28 de octubre de 2022. Cien años de la Marcha sobre Roma

Compartir en:

Todo se jugó a lo largo de cuatro días de vértigo: entre el 27 y el 30 de octubre de 1922; días que así se narran en el libro que Javier R. Portella va a publicar próximamente: una biografía novelada de Margherita Sarfatti: la amante judía de Mussolini. La musa del primer fascismo.[1]

Algunas palabras previas sobre ese personaje fascinante que fue Margherita Sarfatti: judía veneciana de alto vuelo y sensual belleza; aristócrata de antigua estirpe; mujer embebida de tradición y desbordante de modernidad; refinada intelectual de amplios conocimientos; escritora, amante de pintura y de pintores futuristas, vanguardistas y clasicistas; impulsora del movimiento artístico conocido como Novecento Italiano; casada con un ilustre abogado, también judío y veneciano («Adoro las pasiones, pero respeto el matrimonio», decía de sí misma); madre de tres hijos, uno de ellos caído a los diecisiete años en el campo de batalla; reina y primera amante en el ingente harén de Benito Mussolini; militante socialista en su juventud; inspiradora ideológica del fascismo en su fase inaugural; exiliada por el fascismo en su fase final.

Pero antes de llegar al trágico desenlace final; antes de que se produzca la sumisión de Mussolini a Hitler (que tanto Sarfatti como D'Annunzio combatieron con todo su vigor); antes de que se aprobasen en 1938 las delirantes leyes antisemitas (no había un solo judío ejerciendo oposición alguna); antes, en suma, de que Margherita Sarfatti deba exiliarse en Argentina y Uruguay entre 1939 y 1947, año en el que regresó a Italia envuelta en la ola de ostracismo que la cubrió; antes de todo ello veamos cómo vivieron ella y Mussolini las jornadas históricas en las que, recluidos ambos en la casa de campo de los Sarfatti en el lago de Como, idearon juntos la Marcha sobre Roma.


«¿Marchar sobre Roma? No, mejor a Suiza»
—Benito Mussolini (27 de octubre de 1922)

 Y la Historia de pronto se puso a rugir. Ya llevaba años haciéndolo, pero eran casi pequeños gruñidos al lado de lo que se puso a bramar aquellos últimos días de octubre de 1922. Rugía en la calle, en el corazón intrépido de los escuadristas lanzados al gran combate final; resonaban sus rugidos en las líneas telefónicas y telegráficas a través de las cuales, de Roma a Milán y de Milán a Roma, se negociaba sin parar entre el poder —o lo que de él quedaba, pero sus últimos coletazos podían ser feroces— y quienes se aprestaban a tomarlo. Y rugía la Historia en el vientre agarrotado de todos: en el de quienes temían que se desmoronara su viejo Estado liberal; en el de quienes temblaban ante la disolución de sus sueños de proletaria dictadura, y entre aquellos —Mussolini, Margherita y todos los demás— cuyo corazón se encogía ante la angustia de saber que, o tomaban la decisión correcta, o todo se hundía y se acababa.       

Al igual que en la mayoría de los momentos en que todo se juega, el dilema era tan sencillo como angustiante. Había dos opciones, y ni una sola más.

Opción A. La más simple, la más deseable. Pero la más arriesgada… Lancémonos de una vez por todas a la insurrección armada. Que las milicias fascistas marchen decididas sobre Roma. Si triunfamos, se gana todo. Pero si perdemos… Si perdemos, todo, absolutamente todo estará perdido. Basta para ello que el ejército, que dispone de unos medios de los que carecemos, se ponga a disparar y bombardear como ya lo hizo en Fiume.

Opción B. La más segura, la menos arriesgada: aceptar los pactos que, telefonazo tras telefonazo, les están proponiendo todos los liberales, desde Giolitti hasta el mismo presidente del Gobierno, ese cobarde de Luigi Facta, con sus apelmazados bigotes de mani­llar.

«Se han bajado los pantalones —comenta Mussolini—. Nos ofrecen participar en un gobierno de coalición en el que tendríamos un poder realmente grande, inimaginable tan sólo pocas semanas antes. Pero si lo proponen, es porque están con la espada contra la pared. Aceptarlo sería socorrerlos, apuntalar el decrépito régimen liberal. Sería seguir jugando el juego de las componendas y combinazioni de una clase política con la que se trata precisamente de acabar. Lo jodido es que los riesgos de lo otro son tan grandes… No lo tengo claro. ¿Tú que piensas, Margherita?»

Muchas cosas pensaba Margherita Sarfatti aquellos días en que habiéndose retirado ambos a Il Soldo, les divertía ver los mal disimulados intentos que, para seguir sus pasos, hacían aquellos visitantes que se habían acercado al lugar. Para esquivarlos y jugar con ellos al gato y al ratón, daban grandes paseos («Tranquilo, amor, mi rodilla de momento me fastidia muy poco») mientras iban complotando por los bosques desde los que se divisan las mansas aguas del lago y las altivas montañas que lo custodian, en medio de lo cual pensaba Margherita que sí, sí, hay que hacerlo, tenemos que ir, ahora es el momento de lanzarnos sobre Roma, de cruzar el Rubicón; luego será demasiado tarde. «Recuerda lo que ha dicho el gran Vilfredo Pareto en el telegrama que nos ha enviado desde Ginebra: “¡Ahora o nunca!”». Y después de una pausa: «Mira, a mí también me estruja esa emoción y ese miedo de los grandes momentos después de los cuales, se gane o se pierda, ya no habrá vuelta atrás. Pero ¿cómo podríamos ser indignos del mensaje que nos lanzan esos momentos clave? No, no se puede. Por eso es por lo que hay que seguir adelante. Ganaremos, claro que sí, amor —y el amor esbozaba una sonrisa no del todo convencida—. Pero aunque perdiéramos, mira…, prefiero perder habiendo hecho lo que se debe hacer que ganar con una victoria pírrica, como esa en la que obtendríamos los… ¿cuántos son?, ¿cuatro, cinco?…, ministerios que estos canallas nos están ofreciendo».

Qué curioso que es mi hombre, se decía Margherita. Siempre tan lanzado, tan audaz; pero en los grandes momentos, qué miedo le da, qué cauto se pone.[2] Por eso, porque ella lo conocía tan bien, no le extrañó demasiado lo que ocurrió la noche del 27 de octubre en Milán.

¡Qué locura!, se decía. Sólo a mí se me puede ocurrir, en tales circunstancias, ir dos noches seguidas al teatro. El 26 había sido la ópera en el Teatro dal Verme, donde se estrenaba una puesta en escena de Lohengrin, de Wagner. Se hacía con todo el fasto y el ceremonial propios de un estreno, ese ritual del que ni siquiera en vísperas de asaltar el poder había forma de sustraerse. Margherita causó sensación estrenando un espectacular vestido de noche de tafetán azul agua, levemente escotado y que le dejaba desnu­dos hombros y espalda, mientras él lucía levita, chistera, guantes blancos y brillantes zapatos de charol.

Y el día siguiente… El día siguiente, el que debe ser el Día D, se convierte en el día de la más absoluta confusión. En ciertas ciudades —Pisa, Florencia, Cremona…—, los escuadristas han hecho de las suyas. Adelantándose a las órdenes, los muy bestias han atacado antes de la hora prevista —las doce de la noche— prefecturas, correos, comisarías… La declaración del estado de sitio está, por consiguiente, al caer. Y si cae —es decir, si Vittorio Emanuele III firma el decreto dando luz verde al ejército para sofocar la rebelión—, sofocada quedará.

Mientras tanto, a lo largo de toda la jornada, el teléfono ruge sin parar entre Roma, Milán y Perusa, donde Mussolini ha establecido el cuartel general de las operaciones: el Cuadrunvirato, como lo ha denominado para evocar, como siempre, los ecos de ese Imperio que tal vez vuelva pronto a renacer. Integran el Cuadrunvirato cuatro ilustres varones: Cesare Maria de Vecchi, Michele Blanchi, Emilio de Bono e Italo Balbo, quienes asumen la centralización de las operaciones. Pero las operaciones… «¡No es posible, no es posible! —vocifera el Duce—. ¡Las operaciones, se les han ido de las manos a esa panda de inútiles, de tarados, de imbéciles!». Una parte de las legiones se han puesto a marchar por su cuenta y riesgo, de modo que ahora todo, absolutamente todo puede pasar. Y si todo puede pasar, es que nadie sabe lo que va a pasar o lo que está pasando.

Tampoco lo sabe Margherita Sarfatti, quien, junto con su hija Fiammetta y algunos amigos, asiste por la noche a una representación de El Cisne, un drama —como si el que se está jugando en Italia no fuera bastante— del húngaro Ferenc Molnár. La obra se representa en el teatro Manzoni, donde de pronto —suenan ya las campanillas que anuncian el comienzo de la función— Benito Mussolini hace su aparición en el palco de los Sarfatti. ¿Qué ha ocurrido? ¿Se ha desconvocado todo? ¿Se ha acabado la fiesta antes mismo de empezar? Estremecida de angustia, Margherita quiere preguntárselo a; pero él la coge cariñosamente por el brazo y le hace un gesto de que se calle. «No se puede hablar en medio de la representación. Esperemos, cariño, al entreacto.»

Quien también tendrá que esperar es Luigi Freddi, el redactor jefe de Il Popolo d’Italia, un joven teniente escuadrista que acaba de llegar corriendo al teatro. Es urgente, tiene que hablar con Mussolini, con el director del periódico; pero de nuevo lo mismo: ¡silencio! Ya se hablará en el entreacto, cuando el redactor jefe le pueda decir, temblándole la voz, que en Cremona ha ocurrido lo peor. «Sí, ese loco de Roberto Farinacci ha asaltado por su cuenta y riesgo la prefectura y la central telefónica, y el ejército ha respondido con fuego. Toda una masacre en la que hay un montón de muertos y heridos.» Ha pasado lo peor, exactamente lo que Mussolini quería evitar a toda costa que pasara: la insurrección en medio de un baño de sangre. Y además se ha producido a destiempo y ya no hay forma de dar marcha atrás. Eso no hay quien lo pare. Alea iacta est.

O eso parece. Porque ahora el Duce se aparta de los demás, habla a solas con su amante y, después de resumirle la situación, le dice: «Mira, vayámonos a tu casa de campo de Il Soldo y pasemos a Suiza por unos días hasta ver en qué acaba todo».

Lo fulminan los verdes ojos que tiene delante. «¡Qué dices! ¿Huir al extranjero como cuando eras un joven desertor? ¿Escondernos en un hotel de montaña? ¿Ver si al final nos sonríe la victoria y puedes volver a Roma montado a caballo y aclamado como en los Triunfos que Roma deparaba a los vencedores? ¡Ah, no! De ninguna manera. Venga, amor, déjate de bobadas. Volvamos al palco, que ya están llamando y va a empezar el siguiente acto.»[3]

«Margherita, me marcho a Roma»
—Benito Mussolini (28 de octubre de 1922)

 El siguiente acto fue doble: uno teatral y otro histórico. El acto teatral tuvo lugar el día siguiente, 28 de octubre, en el mismo teatro Monzoni, donde el ya casi Duce de Italia se vio obligado a asistir otra vez al drama de Ferenc Molnár…, pero en compañía, estas vez, de su legítima esposa, donna Rachele. Por una sencilla razón. Toda la prensa de Milán había dado amplia cobertura a su presencia, la noche anterior, en compañía de la distinguida dama donna Margherita Sarfatti. La escena de celos que, a raíz de ello, le montó Rachele fue apoteósica. Para intentar calmarla, no le quedó más remedio que regresar —tercera función en tres días— al lugar de los hechos.

Pero el gran acto siguiente —no obra de teatro, sino de la Historia— tendrá lugar un día después, la noche del 29 de octubre. En la del 27, mientras Mussolini pensaba en refugiarse en Suiza, en lo que pensaba el Gobierno era en proclamar el estado de sitio, motivo por el cual el caudillo de la insurrección, que no las tenía todas consigo, pensaba en la retirada a Suiza. En realidad, hasta se llegó a proclamar el estado de sitio. Aprobado por el Consejo de Ministros en la madrugada del 28 de octubre, el decreto ya había sido redactado, colgado en las calles de Roma, transmitido a todas las prefecturas del país y depositado sobre el escritorio de Su Majestad el rey.

Todo ello, mientras miles de camisas negras, venidos de toda Italia, se encuentran agolpados bajo una lluvia incesante, torrencial, en los alrededores de Roma. Están pobremente armados, pero ardientemente resueltos a llegar hasta donde sea. Hasta el final. Hasta la muerte, si es menester. La escabechina, por tanto, puede ser dantesca. Entre soldados, carabi­ne­ros y guardias reales, son veintiocho mil hombres que, fuertemente armados y disponiendo de artillería pesada, se aprestan a defender la capital. Frente a ellos, por más enardecidos y dispuestos al combate que estén, sólo hay unos diez mil camisas negras, hambrientos y pertrechados con meras pistolas, puñales, herramientas agrícolas, palos y bastones. El enfrentamiento y sus consecuencias van a alcanzar tales dimensiones que hasta el mismo trono puede acabar tambaleándose.

Y su majestad Vittorio Emanuele III se echa atrás. Ya sea para preservar la corona, ya sea para evitar el derramamiento de sangre, ya sea por ambas razones a la vez, se niega a firmar el decreto por el que se proclama el estado de sitio.

Evitada la masacre, ya sólo cabe una posibilidad: entregar el Gobierno a Benito Musso­lini, quien en la noche del 29 al 30 de octubre, acompañado por Margherita Sarfatti, conducidos ambos por el chófer de ésta en su propia limusina y escoltados por una escuadra de camisas negras, llega a la Estación Central de Milán, donde sube al tren que a la mañana siguiente lo dejará en la romana estación de Termini.

Cuando a las 11:05 horas del 30 de octubre de 1922, el hijo del herrero de Predappio sube con paso resuelto las escaleras del palacio del Quirinal para recibir del rey de Italia el encargo de formar Gobierno, se ha convertido, a sus treinta y nueve años, en el más joven presidente del Gobierno de Italia y en el más joven gobernante del mundo.

No por ello, y pese a todo lo que le debe al rey, dejarán de aflorar aquella mañana los resentimientos anti­mo­nárqui­cos del antiguo izquierdista. Vestido con camisa negra, bombín en la mano y gabardina en el brazo, justifica su menosprecio de la etiqueta añadiendo una nueva provocación: «Le ruego, señor, que me disculpe. Vengo directamente de la insurrección».

Para participar el día siguiente en la investidura del nuevo Gobierno, la camisa negra será sin embargo sustituida por una blanca que se sumará a las protocolarias chistera y levita. Cuando al concluir la ceremonia, Benito Mussolini desfila aclamado entre sus legiones que, enloquecidas de júbilo, abarrotan las calles de Roma —sí, piensa él, es como en el Imperio; es el Triunfo del que me hablaba Margherita—, los engranajes de la Historia, cumplida su más inmediata misión, detienen un instante el enloquecido girar de aquellos días para festejar el alumbramiento.

Un nuevo orden, un nuevo y esperanzado mundo —¿o tal vez un nuevo monstruo?— acaba de ver la luz.

[1] Una biografía novelada es algo muy distinto de una novela histórica, género donde nunca se sabe lo que corresponde a la verdad y lo que pertenece a la ficción. Lo que se despliega en cambio en una biografía novelada como ésta son acciones y hechos estrictamente indubitables, pero cuya realidad misma propicia —exige, casi— ser completada o ilustrada con incursiones efectuadas en el campo de la imaginación..

[2] «Ese miedo de Mussolini ante las decisiones irremediables; un miedo que corre parejas con su contradictorio vitalismo y su pasión por la lucha», escribe, corroborándolo, Renzo de Felice en Mussolini il rivoluzionario (1883-1920), Einaudi, 2019.

[3] Es la propia Margherita quien relata el episodio en su confesión, «Mussolini: cómo lo conocí», publicada en 1945 en el diario Crítica de Buenos Aires. También su amiga Isa von der Schulenburg confirma que se lo contó en tales términos. Véase S. Marzorati, Margherita Sarfatti. Saggio biografico, Nodo Libri, Como, 1990, p. 126.

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar