentos, había desaparecido. Ocho siglos más tarde, en 2004, Juan Pablo II presentó las disculpas de la Iglesia católica por este acto de barbarie.

Los rusos han tenido otras ocasiones para convencerse de que el espíritu de las cruzadas es inherente a Occidente y que siempre serán su objetivo. Conservan el recuerdo de las cruzadas suecas del siglo XIII y, sobre todo, de la de los caballeros teutónicos, ordenada en 1242 por el papa Gregorio IX y repelida por Alejandro Nevski. Pero no se ha perdido la costumbre occidental de agredir a Rusia por una causa que Occidente pretende justa, ya que en 1812 el Gran Ejército de Napoleón y, en 1853, una coalición franco-británica entraron en territorio ruso. La cruzada puede definirse como el ataque a un país lejano, con el que el agresor no tiene relaciones particulares, en nombre de ideales superiores; es un rasgo permanente de Occidente, cuyo último avatar fue la invasión estadounidense de Irak. A los ojos de los rusos, la injerencia de Occidente en el conflicto ruso-ucraniano en nombre de sus valores se inscribe en esta continuidad. Para ellos, el agresor ontológico del que hay que desconfiar no es él, sino Occidente.

Dos acontecimientos dominaron el siglo XX ruso: la toma del poder por los comunistas y la Segunda Guerra Mundial. El comunismo ruso no tiene nada que envidiar al hitlerismo en cuanto a la magnitud de sus crímenes y sus atentados contra la dignidad humana. Esta verdad ha sido ocultada durante mucho tiempo, tanto en Rusia como en otros lugares, por la circunstancia decisiva de que la Alemania nazi perdió la guerra y la URSS la ganó. A raíz de ello, Alemania fue desnazificada, se reconoció culpable de los crímenes del nazismo, considera la Segunda Guerra Mundial como la peor catástrofe de su historia, asume su responsabilidad y, así, en pocos años, se pasó página.

Nada de eso ocurrió en la URSS, ni posteriormente en Rusia. El comunismo sobrevivió a la guerra mundial. Nikita Jrushchov, al reconocer discretamente los crímenes del estalinismo, los imputó a un solo hombre, cuidándose mucho de denunciar y describir un sistema de opresión que había contado con millones de colaboradores. Cuando Alemania conoció la vergüenza, la URSS conoció el orgullo de la victoria. Una victoria obtenida por el mariscal Stalin gracias al heroico sacrificio del pueblo soviético, pero también al formidable esfuerzo de industrialización del país antes de la guerra bajo la dirección, ciertamente un poco firme, del PCUS. Este último se relegitimó así, dispensándose de cualquier cuestionamiento. Cuando éste finalmente surgió en la década de 1980, la URSS se derrumbó en lo que Vladimir Putin denominó «la peor catástrofe geopolítica del siglo XX».

Esta fórmula, que provoca risas en Occidente, es perfectamente aceptada por muchos rusos que vivieron la catástrofe económica y social, la humillación nacional y personal de los años noventa. Rusia se recuperó a principios del siglo XXI. El sacrificio del pueblo ruso durante la Segunda Guerra Mundial y la victoria de 1945 se convirtieron entonces en el mito fundacional del orgullo nacional recuperado. Que la victoria se obtuvo a pesar de la ineficacia militar inicial del régimen, responsable de la derrota de 1941, es una verdad prohibida. No se trata de hacer una (auto)crítica del comunismo, ni siquiera del terror estalinista, porque eso haría mella en el mito y podría dividir a una sociedad que sabe que la mitad de sus abuelos envió a la otra mitad al Gulag. La gran avenida de la mayoría de las ciudades rusas sigue llamándose Lenin, y la estatua del calvo con el abrigo levantado por el impulso revolucionario sigue presidiendo la plaza principal, lo que convierte a Rusia en el único país de la antigua URSS que no ha borrado las huellas del comunismo del paisaje urbano. ¿Cómo no desconfiar de un país que se niega a afrontar los crímenes que han afectado a su pueblo y a los demás pueblos del imperio soviético, y de un Gobierno que se opone a que se recuerden? [4]

 

Salir de la lógica de la confrontación

No es el ajuste de cuentas entre Rusia y Ucrania, sino el entrelazamiento de estos tres hilos de malentendidos y desconfianza lo que constituye el enemigo ruso y lo que nos lleva a la guerra. Para invertir esta tendencia, primero habría que querer salir de la lógica de la confrontación, lo que no parece ser la preocupación de la mayoría de los dirigentes europeos. Da la sensación de que el neoconservadurismo estadounidense, hoy marginado por Donald Trump, ha encontrado refugio en Europa. Para esta escuela de pensamiento, Rusia quedó definitivamente sacudida por la desaparición de la URSS. Su declive demográfico, el potencial irredentismo de sus periferias musulmanas y la corrupción inexpugnable de sus élites, que se refleja en la eficacia de su ejército y su economía, son otras tantas bazas para aprovechar la ventaja y poner definitivamente de rodillas al incómodo mastodonte.

Un enfoque más realista, o al menos menos peligroso, sería aceptar a Rusia y buscar la vía de la cooperación con ella. Para ello, habría que cambiar nuestra mirada, dejar de ver en ella a un mujrích atrasado y considerarla, por el contrario, un país de pioneros, con las cualidades y los defectos que ello implica, reconocer y cultivar su proximidad con Europa y aceptar al mismo tiempo su alteridad. Entonces podríamos empezar a deshacer el nudo de desconfianzas e incomprensiones. Curar una neurosis es romper con la fatalidad de las repeticiones: las autolimitaciones y los fracasos en el caso de los individuos; con los prejuicios, los rencores y las paranoias nacionalistas en el caso de las naciones.

En primer lugar, habría que visitar a los muertos. Como ya no creemos en los fantasmas, no entendemos, incluso nos escandaliza, que los rusos vean nazis en Ucrania. Sin embargo, son ellos, los fantasmas de la Segunda Guerra Mundial, los que, desde Lviv hasta Tallin, reabren heridas que creíamos cicatrizadas. Y son los muertos de la Gran Guerra Patria a quienes Rusia invoca el 9 de mayo para afirmar su grandeza con tanto énfasis nacionalista. Veintisiete millones de rusos —uno de cada seis— pagaron con su vida la victoria del 9 de mayo de 1945. Derrotaron a la Wehrmacht (el 85 % de sus bajas se produjeron en el frente oriental) y aniquilaron la maquinaria bélica nazi. Al fingir ignorar la magnitud de este sacrificio, al aparentar celebrar el Día D y olvidar Stalingrado, ofendemos su memoria y la de sus descendientes.

Hay que ir a Moscú a rendirles homenaje el 9 de mayo. Esta muestra de respeto y gratitud, al margen de los avatares de la política contemporánea, conmovería los corazones rusos. Permitiría afirmar también que el culto a los muertos no puede ser hemipléjico, que la memoria de las víctimas del Gulag es tan indispensable como la de los héroes de la guerra. Con este «descongelamiento de la memoria», el fantasma de Stalin, última encarnación de la grandeza rusa, dejaría de ser útil. Y entonces sería posible acordar con los bálticos y los ucranianos que el odio al régimen de opresión bolchevique era legítimo y, al mismo tiempo, que llevó a los movimientos nacionalistas a asociarse con el nazismo y, con demasiada frecuencia, a sus crímenes. El «al mismo tiempo» es inútil en la vida política, pero en los cementerios significa la posibilidad del perdón y la reconciliación. Las orgullosas estatuas de Lenin o Bandera podrían enviarse a un museo.

Una vez zanjados sus asuntos con los muertos, los vivos podrían finalmente reunir el nuevo congreso de Viena que determinará los compromisos y la cooperación de una arquitectura de seguridad para Europa y Rusia, con el fin de garantizarles un siglo prácticamente sin guerras, como lo hizo el de 1815.

Todo esto es, por supuesto, un sueño. Ya se ha derramado demasiada sangre en Ucrania, y Europa parece decidida a continuar esta guerra hasta el último ucraniano. Las potencias que observan la masacre desde un poco más lejos no tienen ningún interés en la reconciliación entre Europa y Rusia. La maniobra emprendida por Donald Trump para intentar romper la alianza ruso-china no implica en absoluto un acercamiento entre Rusia y Europa, algo que no tiene en absoluto en cuenta su proyecto de acuerdo con Ucrania sobre las materias primas.

Sin embargo, hay que seguir soñando. Para rechazar la guerra hacia la que nos arrastran los «sonámbulos» de hoy, pero también porque es la mayor estupidez prohibir a Europa que se invente un futuro común con su vecino oriental, que resulta ser un gigante incómodo, pero dotado de una reserva colosal de energía, y no sólo en su subsuelo. Vladislav Surkov, el «mago del Kremlin», anuncia el surgimiento de un «Norte global»[5]. En cuanto a Oswald Spengler, en su Declive de Occidente, veía surgir, tras el fin del ciclo occidental en el siglo XXI, un milenio ruso. No hacen falta profecías tan grandiosas para elegir el camino del entendimiento con Rusia como el de la paz y la prosperidad compartida.

 

[1] Mikhail Saakashvili, expresidente de Georgia, recordaba: «Durante mi presidencia, aprendí dos cosas: no hay comida gratis y no hay una Rusia amable».

[2] Véase Modeste Schwartz: Vkousno i totchka – Géopolitique du Hamburger. https://modesteschwartz.substack.com/p/vkousno-i-totchka-ou-mcdonalds-geopolitique?r=10v1d0

[3] Véase Peter Zeihan, op. cit.

[4] La asociación Memorial fue prohibida en 2021.

[5] Véase Modeste Schwartz: ¿Hacia un reencuentro entre Occidente y Rusia?

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