Memoria democrática y terror rojo

¿Qué dirían, de poder hablar, quienes murieron y mataron por la colectivización de la tierra, por la nacionalización de la industria o por la dictadura del proletariado, al ser comparadas sus ansias con las de la tenue sociedad liberal que creyeron superada antes y durante la guerra?

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El 9 de diciembre de 1938 y firmado por el primer ministro, Juan Negrín, a la sazón en Barcelona, aparecía en la Gaceta de la República un decreto por el que se creaba nada menos que el Comisariado General de Religión, dependiendo curiosamente del ministerio de la Guerra, que regentaba también Negrín, tras haber expulsado del cargo a Indalecio Prieto. Dicha disposición recuperaba entre otras cosas la “…garantía de libertad de culto” y se encargaba de todas las cuestiones relacionadas con actividades religiosas. No es fácil saber si Negrín hubiese reabierto todas las iglesias de Barcelona, ciudad que a las pocas semanas fue tomada por las tropas franquistas, quienes sí lo hicieron.

El decreto constituía un soberbio ejemplo de la hoy llamada memoria democrática. Atrás quedaban casi siete mil religiosos sacrificados en la España frentepopulista por el mero hecho de su oficio; ni uno de ellos había matado a nadie, que se sepa. Fue el terror rojo en sus mejores esencias. Y ahora se volvía, como si nada, a permitir los viejos ritos, cosa por la que desde luego protestó el sector más intransigente del anarquismo español, mientras el más moderado aceptaba a aquellas alturas casi todo, al igual que los socialistas y el preponderante PCE, quien, siguiendo fielmente las directrices de la Komintern, llevaba tiempo en la fallida pretensión de dar dentro y sobre todo fuera de nuestro país una imagen de moderación, de defensa de una república democrática, más que revolucionaria, a ver si por fin las potencias liberales europeas se decidían a una ayuda más sustanciosa a la causa. El mismo Negrín había añadido que una vez acabada la guerra habría una amnistía total, al hilo de sus famosos trece puntos, publicados en abril de ese mismo 1938. Se olvidaría todo y se pediría que se olvidase todo. La memoria democrática que se proponía entonces quería borrar las barbaridades en uno y otro lado, cosa que los franquistas victoriosos no estaban muy dispuestos a compartir, y más viendo lo que vieron conforme avanzaban y conquistaban lugares que habían sido gobernados por los comités del Frente Popular. En las conversaciones, o más bien esbozo de ellas, entre las dos partes en conflicto, al final de la guerra, quizá en lo que más insistió el bando vencedor fue en esa voluntad implacable de hacer justicia a quienes “tuviesen las manos llenas de sangre”. Y a su manera, pero la hicieron. Parece ser que la memoria del franquismo, no democrática, resultaba también memoria al fin y al cabo.

Resulta ahora curioso que en la recientísima y prolija ley 20/2022 de Memoria Democrática se reiteren términos consensuados como democracia, constitución, dictadura, franquismo, represión, etc., etc., pero no aparezcan ni una sola vez las palabras que fundamentaron la lucha, equivocada o no, de aquellos cuya memoria en exclusiva quiere reivindicarse, y mucho. Localicen el decreto en su ordenador, pulsen buscar y traten de hallar términos como Frente Popular, comunismo, socialismo o anarquismo. No asoman en ninguna de las 57 páginas del BOE. Y sin embargo fue por esos fundamentales conceptos por los que murieron y mataron quienes ahora quieren ser dignificados por dicha ley. En el preámbulo quedan agavillados como gentes que lucharon “…en defensa de la democracia y la libertad”. ¿Qué dirían, de poder hablar, quienes murieron y mataron por la colectivización de la tierra, por la nacionalización de la industria o por la dictadura del proletariado, al ser comparadas sus ansias con las de la tenue sociedad liberal que creyeron superada antes y durante la guerra, y justo a causa de la guerra? ¿Ha tenido quizá reparos o vergüenza el legislador en indicar la ideología de las personas represaliadas por el franquismo? Y he dicho mataron porque de que murieron ya se encargó de recordarlo la ley de Memoria Histórica de 2007, y viene a insistir en ello la norma aprobada el otro día. Lejos de pretender vulnerar la consensuada ley que desde hace unos días honra aún más a las víctimas del franquismo, aunque es justo recordar que muchos de los represaliados por la indudable dictadura lo fueron por haber matado, haber mandado matar, haber permitido matar o haber incitado a matar. Para establecer y numerar en lo posible las numerosas muertes causadas por elementos, controlados o no, del Frente Popular, se creó la llamada Causa General en 1940, una indagación exhaustiva de dichas muertes. Puede —por ahora— consultarse libremente en la red, por provincias y municipios. Se han digitalizado casi todas las 4.000 cajas con documentos donde aparece la suma de muertes y destrucción del patrimonio causado por los frentepopulistas en la guerra. En 1943 se hizo un libro-resumen con el mismo nombre, a manera de memoria histórica franquista, con los episodios, datos y nombres más llamativos, libro que imagino se hará desaparecer ahora con la nueva ley.

Eso sí, ni una de las inocentes víctimas que salen en el referido proceso dejará de serlo por mucho Boletín Oficial que se eche encima ni toda la memoria, democrática o no, que quiera endosarse a sus demócratas y liberales ejecutores.

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