22 de diciembre de 2024

Director: Javier Ruiz Portella

Aquel retiro de Ridruejo cargado de primavera

“Era una especie de cueva con acuarelas de Guipúzcoa en los zócalos, carros de bueyes rojos con lana sobre la testuz, caseros de boina, frontones, maizales y curas con paraguas bajo los cielos plomizos de Loyola.” Así describe Agustín de Foxá a los bajos del bar vasco Or Kompon de la calle Miguel Moya N.º 4, en Madrid, donde la noche del 3 de diciembre de 1935 quedó fraguada para siempre la letra de Cara al Sol, el himno de la Falange española. En torno a un viejo piano, entre la bruma densa del tabaco —aún no había llegado el progresismo con su casuística light—, y sobre una pieza musical de Juan Tellería, se afilaban prestas las plumas de “la escuadra de los poetas”. Allí estaban José Antonio Primo de Rivera, José María Alfaro, el citado Agustín de Foxá, Pedro Mourlane Michelena, Jacinto Miquelarena, Rafael Sánchez Mazas y un joven poeta de respetada ascendencia entre los suyos: Dionisio Ridruejo. Claro, no todo en aquella escena era florilegio romántico, pues montando guardia a las puertas del local estaban Agustín Aznar y Luis Aguilar: eran tiempos difíciles. La consigna de Primo de Rivera era dar forma a un himno vivaz, “una canción de guerra y de amor”. Si bien musicalmente el himno guardaba un tono solemne y marcial, el texto distaba de ser una epifanía poética, quizás por la forzada y martilleante rima de sus versos. Las crónicas indican que Ridruejo aportó la estrofa que dice: “Volverán banderas victoriosas, al paso alegre de la paz”, aunque bien podría haber sido suyo el verso compuesto por José María Alfaro: “Volverá a reír la primavera…”. ¿Por qué afirmo tal cosa? Simplemente porque Dionisio Ridruejo fue un enamorado de la primavera, como estación del año y como promesa. Ello se hace patente en toda su obra, pero de un modo casi obsesivo sus manuscritos del bienio 1945-1947 en San Andrés de Llavaneras, San Cugat del Valle y Alella, en tierras catalanas. Esos manuscritos, sobre los que vamos a demorarnos brevemente, se publicaron bajo el nombre de Diario de una tregua. Quienes se hayan sumergido en ese Ridruejo bucólico, transido de colores y de perfumes, de trinos y brisas de mar, de tinta húmeda y recuerdos, podrán dar testimonio acerca de la anterior aseveración: la palabra “primavera” es la que más veces se repite en aquellos textos, el término se hace compulsivamente musical en la pluma de Ridruejo.

En una entrada del Diario, fechada el 26 de enero del 45, apunta Ridruejo:

He aquí al almendro valeroso, al impaciente, al sin escarmiento, al profeta, al generoso loco de los árboles, diciéndonos que sí, que brotarán las hierbas y las flores, que tornarán la confianza al instinto y la gratitud del alma, aunque él entonces ya esté muerto.

En 2009, le encargan a Fernando Sánchez Dragó un prólogo a la citada obra de Ridruejo. En aquel breve texto, Fernando juega con la dialéctica del espíritu de Ridruejo y lo titula “Dionisio…y Apolo”. La tesis central, y creemos que exacta, la clave de bóveda para intuir el alma de Ridruejo es la siguiente: estamos en presencia de una persona partida por la mitad que en propia vida ha hecho carne aquel verso de Machado que dice: “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y quiere ser tu contrario”. Dionisíaca y apolínea, épica y lírica es la imagen que Dragó guardó siempre de Ridruejo, a quien conoció en el patio de la cárcel de Carabanchel en febrero del 56, mientras Dionisio pintaba al óleo. Cierta unión mística o quizás telúrica unía a los dos: ambos venían de las Tierras Altas de Soria, del alto llano numantino.

Esta tesis del hombre partido encuentra rotunda confirmación en las palabras del mismo Ridruejo cuando abre sus ojos al paisaje natural de la campiña catalana y la compara con lo áspero y duro de su meseta natal: “Ésta es, sin duda, mi razón de amor; el extraño —y f[atal— amor a lo contrario”. Bien reza aquel axioma jurídico: Nullam sit confessio ex test [A confesión de parte, relevo de pruebas].

Ridruejo fue Consejero Nacional, miembro de la Junta Política de Falange y Director General de Propaganda con apenas 24 años. Hacia 1941, vuelve a sus cauces literarios para coordinar junto a Laín Entralgo la Revista Escorial, un proyecto de reagrupación de los efectivos intelectuales de España. De su excursión rusa en las filas de la División Azul guarda tres motivos, según el propio testimonio de Ridruejo, a saber: en primer lugar, el decoro personal; en segundo término, la necesidad de tomar distancia de la escena política española y, finalmente, la posibilidad ideal de reunir una nueva forma de autoridad que permitiese un golpe contra el propio franquismo. El “Damasco” del Saulo Soriano, comenzaba a anunciarse. Luego vendrá su famosa carta al General Franco renunciando a todos sus cargos por sentirse ajeno a lo que había resultado de la Guerra Civil. ¿Era aquella la reacción contra Franco la norma moral de un verdadero falangista? ¿Fue Ridruejo un traidor? ¿Acaso un advenedizo? ¿Quizás el primer esbozo de la tan trillada “transición” española? “A lo que más llegó como poeta fue a darnos una lección de clasicismo, a lo que más llegó como político fue a soñar una democracia cristiana” –—escribió Umbral—, para quien Ridruejo fue, no obstante, un sabio de buena voluntad.

En fin, este artículo no anima aseveraciones condenatorias, pues prefiero bucear en el alma del Ridruejo hombre, viviente y doliente. Optemos por ser mineros de la belleza que es uno de los nombres del ser: sunt converturtur, nos enseña la filosofía escolástica.

En Diario de una tregua se revela un Ridruejo introspectivo, no surge aun el “demócrata” que tanto se ha ponderado luego, sino un buceador de su propia condición humana en íntimo diálogo con el paisaje. La Cataluña del labrantío, la montaña y el mar es la decisiva para Ridruejo, no la urbe fabril y beligerante: ésa queda en el fondo de su retiro catalán. En ese retiro, el alma de Ridruejo guarda el verdor del trigo, las amapolas abrasadas y sangrientas de la primavera, el olor a madera, la sombra rauda del vuelo de los vencejos. El poeta mira por la ventana y apunta:

Ha caído un corto y fuerte chaparrón y los olores de las hierbas y de las flores se han amasado en el olor hondo del barro, en el olor maternal y moribundo de la tierra. Hay una paz de mundo desamparado y humildísima suficiencia. Toda la realidad es delicada como una sospecha.

¿Cuál es la naturaleza de esa delicada sospecha que se anuncia en el corazón de Ridruejo? En otra entrada de su Diario fechada el 4 de julio se lee lo siguiente:

Como un buzo, el hombre se ha sumido en sus actos que, a la postre, le dejan un sabor de vaciedad. […] Como en la edificación de las catedrales o en la construcción de los imperios, hay un punto de crisis que es de vida o de muerte.

En junio de 2018, nuestro filósofo criollo Alberto Buela, reunió a doce argentinos —entre los que generosamente me contó—, para recibir en Buenos Aires al poeta Aquilino Duque. En la sobremesa del vino largo me animé a preguntarle a don Aquilino por Dionisio Ridruejo. Su respuesta fue sentida y pude captarla con un viejo Sony de periodista con el que grababa mis clases:

Ridruejo y Octavio Paz, tan distintos el uno del otro, han sido los dos intelectuales mayores de mi tiempo con quienes me he sentido más identificado, entre otras cosas porque por ellos sentí una “afinidad selectiva” y porque creo me conocieron bien y no dudaron en acogerme como amigo. Ridruejo fue un hombre libre que quizás no estaba dotado para la política, pero fue un hombre cabal, que hizo bien la guerra e hizo bien la paz.

Esa tensión dialéctica que intuimos en el alma de Ridruejo se trasunta una y otra vez en su retiro de Cataluña. Afila su pluma cargada de primavera y vuelve a insistir en una nueva entrada de su Diario, esta vez, el 15 de octubre del 46:

No es gozar como la flor ni ser como la flor, instantáneamente. Sino a un mismo tiempo como el fruto y la semilla: esa juntura misteriosa de la vida y de la muerte.

A mí también me cae mal la democracia liberal y su siempre renovado repertorio de falsos consensos y politiquería hueca, pero me caen bien los buscadores, los corazones inquietos y los buenos escritores. El juicio definitivo es de Dios.


Anexo: Carta de Dionisio Ridruejo a Franco, 7 de julio de 1942.

 

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