Cuando el 12 de septiembre 1919 D´Annunzio llegó a Fiume, el sueño platónico del príncipe-poeta cobraba vida con dos milenios de retraso. Un vendaval de liberación dionisíaca se desencadenó sobre la ciudad adriática, un desmadre nietzscheano en el que se daban la mano la política y el misticismo, la utopía y la violencia, la revolución y Dadá. Un momento mágico, una bacanal de soñadores, una sinfonía suprahumanista y heroica.
La ruta hacia el Rubicón
A comienzos de 1919 Mussolini era solo un líder político en ciernes, mientras que D’Annunzio era el hombre más célebre de Italia. Finalizada la guerra con una “victoria mutilada” —los aliados ignoraron las promesas territoriales hechas a Italia—, el país se sumió en una espiral de caos político y social. Y entonces muchos de los que esperaban que un “hombre fuerte” tomara las riendas empezaron a mirar a D’Annunzio. Por su parte el poeta-soldado descubría lo difícil que le resultaba vivir sin la guerra, y al igual que muchos otros italianos rumiaba su amargura por la traición de los aliados.
“Vuestra victoria no será mutilada” —escribió D’Annunzio en octubre 1918. Un eslogan que hizo fortuna (como tantos otros que acuñó) y que era música en los oídos de todos los que esperaban una nueva llamada a las armas. Italia rebosaba de hombres acostumbrados a la violencia y que, en vez de recibir una bienvenida de héroes, eran tratados como huéspedes indeseables cuando no como bestias salvajes, abocados al desempleo y a los insultos de los agitadores de una revolución bolchevique en ciernes. Entre esos hombres destacaban los arditi, los soldados de élite, fieramente indisciplinados, acostumbrados a la lucha cuerpo a cuerpo y con dagas y granadas, ataviados con uniformes negros y con matas de pelo a veces tan largas como crines de caballo —los dandis de la guerra.1] Su bandera era negra y su himno:Giovinezza [Juventud]. Todos miraban a D’Annunzio como a un símbolo, y algunos de ellos empezaron a llamarse “dannunzianos”. Un héroe de guerra y un ejército de vuelta a casa: una conjunción fatídica para cualquier gobierno civil. Las autoridades comenzaron a temer a D’Annunzio. El Rubicón nunca había sido verdaderamente olvidado en Italia.
El poeta-soldado comenzó a multiplicar sus apariciones públicas, a escarnecer al gobierno que había aceptado la humillación de Versalles, a incitar a los italianos a rechazar a sus autoridades. En muy poco tiempo se vio en el centro de todas las conspiraciones, y todos los grupos de oposición comenzaron a utilizar su nombre. Con los fascistas mantuvo las distancias. D’Annunzio los consideraba como “vulgares imitadores, potencialmente útiles, pero lamentablemente brutales y primarios en su forma de pensar”. Y entre todos los que volvían su mirada a D’Annunzio destacaban las comunidades italianas en la costa del Adriático que esperaban ser “redimidas” mediante su incorporación a la madre patria. D’Annunzio, por su parte, les prometió que estaría con ellos “hasta el fin”.
La ciudad de Fiume, puerto principal del Adriático, contaba con una mayoría de población italiana que en octubre 1918 reclamó su incorporación a Italia. Pero los aliados reunidos en Versalles situaron la ciudad bajo una administración internacional. La ciudad se convirtió entonces en un símbolo para todos los nacionalistas italianos, y grupos de ex arditi, al grito de “Fiume o muerte”, comenzaron a formar la “Legión de Fiume” dispuestos a “liberar” la ciudad. Y en medio de una espiral de violencia los italianos de Fiume ofrecieron a D’Annunzio el liderazgo de la ciudad.
El poeta-soldado había encontrado su Rubicón. Y su nueva encarnación: la de condottiero.
Fiume era una fiesta
«El contagio de la grandeza es el mayor peligro para cualquiera que viva en Fiume, una locura contagiosa, que ha impregnado a todo el mundo.»
(El obispo de Fiume, en una entrevista)
Cuando el 12 de septiembre 1919 D’Annunzio llegó a Fiume en un Fiat 501, seguramente no sabía que daba inicio a uno de los experimentos más extravagantes de la historia política de Occidente: el sueño platónico del príncipe-poeta cobraba vida con dos milenios de retraso. Un vendaval de liberación dionisíaca se desencadenó sobre la ciudad adriática, un desmadre nietzscheano en el que se daban la mano la política y el misticismo, la utopía y la violencia, la revolución y Dadá.La era de la política-espectáculo había empezado, y D’Annunzio levantaba el telón.
La época de Fiume ha sido descrita como un microcosmos del mundo político moderno: todo se prefiguró allí, todo se experimentó allí, todos somos en gran parte los herederos. Un momento mágico, una bacanal de soñadores, una sinfonía suprahumanista y heroica en la que una sociedad hambrienta de maravillas —galvanizada por la guerra, hastiada de la insipidez de un siglo de positivismo— se encontraba con un líder a su altura y secundaba, a ritmo de desfiles multicolores y multitudes enfervorizadas, sus quimeras de César visionario.
La trayectoria política de la ciudad durante esos dieciséis meses fue, como no podía ser menos, errática. El primer programa —la anexión a Italia— era simple y realista, pero naufragó en un piélago de indecisiones y gazmoñerías diplomáticas. El segundo programa era de carácter subversivo: provocar la chispa que desencadenase una revolución en Italia. Pero había un tercer programa, incontrolable y radical: Fiume como primer paso, no hacia una Gran Italia, sino hacia un nuevo orden mundial.
Un programa que ganaba fuerza a medida que se disipaba —por la presión de los aliados y por la indecisión del gobierno italiano— la perspectiva de la incorporación a Italia. Impulsada por los revolucionarios sindicalistas que rodeaban a D’Annunzio, la “Constitución de Fiume” (la Carta del Carnaro) es el aspecto más interesante del legado de Fiume, por cuanto supone de contribución original a la teoría política. La Carta del Carnaro contenía elementos pioneros: la limitación del (hasta entonces sacrosanto) derecho a la propiedad privada, la completa igualdad de las mujeres, el laicismo en la escuela, la libertad absoluta de cultos, un sistema completo de seguridad social, medidas de democracia directa, un mecanismo de renovación continua del liderazgo y un sistema de corporaciones o representación por secciones de la comunidad: una idea que haría fortuna. Según su biógrafo Michael A. Leeden, el gobierno de D’Annunzio —compuesto por elementos muy heterogéneos— fue uno de los primeros en practicar una suerte de “política de consenso” según la idea de que los diversos intereses en conflicto podían ser “sublimados” dentro de un movimiento de nuevo cuño. Lo esencial era que el nuevo orden estuviera basado en las cualidades personales de heroísmo y de genio, más que en los criterios tradicionales de riqueza, herencia y poder. El objetivo final —básicamente suprahumanista— no era otro sino la aleación de un nuevo tipo de hombre.
La Carta del Carnaro contenía toques surrealistas como designar a “la Música” como principio fundamental del Estado. Pero lo más original —lo más específicamente dannunziano— era la inclusión de “un elaborado sistema de celebraciones de masas y rituales, designados para garantizar un alto nivel de conciencia política y de entusiasmo entre los ciudadanos”. En Fiume D’Annunzio —ahora denominado “el Comandante”— comenzó a experimentar con un nuevo medio, creando “obras de arte en las que los materiales eran columnas de hombres, lluvias de flores, fuegos artificiales, música electrizante —un género que posteriormente sería desarrollado y reelaborado durante dos décadas en Roma, Moscú y Berlín”. El comandante inauguró una nueva forma de liderazgo basada en la comunicación directa entre el líder y las masas, una especie de plebiscito cotidiano en el que las multitudes, congregadas ante su balcón, respondían a sus preguntas y secundaban sus invectivas. Todo el ritual del fascismo estaba ya allí: los uniformes, los estandartes, el culto a los mártires, los desfiles de antorchas, las camisas negras, la glorificación de la virilidad y de la juventud, la comunión entre el líder y el pueblo, el saludo brazo en alto, el grito de guerra: ¡Eia, Eia, Alalá! Señala Hughes-Hallett que D’Annunzio nunca fue fascista pero que el fascismo fue inequívocamente dannunziano. Alguien escribió que, bajo el fascismo, D’Annunzio fue la víctima del mayor plagio de la historia.
Otro elemento pionero fue la creación de una Liga de Naciones antiimperialistas: la “Liga de Fiume”, proyecto de alianza de todas las naciones oprimidas que desarrollaba el concepto de revolución mundial y de “nación proletaria” teorizado por Michels, y que aspiraba a reunir desde el Sinn Fein irlandés hasta los nacionalistas árabes e indios. Alguien ha querido ver al Comandante como a un profeta del Tercermundismo, si bien sería más correcto ver aquí “la primera aparición de la temática de los derechos de los pueblos”. Las potencias aliadas comenzaron a alarmarse. La empresa de Fiume perdía su carácter nacionalista y acentuaba su contenido revolucionario…
¡Haced el amor y la guerra!
«¡Giovinezza, Giovinezza,Primavera di Bellezza!»
Canción de los arditi
Un Estado regido por un poeta y con la creatividad convertida en obligación cívica: no era extraño que la vida cultural adquiriese un sesgo anticonvencional. La Constitución estaba bajo la advocación de la “Décima Musa”, la Musa —según D’Annunzio— “de las comunidades emergentes y de los pueblos en génesis (…), la Musa de la Energía”, que en el nuevo siglo debería conducir a la imaginación al poder. Hacer de la vida una obra de arte. En el Fiume de 1919 la vida pública se convirtió en una performance de veinticuatro horas en la que “la política se hacía poesía y la poesía sensualidad, y en la que una reunión política podía terminar en un baile y el baile en una orgía. Ser joven y ser apasionado era una obligación”. Entre la población local y los recién llegados se propagó una atmósfera de libertad sexual y de amor libre, inusual para la época. Comenzaba la revolución sexual. Así lo quería el nuevo “Príncipe de Juventud”, tuerto y de cincuenta y seis años
No es de extrañar que la ciudad se convirtiera en un polo magnético para toda la cofradía de idealistas, rebeldes y románticos que pululaba por el mundo. Un País de la Cucaña en el que se codeaban protofascistas y revolucionarios internacionalistas sin que a nadie se le ocurriera algo tan vulgar como “entrar en diálogo”. Un laboratorio contracultural en el que brotaban grupos variopintos como el “Yoga” (inspirado por el hinduismo y por el Bhagavad-Gita), los “Lotos Castaños” (proto-hippies partidarios de una vuelta a la naturaleza), los “Lotos Rojos” (defensores del sexo dionisíaco), ecologistas, nudistas, dadaístas y otros especímenes de variada índole. El componente psicodélico estaba asegurado por una generosa circulación de droga bajo la tolerante mirada del Comandante, consumidor más o menos ocasional de polvo blanco. Los años 60 comenzaron en Fiume. Pero a diferencia de los hippies californianos, los hippies del Comandante estaban dispuestos no sólo a hacer el amor, sino también a hacer la guerra.
Mientras tanto Roma miraba a Fiume con una mezcla de consternación y de pavor. En palabras de los socialistas Italianos, “Fiume estaba siendo transformada en un burdel, refugio de criminales y prostitutas”. Lo cierto es que todo el mundo iba a Fiume: soldados, aventureros, revolucionarios, intelectuales, espías aliados, artistas cosmopolitas, poetas neopaganos, bohemios con la cabeza en las nubes, el futurista Marinetti, el inventor Marconi, el director de orquesta Toscanini… Proliferaban la elocuencia y el dandismo, la personalidad del Comandante era contagiosa. ¡Condecoraciones, uniformes, títulos, himnos y ceremonias para todos! El estilo ornamental era de rigor. Y a su vez los nuevos visitantes se iban haciendo cada vez más marginales: menores fugados, desertores, criminales y otras gentes con asuntos por aclarar con la justicia…. Muchos de estos elementos fueron reclutados para formar la guardia de corps del Comandante: la “Legión Disperata”, de rutilantes uniformes. D’Annunzio observaba a sus arditi comiendo cordero en las playas, en sus fantásticos uniformes resplandecientes a la luz de las llamas, y los comparaba con Aquiles y sus mirmidones de vuelta a su campamento frente a Troya. Es esa mezcla electrizante de arcaísmo y futurismo, tan propia de la sensibilidad suprahumanista.Sonaba tan antiguo, y sin embargo era tan nuevo…
Presionado por sus compromisos internacionales, el gobierno de Roma decretó un bloqueo contra Fiume, y la ciudad encontró un método para asegurar su subsistencia: la piratería. Organizados por un antiguo as de la aviación italiana, Guido Keller, los barcos de Fiume pasaron a adueñarse de cualquier buque que transitase entre el estrecho de Messina y Venecia. Y cada captura realizada por los uscocchi —así llamados por D’Annunzio en honor a los piratas adriáticos del XVI— era recibida en la ciudad como una fiesta. Las actividades ilícitas se ampliaron al secuestro —un comando de Fiume capturó a un general italiano que pasaba por Trieste— y a las expediciones para requisar provisiones en territorios vecinos. También a las ocupaciones simbólicas de otras ciudades próximas. El Comandante hizo bordar su lema Ne me frego (algo así como: “me la pela”) en una bandera que colgó sobre su cama. Fiume era un Estado fuera de la ley, lo que hoy llamaríamos un Estado gamberro. Señala su biógrafa que D’Annunzio, como un nuevo Peter Pan, había construido una “Tierra de Nunca Jamás, un espacio liberado de las relaciones causa-efecto donde los niños perdidos pudieran disfrutar por siempre de sus peligrosas aventuras sin sentirse molestados por el sentido común”.
Pero el problema de la niñez es que se acaba, y llega la hora de los adultos. El Tratado de Rapallo, firmado en noviembre de 1920, establecía las fronteras italo-yugoeslavas y llegaba a un compromiso sobre Fiume. D’Annunzio se quedó aislado, y hasta los fascistas de Mussolini le retiraron su apoyo. Tras una intervención de la Marina italiana y la resistencia de un puñado de arditi —que se saldó con varias docenas de muertos—, D’Annunzio fue obligado a abandonar Fiume a fines de diciembre de 1920. En una ceremonia de despedida su último grito fue: ¡Viva el amor!
El poeta había concluido su revolución. Llegaba el turno del ex sargento.
El fascismo sin D’Annunzio
Pasados los años, un Mussolini ya en el poder celebraría a Gabriele D’Annunzio como al “Juan Bautista del fascismo”. Convertido en una leyenda, el poeta pasaría sus dos últimas décadas recluido en su mansión de El Vittoriale a orillas del lago de Garda, donde Mussolini acudiría ocasionalmente para retratarse con él.
Hoy se considera a D’Annunzio como a un personaje del Régimen, pero lo cierto es que nunca fue miembro del Partido Fascista y sus relaciones con el Duce fueron mucho más ambivalentes de lo que se piensa. En privado Mussolini se refería a D’Annunzio como a “una caries, a la que hay que extirpar o cubrir de oro”, y se refería también al “fiumismo mal entendido” como a sinónimo de actitud anarquizante y de poco fiar. En realidad ambos personajes se observaban con sospecha: Mussolini consideraba que D’Annunzio era demasiado influyente e impredecible, y éste se abstenía de prestar un apoyo expreso al Duce. En realidad, el poeta había recomendado a sus arditi mantenerse al margen de cualquier formación política, si bien muchos acabarían en el fascismo y algunos en la extrema izquierda o incluso en España en las Brigadas Internacionales. Las únicas ocasiones en las que D’Annunzio trató de influir políticamente en Mussolini fueron para aconsejarle que se mantuviera bien alejado de Hitler (“ese payaso feroz”, “ese rostro engominado e innoble”).
El poeta-soldado falleció en 1938 en su mansión del Vittoriale, en una atmósfera tan barroca como claustrofóbica, rodeado de espías italianos y alemanes. Con su muerte desapareció toda una época: la de los albores de ese fascismo que no pudo ser. El fascismo real recogió la puesta en escena y la liturgia de Fiume, pero las vació de libertad y las transformó en una coreografía burocratizada al servicio de un proyecto que llevó a Italia a la catástrofe. La historia es bien conocida. No obstante, suelen pasarse por alto algunas cosas…
Normalmente se pasa por alto que ese primer fascismo formaba parte de un clima cultural vanguardista, sofisticado y plural, muy diferente del provincianismo obtuso que caracterizaba a los nazis y a su cursilería völkisch. De hecho, el pluralismo cultural de la Italia fascista —un país donde prácticamente no hubo éxodo intelectual alguno— no tiene parangón con el dirigismo impuesto sobre la cultura en la época nazi. Estudiosos como Renzo de Felice o Julien Freund han contrapuesto el carácter optimista y “mediterráneo” del fascismo —con su tendencia a exaltar la vida dentro de un cierto espíritu de mesura— frente al carácter sombrío, trágico y catastrófico del nazismo, con su inclinación germánica por el Raggnarök. Igualmente podría destacarse el carácter antidogmático —incluso artístico y bohemio— de ese primer fascismo, en contraposición a las ínfulas “científicas” de la dogmática nazi, basada en el racismo biológico y en el darwinismo social.
A lo que hay que añadir que el primer fascismo no tenía ningún atisbo de antisemitismo, sino más bien al contrario: muchos judíos fueron fascistas de primera hora e incluso tuvieron cargos importantes, tales como la publicista Margaritta Sarfati, amante judía del Duce y prima donna de la vida cultural del régimen. De hecho, la política exterior del régimen mantuvo frecuentes contactos con el movimiento sionista. Y tras la llegada de Hitler al poder eminentes exiliados judíos encontraron acogida en Italia.
Se pasa también por alto que tras la “marcha sobre Roma” en 1922 Mussolini se presentó ante el Parlamento y obtuvo un amplio voto de confianza de la mayoría no-fascista. Se tiende a olvidar que la violencia de las escuadras fascistas, si bien muy cierta, no era exclusiva del fascismo: ése era el lenguaje político en buena parte de Europa. Y en Italia fue el fascismo, mejor organizado, el que finalmente se impuso. Se omite también que el fascismo colaboró con los socialistas y con otras fuerzas de oposición, y que ganó una mayoría de votos en las elecciones de 1924. Sólo entonces, tras el brutal asesinato del diputado socialista Matteoti y la negativa de la oposición a permanecer en el Parlamento, los energúmenos del fascismo ganaron la mano y se institucionalizó la dictadura.
En realidad 1924 marca el comienzo del declive. Los años posteriores son los de las grandes realizaciones del régimen: la edificación de un Estado social, las grandes obras públicas y la modernización del país. Logros que compraron la adhesión de buena parte de la población. Pero el fascismo ya estaba herido de muerte. Al traicionar aquella promesa de 1919 en la Plaza del Santo Sepulcro de Milán (“Queremos la libertad para todos, aun para nuestros enemigos”) el fascismo se transformó en una burocracia autocomplaciente y satisfecha, y Mussolini se fue apartando de la realidad para encerrarse en una megalomanía que resultó funesta.
Aún así, durante algunos años el fascismo impulsó una política favorecedora de la paz y la cooperación internacional, como lo prueban los Acuerdos de Letrán en 1929 y las propuestas de desarme en la Sociedad de Naciones en 1932. En relación con la Alemania nazi hay algo que también suele olvidarse: Mussolini fue el impulsor del llamado “Frente de Stressa”, una iniciativa diplomática que en abril de 1935, junto a Francia y Gran Bretaña, trataba de garantizar la independencia de Austria y el respeto al Tratado de Versalles, y por consiguiente frenar a Hitler cuando todavía era posible hacerlo. Dos meses después, en junio de 1935, Gran Bretaña firmaba con la Alemania nazi un Acuerdo naval que suponía la primera violación de ese Tratado. Mussolini se quedó solo.
El aislamiento se consumó a partir de la invasión de Abisinia y las sanciones que le fueron impuestas a Italia, y que abocaron a Mussolini a una alianza con Hitler. A partir de entonces, prisionero de una mezcla de temor y fascinación por el dictador alemán, el Duce se vio arrastrado hasta el abismo. En 1938 cayó incluso en la abyección de importar la legislación antisemita del Tercer Reich.
¿Hubiera sido posible otro derrotero, menos dictatorial y más “dannunziano”? Mussolini, al contrario de Hitler, nunca tuvo un dominio absoluto sobre el Partido, y dentro del fascismo siempre hubo línea contraria a los nazis y favorable a un entendimiento con Francia y Gran Bretaña. Su principal figura era el Ministro de Aviación Italo Balbo, héroe de guerra y escuadrista de primera hora: el auténtico prototipo del “nuevo hombre” exaltado por el fascismo. Pero un celoso Mussolini le nombró Gobernador de Libia para apartarlo de los centros del poder. Allí falleció en 1940, en un accidente de aviación poco claro. Los últimos restos de la oposición fascista fueron liquidados en 1944 en el proceso de Verona, con el ex ministro de Exteriores Galeazzo Ciano y otros jerarcas ejecutados a instancias de los alemanes.
¿Un fascismo democrático?
A casi cien años de distancia, D’Annunzio y su aventura en Fiume plantean todavía interrogantes. Hay uno especialmente provocador: ¿pudo haber sido posible un fascismo democrático?
Una pregunta que sólo tiene el valor que queramos darle a la historia-ficción. Porque la historia es la que es, y no se puede cambiar. Hablar de “fascismo democrático” es hoy un oxímoron, y eso parece irrebatible. No obstante, demasiadas veces nos refugiamos en posturas intelectualmente confortables y moralmente irreprochables, y eso dificulta la comprensión de ciertos fenómenos. En este caso, el de la naturaleza del fascismo. La interpretación marxista clásica del fascismo como un instrumento defensivo del Capital se condena a no comprender nada, y deja sin explicar la amplia adhesión que obtuvo un sistema que sólo fue extirpado por la guerra, una guerra en la que los marxistas se aliaron con… el capitalismo. Esta interpretación ha sido superada hace ya tiempo, y hoy tiende a admitirse que, como señala Zeev Sternhell, el fascismo era una manifestación extrema de un fenómeno mucho más comprehensivo y amplio —ése que Giorgio Locchi denominaba suprahumanismo—, y como tal es parte integral de la historia de la cultura europea.
D’Annunzio no fue un ideólogo sistemático, pero su empeño prometeico y nietzscheano simboliza ese clima cultural suprahumanista del que brotó el fascismo. Fiume fue un momento mágico y necesariamente fugaz: no se puede ser sublime durante veinte años. Pero Fiume nos recuerda que la historia pudo haber sido diferente, y que tal vez esa rebelión cultural y política —llamémosla “fascismo”— pudo haber sido compatible con un mayor respeto a las libertades, o al menos evolucionar alejada de las aberraciones ya conocidas… Claro que entonces tal vez eso no sería ya fascismo, sería más bien otra cosa…
Si no tenemos en cuenta el fenómeno cultural del suprahumanismo no se puede entender el fascismo. Pero éste no fue su único retoño. Históricamente hubo otros dos. El primero fue un brote intelectual de gran altura, y que sigue hablando al hombre de nuestros días: la llamada “revolución conservadora” alemana. Y el segundo fue una planta venenosa: el nazismo. La cuestión que hoy podría plantearse es la de saber si ese humus cultural suprahumanista está definitivamente agotado, o si aún podría dar lugar a derivaciones inéditas. Al fin y al cabo —y según la concepción “esférica” del tiempo— la historia siempre está abierta, y cuando la historia se regenera lo hace de forma siempre nueva, de forma siempre imprevista.
Anarquismo de derechas
«Denunciamos la falta de gusto de la representación parlamentaria.Nos recreamos en la belleza, en la elegancia, la cortesía y el estilo. (…) Queremos ser dirigidos por hombres milagrosos y fantásticos.»
Filippo Tommaso Marinetti
«El arte de mandar consiste en no mandar.»
Gabriele D’Annunzio
Pero el interés de revisitar a D’Annunzio va mucho más allá de la pregunta sobre la naturaleza del fascismo. El poeta-soldado prefigura una forma de hacer política vigente hasta la actualidad: la política espectáculo, la fusión de elementos sacros y profanos, la intuición de que en último término todo es política. La Carta del Carnaro es un documento visionario en cuanto recoge preocupaciones, libertades y derechos hasta entonces relegados fuera del ámbito político, y que durante las décadas siguientes pasarían a ser integrados en el constitucionalismo moderno. De alguna forma D’Annunzio parecía poseer la clave de todo lo que iba a venir después. Todos somos en buena parte sus herederos, para bien y para mal.
Por eso sería un error menospreciar a D’Annunzio como a un esteta dilettante metido a revolucionario. O despolitizarlo y considerar —como parece apuntar su perspicaz biógrafo Michael A. Leeden— que lo importante de Fiume no es el contenido sino el estilo, y que ninguna posición ideológica concreta se desprende de Fiume. Pensamos que mucho más acertado está Carlos Caballero Jurado cuando señala que: “Fiume no era un pedazo de tierra. Fiume era un símbolo, un mito, algo que quizá no pueda entenderse en nuestros días, en una época tan refractaria al mito y a los ritos. La empresa de Fiume tiene más de rebelión cultural que de anexión política”. ¿Qué mensajes puede extraer el hombre de hoy en día, no sólo de Fiume, sino de toda la trayectoria de D’Annunzio?
En primer lugar la idea de que la única revolución verdadera es la que persigue una transformación integral del hombre. Esto es, la que se plantea ante todo como una revolución cultural. Algo que los revolucionarios de mayo 1968 parecieron entender bien. Pero lo que desconocían es que, en realidad, casi todo lo que proponían ya estaba inventado.La imaginación ya había llegado al poder, cincuenta años antes, en la costa del Adriático. La gran sorpresa es que el que así lo decidió —y ésta es la segunda gran lección de Fiume— no era un utópico progresista, libertario y mundialista, sino un patriota, un elitista practicante de una ética heroica. Fiume es la demostración de que ideas como la liberación sexual, la ecología, la democracia directa, la igualdad entre hombres y mujeres, la libertad de conciencia y el espíritu de fiesta pueden plantearse no sólo desde posiciones igualitaristas, pacifistas, hedonistas y feministas, sino también desde valores aristocráticos y diferencialistas, identitarios y heroicos.
El gesto D’Annunzio implica además algo muy actual: fue el primer grito de rebeldía contra un sistema americanomorfo que en aquellos años empezaba a extender sus tentáculos, es el grito de defensa de la belleza y del espíritu frente al reino de la vulgaridad y el imperio del dólar.
El gesto de D’Annunzio fue también la reivindicación, surrealista y heroica, de una regeneración política basada en la liberación de la personalidad humana, y un grito de protesta frente al mundo de burócratas anónimos que se venía encima.
Fiume es además la demostración de que sí es posible trascender la división derecha- izquierda, de que la transversalidad es posible. Valores de derecha más ideas de izquierda. La primera síntesis genuinamente posmoderna. Fiume es el único experimento conocido hasta la fecha de lo que podría ser un anarquismo de derechas llevado a sus últimas consecuencias.
Hay una última cuestión, y que tiene que ver con la actividad de D’Annunzio como predicador y exaltador de la guerra. Eso es algo que hoy nos parece indefendible —aunque no lo era tanto en aquellos años en los que la guerra todavía podía vivirse como una aventura épica—. Pero hoy sabemos que detrás de aquella retórica inflamada no había ninguna causa real que justificase tanto sacrificio. Y sin embargo…
Sin embargo, es posible que aquellos hombres de retórica inflamada, en el fondo, esto también lo supiesen. Es muy posible que D’Annunzio y otros como él, por destilación de un nihilismo positivo, supiesen que a fin de cuentas es mucho mejor el patriotismo a la Nada. Hoy tenemos la Nada, y desde luego tenemos menos muertos. Pero cabe plantearse si gracias a eso, en comparación con aquellos hombres, estamos también más vivos.
La era de los años incendiarios quedó sumergida en el tiempo. Pasó la época en la que los sargentos y los poetas hacían revoluciones. Y como suele decirse, a los cuerpos los devoró el tiempo, a los sueños los devoró la historia, y a la historia la engulló el olvido. También dicen que los viejos guerreros nunca mueren, que sólo se desvanecen físicamente. Después de la catástrofe nos queda el recuerdo de la grandeza, y el de los hombres que la soñaron.