30 de julio de 2025

Director: Javier Ruiz Portella

Esos días de aguijón

Para desengrasar nuestras mentes, para desentumecerlas de tanta política como nos invade (e indispensable es que nos invada, que ensuciemos nuestras manos en el barro de la Ciudad), ahí va un artículo totalmente disinto de los habituales. Distinto por su forma y por su aliento, por más que no dej de hablar de lo mismo de lo que aquí hablamos sin parar. Se trata, en efecto, de un artículo —¡póngase de pie y quítense, por favor, el sombrero!— de literatura, de un artículo impregnado de esta palabra poética de la que Heidegger decía que es palabra primera, palabra fundadora. Palabra a partir de la cual pueden aparecer y cobrar sentido las demás. Palabra poética de Diego Chiaramoni, este gran poeta y escritor argentino que nos honra con sus colaboraciones y con la que les dejamos.

 

Miro mis manos como dos diplomas del tiempo. En ellas se duerme un libro que el óxido de los días fue tiñendo color sepia, un libro con aroma avainillado, que parece ser el perfume de las viejas verdades. De esto y aquello es una recopilación de escritos dispersos de don Miguel de Unamuno. En él, esplende un breve artículo titulado “Del dolor, de la soledad y de la lógica entre otras cosas”. El viejo Unamuno, a quien imagino siempre en la tarde salmantina, caminando sus calles de sombra con sus anteojos de búho, buceador de las profundidades humanas, parece escribir siempre el mismo libro, quizás porque lo corroe una única pregunta: “Y de mí, ¿qué?”. En el citado artículo escribe Unamuno:

El hombre está solo, irremediable y herméticamente solo en medio del mundo. Hay días en que el hombre comprende lo absoluto de su hermética soledad. Son días de filosofía, esto es, de veneno, cuando la poesía, la miel, se nos va o se nos agria. Son días de defensa, de erizar el aguijón venenoso protectivo 1

Es verdad, hay días en que la clarividencia de nuestra propia soledad se nos muestra límpida y helada, como una mañana de invierno. No sé si son días de filosofía o más bien de filosofar que es la cualidad operante de los espíritus inquietos. La filosofía es un elenco de teorías y de conceptos; el filosofar en cambio, cuando no deviene en vicio burgués, lujo de panzas llenas para tiempos de paz, es soledad quemante, pulso vivo, aunque pocas veces consuelo. Ya lo decía Kierkegaard, hermano mayor de don Miguel: la filosofía es el ama seca de la vida, guía nuestros pasos, pero no nos amamanta.

Es verdad, hay días en los que la miel se nos vuelve agria, por eso son días de veneno, días en que sentimos erizarse dentro nuestro el aguijón de la amargura. En días como ésos, se hace preciso sostener con buen músculo el timón de la prudencia para no herir, para no pecar de desesperados, para no descreer del amor de Dios, piedra angular de toda esperanza.

¿Quién puede juzgar la fría soledad del hermano, sus repetidas ausencias, la vida que se le ha roto en alguna parte? Hay almas que pican defensivamente, son como abejas melíferas en los jardines de la existencia. Pican y al dejar su aguijón se produce un desgarro interior que culmina en la muerte, o en pequeñas muertes. Son días “cardíacos”, no días “lógicos”, en todo caso, siguiendo a Pascal, jornadas en las que prima una logique du cœur [una lógica del corazón]. El viejo Unamuno también lo puso en palabras:

Frente a todas las negaciones de la “lógica” que rige las relaciones aparenciales de las cosas, se alza la afirmación de la “cardíaca’” que rige los toques sustanciales de ellas.

Y remata don Miguel: “La verdad es lo que hace vivir, no lo que hace pensar”.2

Se eriza nuestro aguijón ante la soberbia y el malalechismo humano, ante la muerte que irrumpe y no deja dirección alguna a donde escribir, ante el amor postergado, indiferente o imposible. Nos cuesta entender que hay almas que nos llaman a bucear y otras que su secreto es cruzarlas como lo que son: sencillos charquitos. Se eriza nuestro aguijón cuando por un mendrugo de poder se descoyunta el mapa carnal de nuestra patria y uno comprende que lo que llaman esperanza política es una serenata ante la novia ausente, ante una ventana con cadena, candado y herrumbre. Se eriza nuestro aguijón cuando tenemos la vida plagadas de “noes” y nos dicen que la conciencia del límite es la cualidad del hombre sabio.

Alguno dirá: “este habla así porque del color de su experiencia personal le ha teñido el mundo”. Claro, también lo dijo Unamuno: hablo de mí porque es el hombre más cercano que tengo.

Albert Camus, auténtico rebelde en un mundo de revolucionarios de cotillón, dejó escrita numerosas páginas transidas de dolor y desesperanza. Quizás, la página más terrible es la escena final de su obra El malentendido. María, en su hora desesperada, clama por una respuesta, por un par de ojos que la miren con amor, que se hagan eco de su voz:

—¡Dios mío, no puedo vivir en este desierto! Te hablaré, sabré encontrar las palabras. Porque a ti me encomiendo. ¡Ten piedad de mí, vuelve a mí tus ojos! ¡Escúchame, señor, dame tu mano! ¡Ten piedad de los que se aman y están separados!

De repente, en medio del silencio, una puerta se abre en la habitación y entra un viejo con mirada adusta:

—¿Me llamó usted?

Y la mujer, volviéndose hacia él le dice:

—¡Oh, no sé! Pero ayúdeme, porque necesito que me ayuden. ¡Apiádese, ayúdeme!

La respuesta del viejo corta la escena con un bisturí de hielo, tras el cual caerá el telón:

—¡No!

Ese “¡No!” es el que retumba en la noche oscura del alma, es el monosílabo del dolor y de la ubicuidad, el eco eterno de los hombres solos, la piedra de toque de nuestra resignación. “¡No!” y erizamos el aguijón para morir mil veces, sin remedio.

 

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