El Nuevo Orden del Mundo es el espíritu de nuestro tiempo, el aire que respiramos, la atmósfera política e ideológica que envuelve nuestras vidas. [Publicado en 1997 como capítulo de su "Curso General de Disidencia", Editorial El Emboscado, este texto de José Javier Esparza resulta extraordinariamente premonitorio: parece escrito hoy mismo.]
¿Qué es el Nuevo Orden del Mundo? Podemos decir que el Nuevo Orden del Mundo es el espíritu de nuestro tiempo, el aire que respiramos, la atmósfera política e ideológica que envuelve nuestras vidas, tanto colectivas como individuales. Y podemos decir tal cosa por dos razones: una, porque eso, el NOM, es lo que estamos viendo surgir con fuerza en las numerosas conferencias internacionales que vienen desarrollándose en los últimos meses; la otra, porque ese proyecto, el proyecto del NOM, no es algo que haya nacido ahora, sino que está detrás de todas y cada una de las acciones diplomáticas, políticas, militares e ideológicas de las potencias modernas desde hace dos siglos.
El Espíritu de Nuestro Tiempo es ese: la tentativa, y ya no sólo la tentativa ideológica, sino el proyecto expreso de construir un único mundo, bajo la forma de un Estado Mundial, sobre los cimientos de un único tipo de civilización y en torno a unos únicos valores: los de la modernidad técnica. En esas condiciones, sólo cabe una actitud para aquellos que se sienten comprometidos con la vida de su nación, de su comunidad, de su pueblo: examinar los acontecimientos y tomar posición.
1.- La construcción del NOM
Carlos Marx decía que la función del intelectual era “ser capaz de escuchar cómo crece la hierba”. Vamos a prestar oído. Aunque, en este caso, la hierba hace demasiado ruido, tanto que es imposible no darse cuenta de lo que está pasando bajo nuestros pies.
Todos hemos oído hablar de la “Cumbre de Río de Janeiro”, celebrada hace unos años para armonizar las políticas ecológicas de todo el mundo. Su objetivo consistía en que los países en vías de desarrollo dejaran de utilizar recursos y procesos industriales nocivos para el medio ambiente. Loable intención que no sería sospechosa si no proviniera de los países desarrollados, esos países que no tuvieron empacho en utilizar esos mismos procesos tecnológicos para su propio desarrollo. La “cumbre” terminó sin resultado conocido. A priori, parece que los países en vías de desarrollo van a seguir utilizando esos procesos industriales contaminantes, pero todos se han comprometido a participar en la construcción de un “nuevo orden ecológico” patrocinado, por cierto, por los Estados Unidos. ¿A quién beneficia esta “Cumbre”?
El pasado mes de enero se reunió en la ciudad suiza de Davos, como todos los años, el World Economic Forum (Foro Económico Mundial). Se trata de una reunión de los principales financieros y políticos del mundo entero con el objetivo de “coordinar” todas las economías del planeta. Su fin último es crear un único mundo en torno a los “valores” del mercado. A esta última reunión acudieron ya los ministros de Economía de Polonia y Rusia, que cantaron himnos al mercado libre y manifestaron su sumisión a la gran finanza internacional. La nota entregada a la prensa por el propio Foro Económico Mundial decía: “El nuevo orden económico internacional supone la globalización, el aumento de la competencia, una continua adaptación de las estructuras y la desaparición del Estado del Bienestar” (Efe, 1-2-94). Globalización, ¿de qué?: de la economía. Adaptación, ¿de qué estructuras?: de las estructuras políticas. Se trata de construir una economía transnacional donde los Estados no tengan ya capacidad para decidir sobre su propia política económica. ¿A quién beneficia esto?
El pasado mes de septiembre se reunió en El Cairo la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo, bajo los auspicios de la ONU. Su objetivo: que los países pobres controlen drásticamente sus tasas de natalidad, para evitar una explosión demográfica que podría causar un grave desequilibrio económico en el planeta. Esta Conferencia se había convocado a instancias de los países ricos, y en ella se constató la oposición de los países pobres, que veían cómo los poderosos del planeta querían influir incluso en la vida sexual de los pueblos subdesarrollados. ¿A quién beneficiaría esta intervención?
Acaban de reunirse en Madrid el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que han celebrado su aniversario entre las unánimes bendiciones de los gobiernos del mundo desarrollado, socialistas incluidos. En esta reunión hemos vuelto a escuchar los mismos argumentos de Davos: globalización de la economía, renuncia a la intervención política –incluso en lo social-, coordinación de las políticas económicas para introducir a los países pobres en la dinámica financiera de los ricos... ¿A quién benefician todas estas orientaciones?
2.- Los que mandan en el mundo
Todas estas “cumbres” tienen un punto en común que resulta de la mayor importancia, porque arroja luz sobre un hecho completamente nuevo: por primera vez, los gobiernos de todo el mundo desarrollado, las instancias financieras internacionales y la Organización de las Naciones Unidas van al mismo paso. Todos ellos han aceptado con gusto el compromiso de construir un Nuevo Orden del Mundo. Y el que marca el paso en este desfile es el gobierno de los Estados Unidos de América. Los que mandan en el mundo no son unos oscuros grupos de señores que actúan como “mano invisible”, según querría una reaccionaria visión conspirativa de la Historia. Los que mandan en el mundo son los gobiernos de los países occidentales, las instituciones internacionales y las instancias financieras, que actúan conforme a un programa determinado y que han aceptado el liderazgo de los Estados Unidos para construir un determinado orden universal fijado de antemano.
Durante muchos años, tanto la Unión Soviética como los países “no alineados” o potencias nacionales como Francia se habían opuesto a que la ONU fuera dirigida por los intereses de la política norteamericana. Todos recordamos las graves crisis en el seno de la Unesco, por ejemplo, que llegó a oponerse a lo que entonces se llamó “nuevo orden económico mundial”, así como al “nuevo orden informativo”. Hoy, sin embargo, esas barreras han desaparecido. Todos marchamos al paso que nos marca Washington. Y parece que no hay otra opción, o mejor dicho: nadie quiere plantear otra opción.
No olvidemos este punto fundamental: el proyecto del NOM es, en este momento, un proyecto fundamentalmente norteamericano, pero sumisamente aceptado por el resto de Occidente. Tras la caída de los regímenes del Este, los Estados Unidos proclamaron solemnemente el advenimiento de un Nuevo Orden. Tanto el republicano Bush como el demócrata Clinton han rubricado de buena gana ese proyecto, y las sucesivas intervenciones bélicas, desde Irak hasta Haití, no tienen otro objetivo que ese: que nadie escape a la dimensión universal del orden nuevo. Un orden que no es sólo político o económico, sino que aspira a ser el molde de una civilización universal: un mundo único pensando, actuando y viviendo del mismo modo. Lo decía Milan Kundera: “La unidad de la humanidad sólo significa, en el fondo, que nadie pueda escapar a ninguna parte”.
Ahora bien: esta idea del mundo no es nueva, ni la han inventado los Estados Unidos. El NOM no es sólo una cuestión política o económica. La historia de las ideas nos enseña que el proyecto del NOM es consustancial a las ideologías de la modernidad, y lo es desde el mismo nacimiento de la filosofía de la Ilustración. Si eso no se entiende, no entenderemos la verdadera dimensión del momento que estamos viviendo.
3.- El cosmopolitismo universal
La idea de una humanidad unida bajo un solo poder es tan vieja como la idea de imperio en Europa. Como decía Spengler, “el hombre noble, el patricio, aspira a ordenación y ley”, y así los pueblos europeos, mientras estuvieron vertebrados en torno a los valores de una aristocracia de la sangre, la guerra y los dioses, una aristocracia al estilo antiguo, aspiraron a dar al mundo un carácter único. El Imperio Romano es el mejor ejemplo de una tentativa por unificar el orbe -el orbe romano-. Y los Imperios posteriores, desde el Sacro Imperio Romano Germánico hasta nuestro Imperio donde no se ponía el Sol, siguieron alimentados por esa idea religiosa y política a la vez, aunque ahora el Dios fuera otro. El europeo antiguo tiene la convicción de que, bajo la diversidad del mundo, reposa una cierta unicidad. De ahí procederán las primeras formulaciones del Derecho Internacional, el Ius Publicum AEuropeum, que trata de otorgar un Nomos, un orden a un mundo diverso y en permanente conflicto.
Pero aquel Antiguo orden del mundo no tiene nada que ver con el presente. En primer lugar, allá, entre nuestros antepasados, el principio del orden es espiritual, y por eso cualquier orden ha de pasar por el Emperador, aún cuando el poseedor de la corona imperial fuera menos poderoso que otros reyes vecinos. Por otra parte, no puede decirse que el Viejo Orden del Mundo tuviera una ambición planetaria o de dominio efectivo universal: en la teoría del Imperio no hay una voluntad expresa de exterminio del enemigo o de aniquilación de la “alteridad”, aniquilación de lo que es diferente a uno. En el mundo antiguo, la existencia del enemigo es parte de la vida; de ahí la necesidad de las guerras, pero también la eventualidad de las treguas; nuestras más crueles guerras serán guerras exclusivamente de religión, y cuando un Emperador (como el alemán Federico II Hohenstauffen o el español Felipe II) pretenda actuar por su cuenta, ya estrechando lazos con el enemigo, ya encarnando directamente la autoridad espiritual, sufrirá la hostilidad del Papa.
Serán precisamente las grandes guerras de religión -y especialmente las derivadas de la reforma protestante- las que darán al traste con la idea de la Paz Imperial, cuando la autoridad espiritual y el poder temporal demuestran su incapacidad para detener la guerra civil en Europa. Pero insistimos: en la teoría del Imperio -y, por lo general, en la práctica imperial- no se contempla el proyecto de un dominio efectivo sobre todo el globo terráqueo mediante la aniquilación espiritual o física del enemigo. ¿Por qué? Primero, porque el de Imperio no es un concepto de poder inmediato y físico, sino que es político sólo y en la medida en que es espiritual; el Imperio es una metafísica del poder que no exige la extensión de un aparato burocrático o de un dominio administrativo a todo el orbe. Y después porque, en el mundo antiguo, el concepto de humanidad no es el mismo que hoy: los términos Humanidad o Universal, entre nuestros antepasados, equivalen a los pueblos que han abrazado la Pax Romana o, después, a aquellos otros que han hecho lo propio con la fe cristiana; de manera que aquí nos estamos moviendo en un mundo limitado –voluntariamente- por razones políticas o religiosas. La conclusión es evidente: en un orden así concebido, el “otro”, el que no es como uno, tiene derecho a seguir siendo diferente.
Por el contrario, todas las ideas de aniquilación física del enemigo aparecerán –por supuesto, convenientemente moralizadas- en la modernidad, a partir del siglo XVII y, sobre todo, en el siglo XVIII. Es el momento en que los Ilustrados y sus predecesores, los utópicos, empiezan a imaginar la sociedad humana como fruto de un contrato, al mismo tiempo que se empieza a pensar que todo el mundo, todos los hombres, son sustancialmente idénticos, e igualmente sometidos, por tanto, a la regla supuestamente natural del contrato. Y no se tardará en aplicar esa figura del contrato al orden internacional, a la existencia polémica de las naciones.
Aquí encontramos también el origen de la visión liberal, economicista, que piensa que todo en la vida funciona como un intercambio de mercancías, y que es preciso dejar que ese intercambio circule libremente, sin “interferencias” políticas. Siguiendo esta lógica del contrato, no sólo cambia la idea del orden social, sino que también cambia la idea del orden del mundo. En la Europa antigua, el principio del orden era espiritual y tenía límites políticos y espirituales -en una época en que la política y el espíritu iban de la mano-; en la Europa de la Ilustración, por el contrario, ese principio será económico y moral, y no reconocerá límites territoriales porque la economía, como la moral abstracta, se cree con derecho a extender su manto sobre todo lo vivo.
Hay muchos nombres en esta tentativa ilustrada: Emerico Crucé, Sully, el Abate de Saint-Pierre (véase su Proyecto de paz perpetua en Europa, fechado en 1713)… Pero el verdadero teórico del nuevo orden del mundo, el gran filósofo de un universo cosmopolita es Imanuel Kant, que expuso sus tesis, sobre todo, en dos obras: Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y La paz perpetua. Kant, más que Hegel, es el verdadero inspirador de la filosofía de la Historia de la Ilustración, cuna de las diversas ideologías de la Modernidad. Kant cree que la Historia es una marcha del género humano hacia su moralización; esa moralización significa una cosa: la emancipación absoluta del individuo. Emancipación, ¿de qué? De todos los vínculos que en el mundo antiguo le retenían: la comunidad, la religión, los reyes, la tradición... Sólo un hombre libre de esos enojosos vínculos llegará a ser verdaderamente libre, verdaderamente “moral”. Y, liberado, podrá marchar hacia el futuro del género humano, que es el de un mundo unificado bajo los valores de la emancipación individual, la civilización moderna, la libertad del mercado...
Ese es el proyecto cosmopolita de Kant. Para Kant, el primer gran paso hacia ese nuevo orden ha sido la Revolución francesa, que define como Entusiasmo. Hay, no obstante, un enemigo en el horizonte: el Imperio austríaco, síntesis del trono y el altar y metáfora, por tanto, de esos viejos vínculos que el nuevo hombre moral debe abandonar. Sólo la guerra contra Austria podrá liberar a la entera humanidad. Y cuando esté liberada, habrá de caminar, primero, hacia una Federación de Estados, y luego, por fin, hacia un Estado Mundial; un Estado Mundial que se considera como el supremo bien.
Nótese cuál es el punto de partida de Kant: existe una aspiración natural de los hombres hacia una existencia moral. Kant define lo moral a su manera, pero no demuestra ni que él tiene razón, ni que ésa es la aspiración “natural” de todos los hombres. Kant parte de un prejuicio ideológico -la identificación entre existencia moral y libertades burguesas- y además recurre a un truco muy común en todo el pensamiento ilustrado: identificar al burgués ilustrado europeo del siglo XVIII con el género humano en su conjunto; identificar los intereses del burgués liberal con los intereses de todo ser humano. Dicho de otro modo: Kant justifica moralmente -y ésa es su perversidad, si se me permite el término- la imposición de las ideologías de la modernidad en todo el mundo, de buen grado o por la fuerza.
Y por eso está también legitimada la guerra de exterminio contra los obstáculos con que se topa la modernidad. Kant coge el viejo argumento de la “guerra justa” y lo manipula a su manera. La “guerra justa”, para nuestros antepasados, era toda guerra contra el enemigo de la comunidad; luego, fue la guerra contra los enemigos de la Cristiandad; pero, a partir de Kant, “guerra justa” será la guerra contra los enemigos de la Modernidad. Y de ese planteamiento -aunque en este caso la paternidad kantiana es más discutible- nacerá otro argumento muy característico de las ideologías modernas: el de “la guerra que pondrá fin a todas las guerras”. Toda guerra queda justificada si se hace contra los enemigos de la modernidad y con la pretensión de que, aniquilando por completo al enemigo, sea la última guerra. No es un azar si volvemos a encontrar ese argumento en todas las guerras libradas por las potencias modernas (Francia, Inglaterra y, sobre todo, los Estados Unidos) desde el siglo XIX hasta nuestros días.
“ Pero todo esto son sólo filosofías”, se me dirá. Sí, son filosofías, pero no cometamos el error de infravalorar el poder de las ideas. El propio Kant habla expresamente de la posibilidad de incluir un artículo secreto en los tratados internacionales donde quedara dicho que los estadistas seguirían las ideas de los filósofos (en el sobreentendido, por supuesto, de que todos los filósofos pensarían lo mismo que Kant). No vamos a defender aquí la extravagante tesis de que los políticos de los dos últimos siglos han obedecido a Kant y han incluido en sus tratados ese “artículo secreto”; nos basta con constatar que todos esos tratados han seguido las consignas universalistas o cosmopolitas señaladas por Kant y por los que pensaban como él. Por otra parte, las cosas están clarísimas: basta ver la evolución reciente del orden del mundo para comprobar hasta qué extremo Kant supo captar la vocación, el destino del mundo moderno. El mundo está caminando exactamente en la dirección que Kant marcó, Estado Mundial incluido. ¿Puede ser casualidad? No, no lo es: acabamos de ver cómo nace la ideología que hoy intenta imponerse en todo el mundo; estamos describiendo el camino de un mismo proceso. Y es importante saber de dónde viene cada cual.
4.- El mundo contemporáneo
Veamos ahora la evolución del mundo contemporáneo, la evolución de las relaciones de poder. Como ya hemos visto, un gran estudioso de la Teoría del Estado, el alemán Carl Schmitt, describió en los años cincuenta la trayectoria del Nomos, el orden de la Tierra, y lo hizo en los siguientes términos. Desde el siglo XIX, el mundo había vivido una fase Monista, en la que un solo poder real -en este caso, el Occidente moderno- se enfrentaba a un sólo enemigo, un enemigo que primero fue Austria -como decía Kant- y luego, en 1914 y en 1939, Alemania. A partir de 1945 se inaugura otra fase, la Dualista, marcada por la “Guerra Fría” y por la partición del mundo en dos bloques: el capitalista y el comunista. Pero a raíz de la descolonización, en los años cincuenta, cabía imaginar una tercera fase: la Pluralista, marcada por la competencia entre las nuevas potencias emergentes. Schmitt escribía influido por el movimiento de los “no alineados” y la Conferencia de Bandung, en 1955. Luego volveremos a hablar de ello. Retengamos de momento esta tripartición, estas tres fases, porque el viejo Carl Schmitt nunca hablaba a humo de pajas.
En 1944, cuando parecía ya inevitable que la fase Monista del orden del mundo se transformara en una fase distinta, las potencias aliadas -y aquí la iniciativa es especialmente anglosajona- pergeñan dos tratados: uno es la “Carta Atlántica”, que supone la extinción de los viejos imperios ultramarinos y que dará lugar a esa gran trampa de la descolonización; otro es el de la Conferencia de Bretton Woods, que se acaba de conmemorar en Madrid y que significa el nacimiento del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial. Toda esta operación responde a una meta claramente definida de la política del presidente americano, Roosevelt: la creación de un One World, un único mundo. El objetivo de esas instituciones es regentar, gestionar, dirigir la vida económica del planeta. Ambos acontecimientos son de una gran trascendencia para lo que aquí estamos diciendo: a partir de ese momento, las potencias aliadas, y sobre todo los Estados Unidos, ponen los medios para construir un nuevo orden del mundo, de ambición planetaria y talante económico, legitimado a través de la presunta superioridad moral de su sistema de convivencia (libertad individual, democracia, etc.); exactamente tal y como lo había deseado Kant. La semilla del actual NOM ya está plantada.
La política del FMI tuvo una consecuencia inmediata: la vieja división del mundo entre Metrópolis imperiales y Colonias, herencia de los siglos anteriores, es sustituida por la división entre países pobres y países ricos. No olvidemos que uno de los puntos fundamentales del programa kantiano era acabar con los imperios; como por azar, eso era también lo que pedían los liberales, porque era más cómodo y barato comerciar directamente con burguesías locales, que hacerlo a través de grandes y costosos aparatos militares y políticos. A partir del fin de la segunda guerra mundial, la estructura imperial-colonial desaparece; sólo habrá países ricos y países pobres.
No creamos, sin embargo, que un manto de libertad se extiende por el planeta. Los países pobres sí están ya políticamente emancipados, pero esa independencia es tan sólo el pretexto moral para dar paso a una absoluta sujeción económica. Es natural: en una óptica universalista, la independencia no puede consistir en una libertad real para fijar los objetivos autónomos de una comunidad soberana, porque eso significaría dar jaque al universalismo. Todo lo contrario: en el proyecto cosmopolita, la emancipación política sólo es un paso previo para que la comunidad recién emancipada ingrese en el orden del mundo.
Estamos asistiendo desde este momento a la condena a muerte de vastas extensiones del planeta. ¿Por qué? Porque la política de los vencedores, plasmada en las “recomendaciones” del FMI y del Banco Mundial, consiste en dividir el mundo en grandes “zonas de producción”: los países pobres van a aportar sus economías a la civilización universal, y lo van a hacer especializándose en productos determinados. De ese modo, todos los países pobres, obligados a producir en masa uno o dos productos básicos, pierden la posibilidad real de automantenerse, de autoabastecerse, y quedan obligados a depender de las compras extranjeras y de los créditos internacionales para la producción. La mayor parte de África ha corrido este destino: convertirse en países miserables, obligados a depender eternamente de las compras extranjeras. Para abastecerse, no les queda más remedio que endeudarse... en dólares, por supuesto, porque ésa es la moneda-patrón desde Bretton Woods. Es otra forma de esclavitud. Eso sí, con una gran diferencia: ahora, esos pueblos son nominalmente libres, democráticos, están “emancipados”. “La moral”, decía Kant.
Pero sigamos con el Nomos de la Tierra desde 1945. Simultáneamente a Bretton-Woods, una nueva ruptura parece adueñarse del mundo: es la oposición entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, los vencedores de 1945, que compiten ahora entre sí por el dominio del planeta. Es importante señalar que ambas potencias proceden, ideológicamente, del mismo mundo: las ideologías de la modernidad, y su objetivo es el mismo: instaurar un orden universal regido ya por el libre mercado (el caso americano), ya por la dictadura del proletariado (el caso soviético -y recordemos una vez más, por cierto, que Marx veía la dictadura del proletariado como una simple etapa transitoria: su objetivo final era la instauración de un “paraíso universal de contables”, como dice el III Tomo de El Capital).
La propaganda política de posguerra hará que nadie escape a esa confrontación. Una especie de terror helado se extiende por todo el planeta, que empieza a vivir agobiado por la amenaza de una guerra nuclear. La hostilidad entre una potencia y otra es tan radical, tan hondo el conflicto y la conciliación tan difícil, que se diría que la guerra es inevitable. Sin embargo, en algo sí estarán de acuerdo ambas potencias: en que nadie pueda marchar por una tercera vía. Los no-alineados en 1955, Hungría en 1956, Checoslovaquia en 1968... Todos ellos intentaron escapar a la bipolaridad USA-URSS, pero los dos monstruos impedirán cualquier escapatoria. Por eso puede hablarse, objetivamente y más allá de la “Guerra Fría”, de un condominio americano-soviético.
Y es en ese momento cuando empieza a hacerse patente la verdadera naturaleza del conflicto de nuestro siglo: la verdadera guerra no es la que se libra entre capitalismo y comunismo, entre Occidente y Oriente, sino la que opone, de un lado, a los partidarios del Dualismo, del condominio americano-soviético, y por otro, a los partidarios del Pluralismo, de las identidades nacionales y populares. La revolución islámica en Irán tendrá la virtud de aclarar la situación: por encima de la enemistad USA-URSS, y pese a los discursos oficiales que pretendían someter a todo el mundo a esa bipartición de campos, ambas potencias, Washington y Moscú, eran aliados objetivos en el mantenimiento de un cierto statu quo internacional; y la única forma de romper ese statu quo será apelar a la identidad de los pueblos, a su raíz más profunda y al derecho de cada pueblo a ser él mismo.
Esa era la situación del mundo cuando, súbitamente y sin que los analistas oficiales se enteraran, el bloque soviético se derrumba. Gorbachov liquida los restos del imperio ruso; revueltas populares más o menos amañadas derriban a los dictadores marxistas; cae el Muro de Berlín y la relación de poder en el mundo deja de ser dualista para volver a ser Monista.
Pero vayamos por partes. ¿Por qué cae el comunismo? La causa directa es la imposibilidad de seguir la frenética carrera de tecnología militar impuesta por los Estados Unidos de Reagan. Pero la causa profunda es la incapacidad de una filosofía utópica, ficticia -la del marxismo-, para organizar el mundo sin recurrir a la represión permanente. El hecho es que, derrumbado el comunismo -”víctima de sus propias contradicciones”, como diríamos en la jerga marxista-, sólo queda un poder que encarne el proyecto unificador de la modernidad: los Estados Unidos y su ámbito de influencia, lo que se llama “Occidente”.
No caigamos en el error de juzgar el fracaso del comunismo como una victoria del capitalismo. Un ensayista francés, Pascal Bruckner, ha escrito un libro muy revelador, La melancolía democrática, donde las cosas se ponen en su sitio: la verdad es que el comunismo no ha caído porque la democracia liberal sea mejor sistema o porque la presión política de Occidente haya mermado la capacidad de reacción comunista; el comunismo ha caído, simplemente, por sus propios errores, porque era un sistema ineficaz. El enemigo del capitalismo se ha suicidado. No hay victoria.
5.- El Fin de la Historia
Sin embargo, el capitalismo se atribuye esa victoria y al día siguiente de la caída del Telón de Acero declara su intención de crear un Nuevo Orden del Mundo. Hemos llegado, por fin, al momento cumbre soñado por Kant y que nunca había dejado de estar ausente del programa ideológico de la modernidad. Los estalinistas rusos empiezan a ser llamados “conservadores”; la vieja URSS empieza a ser definida como el último imperio -¿no huele a Kant? Y ahora, muerto el último imperio, la humanidad puede caminar hacia el Estado Mundial con un líder indiscutido: los Estados Unidos.
En esa tesitura, aparece un nuevo referente intelectual que va a tratar de dar cuenta de la situación en un tono declaradamente apologético: el ensayo de Francis Fukuyama sobre El Fin de la Historia. A pesar de lo mucho que se ha escrito y hablado sobre este hombre y su tesis, no parece que se haya entendido demasiado bien lo que quería decir: ¿Que la Historia se termina? ¿Es el apocalipsis? Pero no, no se trata de eso. Fukuyama no está diciendo ninguna estupidez. Y lo entenderemos mejor si vemos que lo que Fukuyama llama “Fin de la Historia” equivale a lo que Kant llamaba “Estado Mundial”. Seguimos moviéndonos en la lógica de la Ilustración, de la visión cosmopolita de la Historia, de la Historia entendida como un movimiento guiado por un finalismo moral.
Kant había dado a la Historia una dirección determinada y concreta: la consecución de una unificación universal bajo los valores de la modernidad, cuyo eje es la razón universal y la emancipación individual (en términos actuales: democracia liberal y capitalismo mundial). En ese misma lógica, Hegel considera que la Historia es una lucha por conseguir esa emancipación universal, identificada con el triunfo de la Razón Ilustrada, la razón universal, en todo el globo; por consiguiente, cuando la Razón Ilustrada se imponga, cuando ya no haya enemigos, el mundo nacerá a un nuevo orden y la Historia habrá terminado. Lo que Fukuyama hace es bucear en la ideología moderna, actualizar los planteamientos de Kant y Hegel y aplicarlos a la situación contemporánea. Y Fukuyama, con toda lógica, llega a la conclusión de que ese Fin de la Historia se ha producido ya, desde el momento en que nadie parece que vaya a detener el triunfo de la Modernidad, justamente identificada con la victoria del libre mercado, las democracias liberales y la hegemonía de los Estados Unidos. El Fin de la Historia no significa otra cosa: los últimos imperios, los últimos obstáculos para la victoria de la ideología moderna han desaparecido. Por consiguiente, el sueño de Kant y Hegel se ha realizado ya.
Conviene entender la tesis de Fukuyama como lo que es: un discurso de legitimación del nuevo statu quo internacional, del mismo modo que los discursos de Kant y Hegel eran legitimaciones de las revoluciones burguesas. Y podrá sonarnos más o menos extraño, pero la verdad es que los mismos que gobiernan el mundo, los miembros de esas instituciones que hemos mencionado al principio de esta exposición, comparten el análisis de Fukuyama y creen, como él, que hemos llegado al mejor mundo posible, y que toda oposición a este estado de cosas debe ser ahogada antes de que nazca. La casta dirigente del planeta vive, mentalmente, espiritualmente, en el Fin de la Historia y en el Estado Mundial.
De este modo se van dibujando los contornos de un programa: el de la aplicación práctica del NOM, una aplicación que debe ejecutarse ya, puesto que el último gran enemigo ha sido vencido. Y una mera ojeada a los distintos aspectos de nuestra vida colectiva nos permitirá ver cómo el programa del NOM empieza ya a aplicarse en todos los terrenos. El NOM, evidentemente, lleva ya muchos años aplicándose en el campo económico, que es siempre la vanguardia de la ideología ilustrada. ¿Cómo se está aplicando? Siguiendo religiosamente las recomendaciones del FMI y el Banco Mundial. Unas recomendaciones que ahora se extienden por primera vez a la China continental y a los viejos países del Este de Europa. Se trata de implantar en todas partes la libre circulación de mercancías y, sobre todo, de capitales: ese es el dogma de fe del NOM. Las Conferencias Internacionales, como
las que antes hemos citado, sirven para dar orientaciones, armonizar, coordinar las políticas económicas de todos los países y siempre, siempre, advertir a los Gobiernos que es inútil oponerse a “la naturaleza libre del dinero”. Por lo demás, la partición en “zonas de producción” instaurada en 1944 -y de la que hemos hablado anteriormente- sigue manteniéndose: a pesar del fracaso del sistema, patente en las hambrunas y las catástrofes que están asolando África y Asia en los últimos decenios, el NOM insiste en que ése es el único sistema posible, y si el hombre no se adapta al sistema, el hombre tendrá que desaparecer, como dijo, refiriéndose a África, el sociólogo Daniel Bell. Es lo mismo de la conferencia de El Cairo: si los hombres no respetan las cifras previstas por el sistema, reduzcamos la cifra de hombres: nada de variar los cálculos del sistema. En esa espantosa pretensión, disfrazada de filantropía moral, descubrimos el verdadero rostro del NOM: la ambición de someter la vida humana, la vida de los pueblos, a las exigencias de la civilización técnica; agarrar a la vida por el cuello y golpearla hasta que entre en los márgenes de un cuaderno de cálculo. Es la mayor opresión que jamás ha vivido el espíritu humano.
Al servicio de esa aspiración titánica, en la terminología de Jünger, se despliega toda la política del NOM. Porque el NOM se está aplicando ya en el terreno político. ¿Cómo? Mediante la coalición internacional frente a los hipotéticos enemigos del Estado Mundial, aquéllos que por razones religiosas, políticas o intelectuales quieren mantener una cierta preferencia nacional o, simplemente, rehúsan someterse a los criterios económicos y culturales de una civilización mundial. El mejor ejemplo es el del Islam. Toda potencia islámica se ha convertido en un enemigo declarado del Estado Mundial, del NOM. Y el caso más claro no es el de Irak, sino el de Argelia. Uno de los criterios básicos del NOM es la implantación de democracias liberales en todos los países, sea cual fuere su estructura social o cultural. Recordemos que, en la óptica ilustrada, democracia liberal equivale a política moral. Pero en Argelia, un partido político opuesto al NOM, el Frente Islámico de Salvación, ganó limpiamente unas elecciones. Y el NOM patrocinó, con un vergonzoso consenso internacional, un golpe de Estado contra los nuevos gobernantes de Argelia. Los miembros del FIS fueron apartados del poder, perseguidos, encarcelados e incluso ejecutados. ¿Por qué? Porque no querían el NOM. Ni una sola voz oficial del resto del mundo se alzó contra ese atropello. Tanto derechas como izquierdas, de acuerdo en mantener este orden internacional y los valores que lo sustentan, saludaron la intervención militar auspiciada por los gobiernos occidentales. Y ahora nos escandalizamos, horrorizados, porque determinados grupúsculos fundamentalistas andan por ahí en plena locura, degollando extranjeros. El terror, sí, engendra terror, y el de la Argelia de los años 90 ha alcanzado cumbres espantosas. Pero ese terror no lo comenzaron ellos: lo comenzó el NOM.
Para legitimar ese injustificable estado de cosas, el NOM goza de un arma mucho más poderosa que la bomba atómica: los medios de comunicación, y especialmente la televisión internacional. La televisión bombardea todos los días a todos los hombres del mundo, sean cuales fueren sus culturas de origen, sus creencias y sus tradiciones, con los mismos mensajes. “Todos los hombres poseen la misma aspiración natural”, decía Kant. Eso no es verdad. Pero sí es verdad que la televisión implanta en todo el mundo las mismas aspiraciones: el lujo, el consumo, el placer de una existencia hedonista... Series como “Dallas” o “Falcon Crest” no se emiten sólo en el espacio occidental: llenan también las pantallas en Kenia o el Senegal. Y esas series son mucho más eficaces que unos informativos, porque, a través de esos productos, se va construyendo una universalización de las formas de vida que constituye, de hecho, la mayor empresa de colonización espiritual jamás emprendida por potencia alguna. Así se extienden de modo uniforme unas amplias expectativas que contribuyen a consolidar un determinado sistema social y económico. La gente ve ahí, en la pantalla, que puede ser feliz; se lo cree y comienza a imitar los comportamientos que la pantalla le muestra; después, tras la adopción de las pautas de conducta, se imponen también los valores, unos valores ajenos a los del individuo en cuestión. Es lo que Iring Fetscher ha llamado “democratización de la satisfacción”: todos deben asumir como propia la opulencia del sistema.
Evidentemente, la realidad frustra una y otra vez esas expectativas, especialmente en los países pobres. Sin embargo, los mensajes de la comunicación mundial de masas no responsabilizarán de esa frustración al sistema que la ha engendrado, sino que dirigirán sus críticas al pasado, a la barbarie, a las tradiciones, que se convierten en obstáculos para que el ciudadano de Mauritania llegue a ser como J.R. Ewing. Así se cierra el círculo. El recurso a la tradición, a la identidad, queda proscrito. El hombre ya no sabe a dónde mirar... Y se contenta con lo que tiene: la televisión, pero también lo que hay dentro de ella, ese mundo que la televisión le muestra y que se convierte en el mundo ideal.
Entramos así en un tercer aspecto del NOM: el ideológico, lo que podríamos llamar la Bomba “i”, que es peor que la Bomba “H”. Ningún sistema puede mantenerse en el poder si no tiene una visión del mundo, un discurso, un relato, un conjunto de ideas que lo muestre como el sistema más indicado. Del mismo modo, el sistema moderno, el NOM, ofrece un relato legitimador a sus súbditos; ese relato es, en distintos niveles, el de la ilustración, y lo podríamos reducir a los siguientes tópicos:
1- El hombre es igual en todas partes y en todas partes tiene las mismas aspiraciones; esas aspiraciones son, fundamentalmente, económicas. Por tanto, el orden natural del mundo será el de un Estado Mundial construido sobre criterios económicos.
2- Esa igualdad radical se ve obstaculizada por las culturas autóctonas, los valores y las creencias heredadas, siempre y cuando sean ajenas o irreductibles al cuadro de valores de la modernidad. Por consiguiente, es legítimo eliminar esas barreras.
3- Dado que la igualdad es universal y moral, todo obstáculo político o de otro tipo debe ser desarraigado. Así, por ejemplo, queda condenado el nacionalismo como delito mayor de nuestro tiempo.
4- La historia es un proceso de carácter finalista, con un sentido determinado, y ese sentido es el de construir un mundo homogéneo, la convergencia de todos los pueblos y todas las culturas en el modelo occidental. Quien se oponga a eso, se opone a la marcha de la Historia.
Podríamos añadir otros desarrollos, pero estos son, grosso modo, los dogmas fundamentales del NOM. Centenares de escritores, profesores e intelectuales, apoyados por fundaciones privadas o centros oficiales y publicitados por los medios de comunicación, construyen y divulgan día a día esta ideología, con el objetivo de que todos los hombres la asuman como propia. Y quien no rubrique sus presupuestos, queda marginado, condenado como “peligroso” o “fascista”. Esta es la fe de nuestro tiempo.
¿Y cómo nos afecta todo esto? Está claro. En esta tesitura, está claro el papel que el NOM nos tiene reservado: va a desaparecer nuestra identidad cultural, va a desaparecer nuestra soberanía política y va a desaparecer nuestra independencia económica. Mirémonos: los españoles somos españoles, somos europeos y somos hispanoamericanos. Pero Europa se está convirtiendo en el esclavo predilecto del NOM, Hispanoamérica se convierte poco a poco en un mercado seguro para la finanza internacional y España misma empieza a dejar de existir para abandonarse a la dulce extinción de su ser en el magma blando e inodoro del NOM. Si no reaccionamos, nuestra suerte está echada.
6.- La zozobra: la tesis de Huntington
¿Todo está perdido? No. Al menos, no todavía. El NOM se está construyendo a pasos agigantados, pero hay muchos obstáculos. Y, del mismo modo que le ocurrió al comunismo, el principal obstáculo que encuentra el NOM no es un poder extranjero, sino sus propios fundamentos, sus propios cimientos ideológicos, que chocan frontalmente contra la realidad. La ideología ilustrada -aquella de Kant- nos dice que el mundo es homogéneo, que la razón es universal y que las aspiraciones de los hombres son las mismas en todas partes. Pero ¿y si eso no fuera verdad? En ese caso, todo el aparato filosófico del NOM caería por su propio peso. El NOM dejaría de ser verdad. Si las culturas fueran elementos irreductibles, si realmente en ellas se contiene una visión del mundo -y por tanto una visión del orden económico y político-, las culturas se convertirían en obstáculos imposibles de vencer, porque dejaría de ser evidente que el destino natural del globo es la convergencia en el modelo de la modernidad occidental. Pues bien: eso es lo que está pasando ahora: que todo eso ha dejado de ser evidente.
Ya hemos hablado anteriormente de un notable intelectual de la Universidad norteamericana, Samuel Huntington, que ha expuesto todo este problema en un ensayo que es una especie de anti-Fukuyama. Ese ensayo se llama “¿Choque de civilizaciones?” y su tesis es la siguiente: el mundo no camina hacia la unificación, sino que las civilizaciones, producto de culturas en muchos casos milenarias, van a terminar eligiendo sus propias vías de desarrollo, al margen del modelo occidental. Huntington evalúa los datos económicos y políticos, y concluye que es inevitable la partición del mundo en grandes zonas caracterizadas por compartir una misma civilización. Esas zonas -las repetimos- son las siguientes: Occidente (que para Huntington abarca desde los Estados Unidos hasta la Europa de la UE, pasando por Australia), el mundo eslavo (Rusia y su cinturón centroeuropeo), el área confuciana (liderada por China), el Japón, la India, el Islam, el África Negra y el espacio Iberoamericano.
Podemos pensar que esta partición es discutible: por razones históricas, culturales y políticas, España está más cerca de Rumanía y de la Argentina que del Canadá. No obstante, y sin perjuicio de que esta cuestión pueda ser debatida posteriormente, creo que hay que valorar el ensayo de Huntington en sus justos términos: por primera vez, uno de los laboratorios del NOM reconoce que el sueño de la convergencia universal es imposible, que las civilizaciones (las culturas) son más fuertes que las economías y, por tanto, que la verdad del NOM ha dejado de ser verdad.
Insisto: quien dice esto no es un “tercerista” o un no-alineado, sino una Universidad que funciona como laboratorio del NOM. De hecho, en los Estados Unidos y en Gran Bretaña la polémica ha sido notable. Vale la pena citar, a título de ejemplo, la agria respuesta que el sociólogo Daniel Bell ha dispensado a Huntington: el choque de civilizaciones es imposible -dice Bell-, porque la economía, la política y la cultura responden a lógicas diferentes. Es el viejo discurso ilustrado. Ahora bien: lo que está en cuestión es precisamente esa “diferencia de lógicas”, y está en cuestión porque nadie ha conseguido demostrar jamás que eso que dice Bell sea verdad. Más bien al contrario: cuanto más avanza la sociología, más patente queda que cultura, economía y política no son lógicas diferentes, sino que unas se conectan con otras jerárquicamente, tal y como hemos expuesto aquí utilizando el modelo de la Teoría General de Sistemas. A una cultura determinada -esto es, a una forma determinada de entender la realidad-, le corresponde una forma concreta de organizarla, o sea, una política, y a esta política particular -que viene configurada por una cultura particular- le corresponde una economía particular. A una cultura como la occidental, que a partir del siglo XVII -y aún antes- consagró el individualismo y el esfuerzo técnico, le corresponde necesariamente una política burguesa, y de esa política burguesa se deduce por fuerza una economía que es el libre mercado. A una cultura como la islámica, que es comunitaria y tradicionalista, le corresponde una política definida en términos de religión, y por tanto, una economía donde el bienestar individual no tiene el mismo valor que aquí, en el occidente burgués.
Ya desde los años cincuenta, algunos economistas de la Unesco (como Perroux, Partant o Grjebine) habían advertido que el modelo impuesto en Bretton Woods era absurdo, porque, por así decirlo, expandía un aire que no servía para todos los pulmones. Y estos economistas proponían aplicar un modelo de desarrollo autocentrado: dividir el mundo en grandes zonas de producción y consumo que mantuvieran la soberanía sobre sus propias economías, grandes espacios autárquicos definidos, precisamente, en función de criterios culturales. El África negra podría constituir uno de esos espacios; el Magreb, otro; Europa, otro, etcétera. Lo que era evidente a ojos de todos es que el modelo de desarrollo mundial único era insostenible, porque estaba llevando al mundo pobre a la ruina. Aún no hace muchos años, una joven economista camerunesa, Axelle Kabou, escribió un libro importantísimo titulado así: ¿Y si África rechazara el desarrollo? Lo que esta señorita proponía era algo tan simple y tan de sentido común como lo siguiente: dejadnos encontrar nuestra propia vía para el desarrollo económico; dejadnos que seamos nosotros quienes juzguemos en qué consiste el desarrollo, cómo hemos de entenderlo y qué medios hemos de utilizar para conseguirlo. Por mucho que Camerún sea de cultura francesa, por mucho que las elites camerunesas se hayan formado en las universidades de Paris y por mucho que la televisión bombardee con teleseries a los pobres cameruneses, nunca se conseguirá impedir que los elementos más lúcidos usen el cerebro. Y lo que el cerebro dice es que una cultura, un arraigo, una identidad, siempre es más fuerte que una Balanza de Pagos.
¿Os acordáis de Carl Schmitt? El había dicho que la fase Dualista del Nomos de la Tierra terminaría llevando a una fase Pluralista. Schmitt, ya lo veis, nunca hablaba a humo de pajas. Lo que estamos viendo en el análisis de Huntington es el surgimiento de lo mismo que intuía Schmitt: no el nuevo Monismo de Fukuyama, sino otra cosa completamente distinta. El mundo es plural, y la realidad del mundo, la pluralidad, es más poderosa que el proyecto técnico, la utopía técnica y económica del cosmopolitismo moderno. Las identidades culturales, las raíces, los arraigos pugnan por detener la utópica imaginación del NOM. Mientras haya pueblos conscientes de serlo, no habrá Nuevo Orden del Mundo, porque no será posible el Estado Mundial.
7.- Conclusión: el combate de nuestro tiempo
En estas condiciones, se dibujan dos campos con toda nitidez. Por una parte, el cosmopolitismo del NOM: los que creen que el mundo debe ser sólo uno, que ese único mundo ha de estar regido por los criterios del capitalismo financiero, que las culturas, las tradiciones y las raíces son negativas, obstáculos que hay que eliminar por la fuerza si es preciso. En el campo opuesto, los partidarios de la Identidad: aquellos que creen -que creemos- que el mundo es plural y que ésa es su riqueza; que no se puede obligar a todos los pueblos, sea cual fuere su metabolismo espiritual, a marchar al mismo paso; que cada cual debe elegir la vía que le resulte más propia; que las culturas, las raíces y las tradiciones son no sólo positivas, sino necesarias, porque ellas constituyen lo que nos hace específicamente humanos, lo que define nuestra forma de estar en el mundo.
Para quienes interpretamos el NOM como un monstruoso intento de arrasar el mundo y entregarlo a una civilización sin alma, a la civilización técnica; para quienes queremos seguir siendo lo que somos, el combate de hoy se plantea en esos términos. Es un combate nuevo donde muchas viejas fronteras -por ejemplo, la frontera entre derecha e izquierda- se deshacen. Ahora las apuestas son otras. En lo político, la apuesta consiste en defender la soberanía de nuestras naciones, y en eso pueden coincidir una cierta derecha, una cierta izquierda y aquellos que jamás se han sentido ni de izquierdas ni de derechas. En lo intelectual, la apuesta consistirá en defender el pluralismo del mundo y la identidad de las culturas, y en eso pueden coincidir los viejos náufragos de un cierto socialismo, los restos dormidos de un cierto conservadurismo y los nuevos intelectuales que fundamentan su reflexión en la crítica de la civilización técnica, en la senda de Ortega, Jünger o Heidegger.
Gane quien gane en esta guerra, nadie puede permanecer indiferente. Estamos ante el combate decisivo de nuestro tiempo. Porque lo que nos estamos jugando es el aspecto que ofrecerá el mundo dentro de veinte años, el mundo en que vivirán nuestros hijos. Hace más de medio siglo, Oswald Spengler escribió: “Ahí están los dados del terrible juego. ¿Quién se atreve a echarlos?”. Hay que atreverse.