Hace un par de años, cuando conocimos el increíble caso de Natascha Kampush, la chica alemana que vivió encerrada más de ocho años sin salir en ese tiempo de la casa de su secuestrador, los medios de comunicación ofrecieron un dato que para muchos tal vez pasó desapercibido: me refiero a que Natascha, pese a no haber ido a la escuela durante todo ese tiempo, mostraba una madurez y un nivel de vocabulario y de expresión muy superiores a los de un adolescente standard de su edad. ¿Tendría algo que ver ello el hecho de no haber frecuentado desde hace años las aulas?
Durante su secuestro, Natascha Kampush no dispuso para formarse de más recursos que algunos libros y revistas y –eso sí– soledad, silencio y mucho, muchísimo tiempo. Y su caso puede servir para que nos planteemos qué sentido tiene mantener un sistema educativo como el actual, que, en los países occidentales, suele servir para que los adolescentes salgan de él sin ni siquiera saber realmente leer y escribir, con una cultura general pésima y con una base intelectual muy defectuosa que les supondrá un hándicap importante a la hora de afrontar estudios superiores y de incorporarse al mercado laboral.
Si los colegios e institutos públicos de nuestros días tuvieran que funcionar con los criterios de productividad y rentabilidad de una empresa privada, el 90 % tendría que cerrar inmediatamente. Porque pensemos: se les entrega una “materia prima” (los alumnos) de la que pueden disponer durante un prolongado número de cursos para que la doten de un concreto “valor añadido”: la formación intelectual, la cultura general, la preparación para la universidad o, simplemente, para la vida. ¿Cuántos países del Tercer Mundo no querrían hallarse en una situación que, en principio, parece tan envidiable? Y, sin embargo, examinamos el “producto” que sale de los institutos al terminar el bachillerato y… ¿qué nos encontramos? Unas mentes intelectualmente escuálidas, anquilosadas, indolentes, en muchos sentidos aún infantiles, desprovistas de un mínimo utillaje conceptual, y que se pierden en cuanto lo que se les dice se eleva a un cierto nivel de complejidad. ¿Cómo es posible que hayamos permitido un cataclismo de tamañas proporciones?
El tema es complejo y viene despertando desde hace tiempo encendidos debates. Ahora bien: más allá del necesario diagnóstico de las causas, lo que urge es proponer soluciones para remediar el desaguisado. Y creo que una de ellas podría venir de una nueva “libertad educativa”, incluso de un cierto “anarquismo educativo”. Quiero decir lo siguiente: el actual sistema se fundamenta en la educación universal obligatoria, que incorpora a los alumnos a un sistema educativo cada vez más uniformizado y desprovisto de originalidad. Ahora bien: si Natascha Kampush consiguió formarse a sí misma notablemente con sólo unos pocos libros, ¿no estaremos aquí ante un signo que nos indica que existen muchas maneras posibles de adquirir una cultura digna de tal nombre, fuera del hoy casi inevitable cauce al que nos empuja coercitivamente la autoridad estatal?
Tal vez esté pensando el lector en el homeschooling, una opción perfectamente legítima y que cuenta cada vez con más seguidores. Sin embargo, cabe pensar también en otras posibilidades. Desde Richard Wagner a Hermann Hesse, son muchos los espíritus originales que han encomiado las virtudes de una formación libre y autodidacta. Y, más allá de ésta, los caminos educativos que cabría imaginar en una sociedad auténticamente libre presentan una enorme variedad. Para empezar, debería reconocerse el principio básico de libre educación: cada familia elige para sus hijos la formación que considera más apropiada, desde el homeschooling a la educación bajo la dirección de un profesor particular y el recurso a instituciones educativas formales, tanto públicas como privadas. Existiría libertad absoluta en la elección de centro. Se fomentaría entre éstos un espíritu de sana emulación. Y, por otra parte, colegios e institutos deberían encontrarse en una situación de “competencia por los clientes”, dentro del sistema de libre mercado propio de cualquier sociedad que no se haya hecho súbdita de la dictadura estatalista. ¿Un instituto ofrece un mal nivel formativo a sus estudiantes? Inmediatamente, la ley de la oferta y la demanda lo pone en su sitio: los padres dejan de matricular a sus hijos, pierde alumnado, se destituye al director, se despide a profesores. Además, el mismo sueldo de éstos depende, al menos en parte, del rendimiento del centro, que repercute en los ingresos. Siendo pragmáticos, ¿es posible imaginar un estímulo mejor que éste para que una institución educativa funcione bien?
Cabría imaginar una sociedad futura, liberada del marasmo educativo actual, en la que nos encontraríamos con lo siguiente: multitud alumnos que siguen un camino formativo fuera de toda institución formal, por la vía del homeschooling, los profesores particulares o una u otra modalidad de autodidactismo, o que optan por la educación a distancia, bajo la orientación de un tutor. Adolescentes que se forman en un oficio como aprendices con un profesional del que son ayudantes. Otros adolescentes que se forman viendo películas y leyendo novelas y revistas de cine, como hizo en su día Truffaut.Y, luego, una gran variedad de instituciones educativas públicas y privadas, para que cada tipo de alumno pueda elegir la opción que mejor su ajusta a sus condiciones: colegios e institutos que acentúan el orden y la disciplina intelectual, en la tradición pedagógica de los jesuitas. En el otro extremo, centros que priman la creatividad y la originalidad y que no organizan la enseñanza por asignaturas compartimentadas, sino por programas, tareas o campos de interés, y que incluso no establecen un horario fijo. Institutos humanísticos, centrados en las tradicionales materias de Letras. Institutos científicos, cuya personalidad se orienta hacia la investigación y a una concepción interdisciplinar de la ciencia. Centros que ofrecen una “cultura general práctica” (bricolaje, electricidad, primeros auxilios, contratos, conducción de vehículos, marketing, psicología de ventas, impuestos, derecho laboral, informática, albañilería, idiomas de cara al público, historia de la cultura popular). Escuelas profesionales de todo tipo. Institutos donde un solo profesor, o dos –uno de ciencias, otro de letras- se encargan de la formación de una clase, evitando la indeseable dispersión hoy existente –diez profesores, diez asignaturas por curso: ¿cómo se puede aprender así? Institutos de alto nivel para alumnos brillantes. Internados para alumnos que, por sus circunstancias o por su personalidad, puedan encontrar conveniente esta opción. Etc. etc.
¿Y el Estado? En esta libertad educativa que aquí se propone, ¿qué papel debería desempeñar? A mi modo de ver, le corresponde una función de supervisión limitada y muy circunspecta. Desde luego, y aparte de poseer instituciones educativas propias (pero fuera del rígido e inoperante sistema actual), establecer unas titulaciones oficiales y unos exámenes estatales para obtenerlas, a través de pruebas periódicas y libres que se celebran por medio de examinadores externos a los centros: quien quiera hacerse con un título oficial, debe cumplir unos ciertos requisitos, haya asistido a una institución formal o no. Del mismo modo, elaborar unos cuestionarios oficiales claros y objetivos, y cuyo dominio garantice que se posee una verdadera cultura general. Pero, a la vez, no pretender ejercer un monopolio al que nadie le ha dado derecho: no caer en la titulitis ni en la exigencia universal de titulaciones para todo: lo que importa es el know how, el conocimiento efectivo (saber inglés o saber reparar un coche, con título o sin él). Si una persona no posee ni títulos ni conocimientos, será la propia sociedad la que deje de requerir sus servicios.Y, si causa un perjuicio a alguien a causa de su incompetente actuación (lo cual también puede suceder, por supuesto, en el caso de un profesional titulado), para eso está la sanción civil o penal.
Sin duda, las ideas que acabo de exponer necesitarían infinitas matizaciones y consideraciones adicionales, en un debate al que animo desde aquí. Sin embargo, creo que el principio general está claro: libertad y “anarquismo” educativos, libre juego del mercado, competencia entre centros, libre elección de colegio e instituto, ausencia de imposiciones estatales, exámenes libres (como hoy los de Cambridge o las Escuelas Oficiales de Idiomas), y el test último de la percepción social como criterio de si una formación intelectual es útil o no. Y por cierto: en la sociedad que aquí estamos imaginando, ¿será útil un joven que se ha dedicado a estudiar mitología griega y a aprender solo en una biblioteca, como autodidacta, sin asistir a instituto alguno, griego y latín? Sí, si realmente domina estas materias. Porque, si está intelectualmente formado (y pocas cosas mejores que las lenguas clásicas a este respecto), sabrá convencer a quien corresponda de que su mente merece la pena, y tal persona sabrá percibir ese valor. Porque cualquier verdadera formación, por muy teórica e “inactual” que parezca, resulta –de un modo o de otro- social y económicamete útil.
En cambio, resulta social y económicamente inútil lo que hoy tenemos en Occidente: un gasto descomunal para producir alumnos que salen del instituto sin ni tan siquiera saber realmente leer y escribir. Incluso por motivos simplemente prácticos, ¿podemos permitirnos este dispendio? ¿No haríamos mejor en replantearnos las bases mismas de nuestro sistema educativo y darnos cuenta de que, a lo mejor, y al menos en los términos en que hoy lo tenemos organizado, estaríamos mejor sin él?