Compareció Jean-Claude Juncker ante los jerarcas europeos y entonó la palinodia del burócrata solidario: acojamos a los que huyen de la guerra y la opresión; tenemos los medios para ello. Al fin y al cabo, todos los europeos hemos sido refugiados alguna vez. Y fue decir eso Juncker y zarpar una nueva flota precaria desde las costas turcas, con el balance de al menos cuatro naufragios y un número indeterminado de muertos. El “efecto llamada” es criminal. Todos lo saben, pero nadie osa decirlo. Todos saben, también, que Hungría no está haciendo otra cosa que aplicar la política de fronteras de la UE –como España en Melilla-, pero es mucho más fácil inventar un ogro que nos libre de nuestra propia conciencia. Y hay muchas cosas más que todos saben pero nadie osa decir.
¿Todos los europeos hemos sido refugiados alguna vez? Sí, claro. Mayormente, en este siglo, refugiados dentro de la propia Europa. Y cuando hemos tenido que marcharnos a otro lado, ha sido en condiciones muy distintas a las que ahora estamos presenciando. “Los Estados Unidos son un país hecho de emigrantes”, nos dicen a modo de ejemplo. Es verdad: emigrantes muy mayoritariamente europeos –esclavos aparte- en un inmenso territorio vacío donde todo estaba por hacer y en el que hoy, por cierto, sería imposible vivir una marea como la de los refugiados sirios, iraquíes y afganos, porque las leyes de extranjería americanas son mucho más restrictivas que en Europa. Pero seamos serios: ¿alguien cree realmente, demagogias al margen, que un contingente de doscientos mil nigerianos, pongamos por caso, y llegados todos a la vez, construiría un país como los Estados Unidos? No. Construirían otra cosa. No digo que mejor ni peor: simplemente, otra cosa, porque sus hábitos culturales, su religión, su forma de ver la vida y su experiencia vivida son también otras. Todos lo saben, pero nadie osa decirlo.
Al final el argumento de la “acogida” reposa sobre otras motivaciones que no han tardado en aparecer: los emigrantes son una “oportunidad económica” –lo ha explicado el ministro español Guindos- porque “aumentan nuestras posibilidades de crecimiento”.¡Acabáramos! ¿O sea que se trataba de eso? ¿Mano de obra virgen para unos países envejecidos a toda velocidad? ¿Y para quién exactamente va a ser esto una “oportunidad económica”? ¿Para los empresarios, que van a poder bajar los salarios? ¿Para las cajas de la seguridad social, que van a recibir cotizaciones frescas? ¿Para los bancos, que van a tener más clientes? No, desde luego, para unas poblaciones europeas sacudidas por la crisis, el desempleo y la pérdida progresiva de garantías laborales. Todos lo saben, pero nadie osa decirlo.
Emigración de sustitución
Como por azar, la ola migratoria ha coincidido con un informe de la ONU donde se propone la “migración de sustitución” para resolver el problema demográfico de las sociedades europeas. Dicen las Naciones Unidas que Europa debe duplicar su nivel de inmigración para evitar que la población disminuya. Para países como Alemania o Italia, el cálculo es que hacia 2050 el 30% de la población esté constituido por inmigrantes y descendientes.
Es curioso que a la ONU no se le ocurran políticas de estímulo a la natalidad y a la familia en Europa, sino que proponga sustituir a la población autóctona por otra nueva. Es el mismo argumento que subyace en las consideraciones humanitarias de Juncker y en las más pedestres de Guindos. Un argumento, que, al cabo, procede de una perspectiva exclusivamente económica: un país es una unidad de producción, la vida es economía, las personas son “agentes” en el mercado… Por eso se puede sustituir a una población por otra. El problema es que esta visión de las cosas reposa sobre un profundo error. Y todos lo saben, pero nadie osa decirlo.
La economía sólo es una dimensión de la vida. No la única. Del mismo modo, los hombres no son átomos intercambiables. Al revés: los hombres son, esencialmente, seres sociales, y llevan consigo ese macuto como parte imprescindible de su propia identidad. No es razonable pensar que diez mil sirios musulmanes alojados en Lübeck vayan a convertirse en diez mil alemanes. Ni es razonable pensar que un país compuesto mayoritariamente por población extranjera siga siendo el mismo país. Un país no es sólo la suma de los individuos que lo pueblan, la suma de sus “unidades de producción y consumo”. Un país es sobre todo una memoria compartida, una experiencia de vida en común, una identidad colectiva, es decir, cosas que van mucho más allá de la perspectiva económica individual.Precisamente por eso la perspectiva de una inmigración masiva causa pavor en Hungría, Eslovaquia, Polonia, Austria o Dinamarca. Y en otros muchos lugares cuya voz no se escucha. Lugares donde se teme que la actual ola de inmigrantes no sea sino el primer paso de una marea aún mayor.
La Gaceta - 17/09/2015