El 17 de mayo se celebró en París, ante más de 500 personas, un coloquio destinado a conmemorar el primer aniversario del sacrificio de Dominique Venner. Aparte de los oradores franceses, encabezados por Alain de Benoist, intervinieron, procedente de Italia, Carlomagno Adinolfi, de CasaPound, así como nuestro director Javier Ruiz Portella. Éste es el texto de su alocución.
Permitidme empezar de forma un tanto abrupta. ¿No os pasa que hay momentos en que la pesadumbre os aprieta fuerte el corazón? A mí sí. A base de tanto nadar contracorriente, a base de tanto ir contra el aire dominante, el desaliento a veces le invade a uno. Es entonces cuando viene en nuestra ayuda la principal lección que nos ofrece Dominique Venner. Es entonces cuando aparece esa luz de esperanza que se despliega, paradójicamente, en medio de la crítica más despiadada contra la degeneración de nuestro tiempo.
¿En qué consiste esta degeneración? Consiste en que se han desmoronado los tres grandes pilares que hicieron la fuerza y la grandeza de nuestra civilización. «La naturaleza como base, la excelencia como objetivo, la belleza como horizonte», nos recuerda Dominique Venner. Basta enunciar tales principios para saber que ni la naturaleza, ni la belleza, ni la excelencia constituyen hoy la piedra angular de nuestra casa, el pilar de nuestro ser-en-el-mundo. Se diría que han desaparecido simple y llanamente del mapa.
¿Han desaparecido, se han destruido, se han aniquilado?
No, replica Dominique Venner. Sólo se han «adormecido». Al igual que en tantos otros momentos sombríos de nuestra historia, nuestros principios fundadores se han quedado adormecidos. Lo cual es tanto como decir: pueden despertar un día.
¿Por qué lo pueden? Porque lo que está aletargado son los arquetipos, las raíces mismas de nuestra civilización, es decir, de toda nuestra tradición. Y la tradición, «tal como la entiendo —recalca Dominique Venner—, no es el pasado, sino por el contrario lo que no pasa y vuelve siempre en formas distintas. Designa la esencia de una civilización en la muy larga duración».[1]Por ello, nuestras raíces son «prácticamente indestructibles hasta que no desaparezca (como desaparecieron un día los mayas, los aztecas o los incas) el pueblo que constituía su matriz».
Salvo si se produjera tal hecatombe, queda abierta la posibilidad de que lo que hoy está apagado vuelva —bajo modalidades desde luego distintas— a resplandecer un día.
Pero ¿de qué depende tal día?
En cierto sentido… no depende de nada. Lo imprevisible se halla inscrito —explica, dando mil ejemplos concretos, Dominique Venner— en el corazón mismo de la historia.
Lo imprevisible, lo indeterminado, lo que surge sin causa ni razón, es algo que recibió antaño un nombre: el destino, los hados. Esa fuerza misteriosa a la que los dioses mismos están sometidos, los hados, ¿nos serán un día favorables? No está en nuestras manos determinarlo… Y, sin embargo, sí lo está también. Contrariamente a lo que cree la modernidad, la voluntad de los hombres no lo puede todo. Es cierto. Pero los hados tampoco lo pueden todo… También hay que ayudarles un poco. Si los hombres dependemos del destino, también el destino depende de nosotros. Sólo una cosa es segura: sin nuestro empeño decidido, sin nuestra lucha resuelta, jamás los hados nos podrán ser favorables.
Nuestra lucha
Preguntémonos, pues, por nuestra lucha. ¿Lo estamos haciendo bien? ¿Estamos realmente a la altura del gran reto que nos ha sido fijado, emplazados como estamos los hombres de nuestros tiempo en la gran encrucijada entre dos épocas «cuya importancia —afirmaba Ernst Jünger— corresponde poco más o menos al paso de la edad de de piedra a la edad de los metales».
¡Qué tiempos tan curiosos, los nuestros! Cada vez es más acuciante la necesidad de que cambien. Cada vez crece más también el malestar derivado de esas existencias nuestras tan planas, tan chatas, tan desprovistas de cualquier aliento superior. Pero este malestar es sordo, esta desazón se diluye, no consigue plasmarse en nada. Seamos lúcidos: ninguna alternativa se alza hoy con fuerza en el horizonte. Una sola corriente, es cierto, conoce en la mayoría de Europa cierta pujanza: el movimiento identitario. Pero su denuncia del gran Remplazo emprendido por nuestras oligarquías no deja de limitarse a un rechazo, a una denuncia puramente negativa. Si desapareciera un día la actual inmigración de asentamiento, ese mismo día el movimiento identitario se acabaría. Ningún verdadero Proyecto histórico, ningún SÍ se apunta debajo del NO identitario. (Y lo mismo se podría decir, salvando todas las distancias, del NO ecologista.)
¿Por qué ningún SÍ se alza debajo de la gran desazón contemporánea?
No es desde luego por falta de ideas, análisis, planteamientos… Ahí están, y son magníficos. Ahí están desde hace más de 40 años: desde que Dominique Venner, precisamente, fue de los primeros en comprender, junto con otros, que había que pasar de la acción directa en la calle a la acción mediata en las conciencias.
El problema es que en las conciencias no se incide tan sólo con planteamientos e ideas —esas cosas «de intelectuales». Tampoco se incide con denuncias carentes de una alternativa visible, imaginable. En las conciencias se incide sobre todo con imágenes: positivas, llenas de contenido, repletas de esperanza; con imágenes que hablen tanto al corazón como a la imaginación; con imágenes que configuren de todo un Proyecto: estimulante, ilusionante.
¿Tenemos algo parecido? ¿Tenemos alguna imagen, algún Proyecto que ofrecer del mundo que anhelamos?
Digámoslo con otras palabras. ¿Alguien tiene una respuesta a las dos grandes preguntas sin responder a las cuales nada podrá jamás cambiar?
Primera pregunta
De lo que se trata es de acabar con el capitalismo. De acuerdo. Pero ¿qué significa, que implica ello? Contrariamente a lo que significa para la locura comunista, acabar con el capitalismo no implica en absoluto liquidar la propiedad o abolir la desigualdad. Acabar con el capitalismo significa, por un lado, reducir las injusticias, limitar las desigualdades. Por otro lado, hacer que el mercado, el dinero y el trabajo dejen de constituir la piedra angular que supuestamente sostiene al mundo.
Bien. Pero semejante cosa…, ¿cómo se consigue, cómo funciona? ¿Se consigue convenciendo a la gente de que, abandonando lo que parece su propensión natural a la materialidad de la vida, le busquen a ésta otros horizontes? ¿Se obtiene haciendo que la denominada «sociedad civil» —esa negación palmaria de lo político— abandone espontáneamente, por si sola, los derroteros que nos han conducido al borde del abismo? ¿O se consigue ello a través de una lucha enconada, abriendo cauces y alzando diques —creando instituciones: públicas, políticas…, pero ¿cuáles?— que guíen nuestros pasos por caminos diametralmente distintos?
Segunda pregunta… O segundo alud de preguntas
«Nada es verdad, todo está permitido», decía Nietzsche. Nada nos ofrece la garantía —tan falsa… ¡pero tan funcional!— que en el mundo de la religión revelada deba certeza inquebrantable al Bien y a la Verdad. Es esta garantía lo que se ha quebrado. Es el fundamento incuestionable de lo Bueno y lo Verdadero lo que se ha desmoronado… y ya no volverá. No hay aquí ningún estado de adormecimiento. Lo que hay es la presencia envolvente —tan maravillosa… como angustiosa, sin embargo, para la mayoría— de lo incierto, lo imprevisible, lo indeterminable. De eso mismo —recordábamos— que tiene por nombre destino. De eso también, dicho con otras palabras que nos aboca a nuestra grandeza de hombres libres… y a nuestra desgracia: de hombres incapaces de asumir semejante libertad.
¿Significa ello que si ninguna Verdad con mayúscula sostiene ya al mundo, todo está permitido? No. Ni lo está ni puede estarlo —si no, todo se hundiría
Todo se hunde, en efecto, pues tal parece como si todo estuviera permitido. Todo vale, todo chapotea en el gran lodazal de la indistinción generalizada, ahí donde lo feo (basta entrar en cualquier galería de «arte» contemporáneo) parece no oponerse a lo bello; ahí donde lo vulgar parece no distinguirse de lo excelente, ni lo falso de lo verdadero. Ahí donde hasta la ideología del género pretende que ser varón sería lo mismo que ser mujer.
Todo se vuelve indiferente en la medida misma en que todo se hace discutible, impugnable, opinable: basado en esa opinión que la libertad denominada precisamente de opinión permite —en derecho— expresar sin restricciones ni cortapisas.
¿Se deberían, pues, implantar cortapisas que impidieran caer en tal degeneración?
Es conocida la respuesta —afirmativa— que los fascismos dieron a semejante pregunta. Pero si rechazamos esta respuesta, si rehusamos un remedio que acaba resultando peor que la enfermedad, ¿qué hacer para no chapotear en el lodazal del nihilismo en el que todo vale y nada importa?
Ninguna sociedad puede mantenerse sin estar asentada en un núcleo incuestionable de verdad. ¿Cómo compaginar semejante núcleo con la exigencia igualmente incuestionable de libertad? ¿Cómo evitar tanto las vacuidades democráticas como las derivas totalitarias? ¿Cómo imaginar, más concretamente, la vida política, el control del poder, la plasmación de una democracia que, entendida como un simple medio de designación de los gobernantes —no como una filosofía igualitarista del mundo— no sea ni una coartada de las oligarquías ni un artilugio huero y demagógico. ¿Cómo imaginar, por ejemplo, el funcionamiento… o la desaparición —pero ¿sustituidos entonces por qué?— de estos monstruos que han llegado a ser los partidos políticos?
*
Tales preguntas Dominique Venner nunca las formuló explícitamente. Pero todo su pensamiento nos conduce a ellas. Interrogarnos siguiendo su rastro constituye el mejor, el más ferviente homenaje que se pueda tributar a quien se inmoló, en últimas, para que resplandeciera la verdad.
[1] Añadamos de paso que, con tal concepción de la tradición, lo que está haciendo Dominique Venner es oponerse de plano a todo el pensamiento tradicionalista o reaccionario, para el cual sólo se trata, en últimas, de una cosa: de regresar a la Edad Oro de un pasado al que se añora y al que se fantasea.
Bajo un gran cartel, la tribuna del Coloquio. De izquierda a derecha: Philippe Conrad, Pierre Guillaume de Roux, Javier Ruiz Portella, Carlomagno Adinolfi, Berdad Lugan y Alain de Benoist.