El deterioro de la educación es una evidencia. Asistimos a la abolición del esfuerzo y al final de la recompensa al trabajo. Los progres, que no tienen nada de progresistas, han acabado con el conocimiento porque eso cansa mucho, genera ansiedad, lo suyo es la vagancia y la sinecura. Y como la pereza es la llave de la pobreza y la igualdad social tan difícil de conseguir, han nivelado a la baja, todos ligeramente alfabetizados, pero no mucho.
Los progres del PSOE, Sumar y Podemos han extendido la idea de que todas las culturas son iguales, pues ninguna es superior, es decir, para ellos el mismo valor tiene la cultura griega clásica que la de los bantúes centroafricanos, lo mismo vale el chino que el aranés, porque no se puede desconsiderar a nadie por su lengua, aunque se ignore y desprecie algo que es de una evidencia aplastante: el español es también la lengua de todos los españoles que además conocen otra. Y ya que estamos, por qué no defender también a la media docena de lenguas de España que, como el aragonés, el castúo o la fala no tienen protección alguna. ¿Acaso el derecho no ampara a esos hablantes? Se estrellan las conciencias. No les interesa plantearse la igualdad salvo con puntos de vista privilegiados.
A ello se suma el desprecio a la memoria, un instrumento de utilidad asombrosa. El recuerdo de los conocimientos es un pequeño jardín paradisíaco que nadie puede arrebatarnos. La tendencia nos lleva a rechazar la historia. Se acabaron las miradas globales al pasado, adiós al significado de la revolución neolítica, a la fundación de las ciudades, al aporte grecorromano, a la Revolución francesa…. Salvo la Guerra Civil española, eso sí sirve, y el franquismo, claro, que sigue vivo, aunque muriera hace cincuenta años… ¿Puede darse algo más estúpido? Pues la gente que ha dejado de hacer esfuerzo para aprender, secunda la idea. Objetivo conseguido.
Para llegar a ese grado de estupidez se han suprimido los exámenes, los suspensos y la repetición de curso. Pero atención a las razones de la ministra socialista, que manifestó que la titulación de los estudiantes «no quedará supeditada a la no existencia de materias sin superar, para que nadie se quede atrás». Es decir, que para ellos la justicia consiste en igualar a los que trabajan con los vagos. ¿Merece la pena el esfuerzo si el resultado ha de ser el mismo?
Lo que está sucediendo es que los triunfadores ya no son los que más trabajan, sino los que fueron afiliados por sus padres desde jóvenes a un partido, que le abrieron las puertas del empleo público con el carnet en la boca y sin opositar, que nunca se sometieron a los rigores de la producción, que hicieron una de esas licenciaturas que se obtienen sin necesidad de salir de analfabeto, que fue coleccionando carguillos y prebendas hasta doctorarse en soberbia, y entonces lo nombraron, por su fidelidad, presidente de uno u otro asunto sin más pedigrí que el de estar siempre en medio dorando la píldora.
Ya no se enseña a escribir, y para paliar el desaguisado nos hemos acostumbrado a perdonar los errores de puntuación, léxico, sintaxis y significado, y a soportar los exabruptos del lenguaje sexista.
Tampoco se enseña a leer. La lectura ha sido abolida porque exige mucho esfuerzo y estamos en la era del vago. Y como la unidad de información han sido los libros, hay que superarlos. Ya no hace falta leerlos. Fin de la lectura de libros en los programas de bachillerato. Se sabe que la cultura humana está en los libros, que despreciarlos empobrece las mentes, atonta a las sociedades, pero no importa. Mucho mejor.
Tampoco se enseña a hablar, ni en público ni en privado. La elegancia en el decir ya no cuenta. Predomina el contenido frente a la forma, y la norma académica ha caído en desuso. Por supuesto han dejado de existir oradores, salvo algunas excepciones que no e atrevo a citar para no pecar de partidista.
Y para colmo cada vez se escucha menos a los demás. Lo que uno desea es que llegue pronto su turno para soltar su perorata. Lo que uno piensa no tiene discusión. Se pertenece a un partido como a los colores de un club de fútbol, para siempre y pase lo que pase.
Hemos entrado en la época de las consignas. Ya ha pasado aquel engendro de la Alianza de civilizaciones, ahora estamos en la Nación de naciones, que parece un trabalenguas, o en la Memoria histórica, pero sólo para la guerra y Franco; la España imperial no importa, la conquista de América, tampoco y, además, ruboriza. La Guerra Civil no da vergüenza porque allí estaban los buenos, los republicanos, y los malotes, Franco y sus huestes.
Los cambios constantes en el sistema educativo, la insuficiente inversión y gestión de recursos, un gasto público insuficiente, una gestión ineficiente de los recursos, el desprestigio de la profesión docente, el uso inadecuado de la tecnología y la escasa adaptación a las necesidades del mercado laboral, han provocado una mayor tasa de abandono escolar (13%, solo superados en la Unión Europea por Rumanía), baja competitividad internacional, desigualdad educativa mayor la educación pública y la privada, una mayor segmentación social, pérdida de jóvenes con talento… y una sociedad mediocre donde se margina la inteligencia.
La educación, base del progreso de cualquier sociedad, está bajo mínimos. Las consecuencias pueden ser irreversibles. La cultura entra en la noche mientras la brecha crece entre la educación pública y la privada. Pasamos a la edad de las tinieblas. Ocaso.
¿Cuánto durará la pesadilla?
Este lunes 3 de febrero, de 11:00 a 12:00, Javier Ruiz Portella dialogará con Cristina Sol en INFORMA RADIO (104.5 / 89.7 FM)
Hablará, entre otras cosas, de su libro sobre Margherita Sarfatti
Un libro que los lectores de El Manifiesto aún pueden pillar a mitad de precio
(11 € en lugar de 22 €)
En papel o en PDF
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