22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

Hughes: «Es necesario tomar partido político, estético, periodístico y cultural»

 ¿Qué rasgo de nuestra época es el que más te fascina de todos los que la caracterizan?

Lo que me parece a mí es que la época actual presenta muchas veces la contrariedad de unir la fascinación de lo modernísimo (estamos en una revolución tecnológica que yo no sé ya cuál es, la 4.ª o la 5.ª) y —a la vez—el habernos dado cuenta (cada vez más personas) de que necesitamos también mirar un poco atrás.

 

¿A qué crees que obedece esa fascinación por la tradición o por la antimodernidad?

Creo que obedece a  haber percibido la necesidad de un suelo, de unas instituciones, de un sentir cómo la técnica desbocada y todo aquello que genera el progreso técnico y el progreso económico desfigura nuestra sociedad y nuestra propia vida. Nos hace a veces tener la sensación de una pérdida de sentido.

Lo que era una postura sumamente intelectual —la del intelectual que dialoga críticamente con su época—, creo que ahora se ha extendido hasta convertirse casi en un fenómeno pop y cultural entre los jóvenes, que se expresa a través de memes.

 

¿Es solamente rebeldía u obedece a algo más profundo? ¿Realmente estamos viviendo un cambio de época o es una manifestación más de la rebeldía de los jóvenes?

No, yo creo que hay un elemento rebelde. En España o Estados Unidos está esto de «la ley del péndulo». Cuando todos los mensajes son institucionalmente antifranquistas, por ejemplo, puede ser que un chaval con 15 años que quiera tocar un poco las narices, de repente se descuelgue hablando de Franco.

Eso es una rebeldía, pero creo que hay también una cierta sensación de pérdida de pie, de vacío. Creo que estamos viviendo, en una misma generación, cambios enormes y me parece que es normal que la gente se pregunte hacia dónde vamos, qué tendríamos que recuperar o conservar.

 

En España vemos una acumulación cada vez mayor de poder por parte de las instituciones que ensanchan la división entre élites y pueblo. ¿Se puede avanzar o se va a quedar simplemente en una pose, en una contestación que no superará el meme?

Creo que es muy fácil que esto se quede. Hay muchas situaciones y se puede graduar mucho la posición de cada uno, pero es fácil quedarte en la complacencia estética, en el sentido casi dandy de apartarse un poco de lo corriente, pero creo que en general es necesario tomar partido político, estético, periodístico y cultural.

Considero que hay situaciones en que probablemente las personas deban priorizar algunas cosas. Me parece que lo fundamental es ese alejamiento del poder y a la vez esa concentración del poder (un poder cada vez más dotado de herramientas tecnológicas).

Nosotros lo estamos viviendo ahora: hay un poder, y está en Bruselas. ¿Cómo llegas a Bruselas? ¿Quién está en Bruselas? Está lejísimos. ¿A quién elegimos para Bruselas? El poder se ha alejado, se ha concentrado, se ha ampliado y se ha tecnificado mucho más. Eso es lo urgente.

 

La Iglesia podría ejercer cierto contrapoder contra los Estados. Sin embargo, , incluso desde el propio Vaticano, lo que se aprecia ahora es animadversión contra la tradición. ¿Qué pasa exactamente con la tradición que hasta el mismo papa la desprecia o no la ve precisamente con buenos ojos?

En temas de la Iglesia no soy precisamente un experto, pero la justificación siempre creo que va por garantizar una unidad dentro de la Iglesia.

Lo que parece desde afuera —porque no formo parte de la Iglesia de manera activa ni conozco sus entresijos— es esto que dice don Dalmacio Negro de cómo la Iglesia ha renunciado a su posición de contrapoder frente al poder terrenal. Se ha puesto en la corriente de los tiempos, y es una especie de voz de Pepito Grillo entre los Estados, casi como una gigantesca ONG.

Evidentemente hay cuestiones espirituales en las que no voy a entrar, pero da esa sensación de que no hay una posición de contrapoder de la Iglesia, que es quien debería hacerlo en mayor grado y quien puede hacerlo. Entonces, sí ya hay un problema para que la Iglesia realice esa labor, y a partir de ahí yo no sé muy bien quién puede tomar un relevo, la verdad.

 

En tu libro partías diciendo que las ideas feministas de ideología de género ya están instaladas en el imaginario común de la gente. ¿Cómo se puede construir a partir de esto?

Recuerdo haber escrito algo a raíz de un libro de Finkielkraut, el cual interpretaba a veces el feminismo como una reacción de mera debilidad ante la situación actual. Es decir, que nos afectaba igual a hombres y a mujeres. Eso acaba desembocando en una necesidad de libertad sobre los estereotipos, sobre las propias ideas de género.

Al final, la ideología de género acaba siendo una cárcel para la mujer, una cárcel referencial, una cárcel política. En el delirio de todo esto, hemos llegado ahora, con las cuestiones trans, queer y demás, a una indefinición de la mujer y a una apropiación de la mujer por el propio hombre.

Entonces, yo lo que pensaba, de un modo mucho más superficial, era que hay un feminismo que es muy divertido como crítica de la sociedad y supongo que necesario; y hay una realidad también, cuando en una oficina, un periódico o un banco no había mujeres y de repente la mitad de la plantilla o más de la mitad son mujeres, necesariamente va a haber cambios de sensibilidad, de mirada… De todas formas, esos cambios tampoco tienen que ser un vuelco antropológico, ¿no? Pero sí, desde luego creo que hay que aceptar el feminismo como un punto de vista ya hegemónico, y eso es así, pero claro, dentro del feminismo, hay que intentar matizar.

Ahora bien, ¿cómo quedarse ahí? Porque luego llega la realidad de la izquierda actual: es decir, que la igualdad no ha de ser una igualdad formal, sino efectiva. Y eso ya abre el campo a infinitas operaciones políticas.

 

¿Qué les pasa a los «liberalios» y por qué le tienen tal terror a, como decía Luis Garicano, el populismo «barriobajero»?

Pues creo que precisamente por eso, porque el barriobajero les parece inadecuado. Leía parte de un artículo de un periodista que se obstinaba en considerar a Pedro Sánchez un populista. Todo lo que no les gusta lo meten y lo llaman populismo de izquierdas, o de derechas… Pedro Sánchez es populista, pero, ¿por qué no se paran a considerar que Sánchez es un gobernante de lo socio-liberal imperante en línea absoluta con Macron, por ejemplo, y con las instituciones de Bruselas? Eso sería más incómodo, probablemente, pues exigiría una cierta autocrítica y una crítica a un estado de cosas.

Prefieren utilizar la expresión «populismo», que es parecida en lo operativo y lo instrumental e igual de inútil que decir «facha». Es una especie de referencia, como si te pusieran el muñequito de inocente en la espalda y nos dijeran «Anda, circula que estás inhabilitado para el debate público»; pero lo que les molesta sobre todo es que sea barriobajero; yo creo ahí realmente se delataba el señor Garicano.

 

Se pueden distinguir los liberalios de la «derechita cobarde», o de una supuesta izquierda culta (lectora de El País, creyente en un PSOE bueno). ¿Son lo mismo o tiene cada uno su propia identidad?

Creo que como categorías así jocosas, para entendernos, pueden estar cerca. Lo de «liberalio» fue una manera de soportar el alud de propaganda que vivíamos sobre todo en los últimos años.

Por un lado, liberal se decía últimamente en España al que era de derechas y no quería serlo. Es decir, que era de derechas y no quería asumir íntegramente los costes de serlo ni las obligaciones asociadas. Entonces decía «Yo soy liberal», aunque fuera un liberal estatista. Era una manera fácil de salir del paso, de escabullirse. «Soy de derechas, pero moderno». Era un liberalismo que pretendía asociarse a todo lo bueno de esa palabra tan inmensa y situarse en una posición de virtud absoluta.

Creo que el abuso de ese tipo de etiquetas me llevó a mí a hablar de liberalios, porque liberalio recogía también (como las fiestas liberalias de la antigüedad) el elemento hedonista de lo liberal: lo liberal Bacanal, que es también lo que está asociado a vivir bien e incluso si podemos vivir mejor…, el buen comer, el mejor beber y a veces el llevárselo crudo.

 

¿Crees que la crisis del Covid y los estados de alarma en España han marcado un antes y un después?

Carezco francamente  de la capacidad de vislumbrar o de calibrar, mejor dicho, la importancia que va a tener esto, pero hay cosas que no se nos escapan a ninguno. Por un lado, creo que en esto impactó enormemente la cuestión de los sesgos. Por ejemplo, a mí me llamó mucho la atención al principio cómo se penalizó de algún modo la prudencia y cómo nosotros teníamos una forma de protección que era recelar de lo que viene de fuera.

Este recelo, que no estaba nada bien visto, en un momento dado los podía haber protegido de cuando hubo que cerrar fronteras de manera inmediata, pero parecía que era lo último que se podía hacer. Luego, creo que nos ha puesto sobre la mesa la importancia de la biopolítica, de hasta qué punto los Estados actualmente se preocupan de la salud pública, pero cómo también esto puede fallar en cualquier momento y cómo sirve de excusa para realizar todo tipo de operaciones de control del ciudadano. Hemos visto claramente cómo el Estado de bienestar fallaba y cómo el sistema de salud se podía venir abajo en cualquier momento.

Se nos ha puesto claramente de manifiesto el gran carajal autonómico y finalmente, la abusiva discrecionalidad del poder que en España se manifestó con los estados de alarma o de excepción, que eran una excepción sin las garantías debidas, que no se tomaban. Se cerró el Parlamento, el Constitucional… Yo creo que todas estas cosas desarrollaron mucho la sensación del miedo, y cómo ese miedo, que era real, a veces dejó de serlo. Fue un miedo inducido, alimentado, prolongado. Creo que son demasiadas sensaciones en un par de años; tardaremos en olvidarlas y nos ayudarán mucho a ver la realidad de otra forma.

© Revista Centinela

 

 

 

 

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