Hay que subrayar algo que todo el mundo parece haber olvidado, y es que aquella expulsión no fue ni la primera ni la más cruel de cuantas se produjeron en Europa entre la baja Edad Media y el Renacimiento.
El presidente de la Conferencia de Rabinos Europeos, Pinchas Goldschmidt, ha reclamado que España pida perdón al pueblo judío por su expulsión en 1492. Lo escribía el domingo en el digital israelí Ynet. Es su respuesta a la iniciativa del ministro Gallardón de conceder la nacionalidad española a todos los judíos que acrediten ser descendientes de sefarditas. Ya se sabe que, cuando uno carga sobre sus espaldas las culpas de sus antepasados, siempre aparece alguien que exige más.
La expulsión de los judíos de España en 1492 es un episodio muy polémico, largamente estudiado y sobre el que hay una gruesa bibliografía. No abundaremos aquí en eso. Pero sí hay que subrayar algo que todo el mundo parece haber olvidado, y es que aquella expulsión no fue ni la primera ni la más cruel de cuantas se produjeron en Europa entre la baja Edad Media y el Renacimiento.
Francia expulsó a sus judíos en 1182. Y confiscó todos sus bienes. Lo ordenó el rey Felipe II Augusto –el mismo de la cruzada contra los cátaros- y lo hizo fundamentalmente por dinero. Inglaterra dispuso exactamente lo mismo en 1290: fue cosa de Eduardo I –el “malo” de Braveheart– y puede decirse que se trató de la primera expulsión masiva minuciosamente organizada. Eduardo I también se quedó con todas las posesiones de los expulsados.
Como algunos de los judíos expulsados de Inglaterra se afincaron en Francia, la monarquía francesa volvió a expulsar repetidas veces a sus judíos –cuatro expulsiones a lo largo del siglo XIV–, todas ellas con confiscación de bienes. Idéntico proceso ocurrió en los principados alemanes, que igualmente habían recibido una nutrida afluencia de judíos exiliados.
Austria, algo más tarde (1421), repetía la operación y, además, la ejecutó con sangre: casi trescientos judíos quemados públicamente antes de que el conjunto de la comunidad fuera desterrado. Algunos años antes de que España expulsara a sus judíos, los principales ducados italianos (Parma, Milán, etc.) dictaron la misma orden.
Parece demostrado que una parte no desdeñable de los judíos expulsados de Inglaterra y Francia vinieron a instalarse en España. Precisión: se instalaron en las aljamas de la España cristiana, porque en la andalusí, desde la expulsión dictada por los almohades en el siglo XII, la vida de los judíos no era nada fácil. Sólo tras la descomposición de aquella secta religioso-guerrera florecieron de nuevo las juderías en Al-Ándalus.
La expulsión de los judíos españoles, en 1492, mereció el aplauso unánime de las cortes europeas. La Universidad de la Sorbona felicitó formalmente a los Reyes Católicos. ¿Por qué? Porque en la mentalidad de la época, cuando el ideal político era la construcción de entidades homogéneas en torno a la unidad religiosa, la presencia de comunidades no cristianas parecía algo inconcebible. De hecho, la protección continua que las monarquías españolas dispensaron a los judíos a lo largo de los siglos XIV y XV es una rareza en el mapa de Europa.
Una cosa más: todos los historiadores están de acuerdo en que, frente a la mecánica habitual de expulsión y confiscación que se vivió en el resto de Europa, el caso español presenta la circunstancia singular de que la Corona no se apoderó de los bienes de los expulsados. Esto no quita dramatismo al episodio, pero sí permite entender mejor las razones de la medida. Fueron razones políticas y religiosas en una época en la que ambas dimensiones eran frecuentemente lo mismo.
Si alguien quiere profundizar en el tema, hay un libro imprescindible: La expulsión de los judíos. Un problema europeo, de Luis Suárez (Ariel, 2012). Y todo lo demás es literatura.
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