Como siempre, Esparza poniendo el dedo en la llaga: ahí donde tantos no se atreven a ponerlo.
Novedad relevante en el paisaje: hasta las voces más devotamente monárquicas empiezan a preguntarse qué le pasa al rey, cómo es posible que se esté prestando al triste papel de comparsa —elegante, eso sí— en la tarea de demolición de la nación española que han emprendido el actual Gobierno y sus socios. El detonante ha sido el oprobioso espectáculo de la apertura del año judicial. Hasta hace poco, esas cosas sólo las planteábamos los réprobos; ahora, por el contrario, la gravedad del paisaje es tan aguda que ha terminado perforando el muro del tabú. Es evidente que aquí hay algo que ya no funciona.
He aquí otro tabú que se viene abajo, y seguramente es una buena noticia. Nuestro sistema lleva demasiados años reposando sobre cosas que no se pueden cuestionar, que no se pueden decir, que no se pueden criticar (las autonomías, los nacionalismos, la partitocracia, el ominoso monopolio cultural de la izquierda, las intocables políticas de Bruselas, etc.), y el resultado está siendo la demolición de la nación misma. El papel del rey forma parte de esos tabúes. Hace unos meses lo planteábamos en estas páginas y, como es de rigor, recibíamos el inmediato reproche de los monárquicos de guardia: «El rey reina, pero no gobierna», «el papel del rey es ser neutral», «el rey es lo único que nos queda», etc. Ahora los mismos que hacían esos reproches empiezan a formularse las preguntas realmente importantes. La más relevante de todas: cómo es posible que el sistema no haya sido capaz de crear los instrumentos necesarios para protegerse de cualquier intento de voladura desde dentro. En otros términos: qué función corresponde exactamente a una jefatura del Estado que no es capaz de proteger al Estado. Y en realidad ahí está todo.
Felipe VI, por supuesto, no es personalmente responsable de esta situación. Pero ése es justamente el problema: la ausencia de responsabilidad. Es verdad que el rey, constitucionalmente, tiene pocas bazas en su mano, pero la enfermedad de nuestro sistema consiste en que ni siquiera esas las puede manejar. Por el contrario, el poder ejecutivo se ha derramado sobre todas las instituciones sin que nada parezca capaz de frenarle. Frente a eso, hay quien sigue insistiendo en que cualquier acción afirmativa por parte de la Corona sería dar un argumento a quienes pretenden derribarla. ¿Pero de verdad quedarse quieto es la mejor opción? Porque, de momento, esa inmovilidad sólo está beneficiando precisamente a los que quieren reducir al monarca al estatuto de un vistoso pelele.
Hay otro asunto, que los conocedores de la política real no ignoran, y es éste: además de los mecanismos de la política formal, hay otros resortes, digamos de influencia, que los responsables de las instituciones arbitrales pueden manejar con toda legitimidad si se ponen a servicio del bien común. ¿Tampoco aquí está la Corona? Entonces, ¿cuál es exactamente su función? No sé lo que Felipe VI podría contestar, pero todos sabemos lo que piensan millones de españoles que, en principio, se sienten monárquicos: en la práctica, la «neutralidad» de la Corona sólo está sirviendo para que los destructores de la nación actúen sin oposición alguna. La púdica neutralidad, al final, es el paraguas bajo el que se cobijan los enemigos de la nación. Y seguro —seguro— que el rey no quiere eso.
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