10 de noviembre de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Los tres mosqueteros del asco

Pero qué asquito dais todos…

Todos. No, tú no. Hablo de la clase política del sistema, que incluye no sólo a los profesionales de la política, sino también a los «periodistas» que sirven de coro en esta comedia grotesca. Todo lo que el poder —y la oposición— han montado en torno a la riada de Valencia, un año ya, constituye uno de los mayores espectáculos de irracionalidad general que han visto estas viejas tierras. No hace falta ser ingeniero para entender que las riadas, si no se detienen con presas, se desbordan; que las avenidas súbitas de agua, si no se encauzan, lo anegan todo; que las aguas, si no se limpian los cauces, terminarán arrastrando muros imparables de lodo y cañas y cuanto encuentren a su paso. Da igual. Las obras necesarias para evitar todo eso no se hicieron antes y, lo que aún es más sangrante, tampoco se han hecho después. Dicen que por «salvar el planeta». En vez de eso, nos han montado una fábula donde las aguas no se desmandan por falta de cauces, sino por el «cambio climático», y las masas, en respuesta, han de linchar al gerifalte local, en el fondo un pobre diablo, que no fue capaz de detener con las manos la fuerza de la riada. El gerifalte, para seguir el relato, se exhibe ante el pueblo como chivo expiatorio, y la muchedumbre escupe sobre su cabeza a modo de compensación cósmica. Estamos en pleno pensamiento mágico.

La vieja tecnocracia, la de verdad, la de la Europa de los años 50-70, podía llegar a ser espantosamente aburrida, pero al menos tenía la ventaja de la racionalidad: al final, un Estado se justificaba por sus realizaciones, por sus obras, por sus respuestas concretas a problemas materiales, y esto era el «Estado de Razón» de Fernández de la Mora. Ahora, no: ahora estamos en un estado que ya no es tampoco el viejo «Estado ideal» de los grandes profetas modernos, sino su caricatura, una especie de «Estado emocional» que parece incapaz de responder a los desafíos prácticos con otra cosa que no sea la ira, el llanto, el miedo, la cólera de masas o la risa siniestra de un payaso enloquecido. Lo vimos gráficamente en Valencia: en un lado, el cauce nuevo del Turia, expresión acabada de un Estado de Obras; pasado el cauce, el caos y la devastación desatados por un orden nuevo que ha sustituido la política de la realidad por la política de la emoción. Nunca ha hablado tanto la gente de técnica, ciencia, I+D+I y todas esas cosas, pero esas palabras, en boca de los políticos, suenan a misteriosos conjuros. ¿No habéis visto a Pedro Sánchez decir «ciencia»? Pone el mismo gesto que un indio algonquino cuando dice «Manitú». Para ellos la ciencia es pura emocionalidad. Viven en una irracionalidad plena (y al fondo del cuadro aparece Bolaños, el pelo alborotado y los ojos desorbitados, arrancando hechizos de los huesos de los muertos en la guerra civil). Es todo un puñetero delirio.

Por el camino, más de 230 muertos. También estos ocupan su lugar en la tragedia: son como los cien bueyes ofrecidos a los dioses (que de ahí viene la palabra «hecatombe») por los oficiantes, rigurosamente enlutados, contrito el gesto, ajenos a su propia responsabilidad, a los bomberos que no se movieron, al ejército que tardó tres días en aparecer, a los socorros que no llegaron hasta que ya todo estaba consumado. De todos los guiones escritos por la ubérrima factoría de ficción de La Moncloa, este es el más salvaje, el más brutal, el más sanguinario, a la altura de un tirano cruel y despiadado como el que nos gobierna. Sus víctimas, las que de verdad le importa contabilizar, no son los ciudadanos muertos, sino los políticos de la oposición decapitados, cuyos huesos se ofrecerán a las aves carroñeras para que su espíritu no conozca nunca la paz. Lo más asombroso es que los vencidos elevan las manos al cielo y ofrecen el cuello en señal de sumisión, como si hubieran asumido que su papel en esta historia es precisamente ser sacrificados para conjurar a las aguas. En un camino de primitivización sin freno, no tardaremos en ver —lo estamos viendo ya— hordas violentas que el poder aplaude porque, al cabo, nada complace tanto al tirano como la proliferación del caos, donde él encuentra recursos sin límite para extender su poder.

Hubo un tiempo en el que España, después de todo, era un país relativamente racional y los políticos pensaban que la propaganda sólo era una parte de su trabajo. Ahora estamos en manos de unos desalmados convencidos de que nos pueden manejar a su antojo. Hay que demostrarles que no.

© La Gaceta

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