Hay quien propone quitar competencias a las comunidades para sanear las cuentas del Estado, pero ¿y si trabajáramos al revés? ¿Y si quitáramos competencias al Estado para entregarlas a las comunidades? ¿Acaso así no sanearíamos también las cuentas?
Porque, en efecto, si el problema de nuestro gasto público es que tenemos competencias y funciones duplicadas y hasta triplicadas, ¿por qué suprimir las de las autonomías? ¿Por qué no suprimir las de la Administración General del Estado? ¿Acaso eso no serviría también para ahorrar? Ya se encargaría cada comunidad de hacer que cuadraran las cuentas.
En un paisaje como el presente, las comunidades con más recursos están empujando para aprovechar la crisis en su favor. Si el Estado es inviable –nos dicen- desgajemos nuestra suerte de la del resto y que cada cual se las componga como pueda. Dejemos de subvencionar a los andaluces y a los extremeños –dicen en Cataluña, por ejemplo- y enseguida se verá que aquí podemos autofinanciarnos con superávit. ¿Es verdad? ¿Es mentira? En términos económicos es mentira, pero en términos políticos, y desde su punto de vista, es por lo menos razonable.
Pero no se trata sólo de egoísmo separatista. En Madrid los hay todavía más osados. Por ejemplo, hay quien incluso va más lejos y, en pura ortodoxia ultraliberal, propone abrir la competencia fiscal entre las comunidades autónomas, para que los agentes privados elijan una u otra comunidad en función de las ventajas que ofrece (menos impuestos, más facilidades de contratación y despido, etc.). Eso –arguyen- estimularía mucho el tejido económico y la inversión extranjera. Es el sueño ultraliberal: competencia generalizada en un paisaje de absoluta libertad económica. ¿Y acaso la competencia no coopera siempre al bien común?
Sobre el papel suena interesante, sí, pero hay un problema: no es la economía, estúpidos; es la política. Más precisamente: es la patria. En España, todos sabemos que esa asimetría general, esa competencia de cada cual con el resto, sólo conduciría a una exacerbación de los separatismos. Por consiguiente, la competencia entre comunidades no coadyuvaría al bien común, sino que, al revés, destrozaría el tejido nacional. Y sí, quizá la medida sirviera para recuperar la economía, pero ¿de qué nos sirve una economía recuperada si por el camino nos hemos dejado a la nación?
A todo esto, hay algo que muchos comentaristas pasan por alto y que, sin embargo, es la clave de todo. ¿De qué se trata? Del futuro. Vamos a ver: modificar la estructura del Estado para reducir su coste, sea cual fuere el sentido de esa reducción, tal vez nos permita ahorrar para pagar la deuda pública, pero, ¿qué hacemos luego? Un Estado con déficit cero es una buena cosa, pero saldar hoy el balance no va a garantizarnos la viabilidad futura de España ni en lo político ni en lo económico. Para esto último hacen falta perspectivas de más aliento.
Hoy es preciso barrer el agujero de las cuentas públicas, sin duda, pero no podemos perder de vista el reto fundamental: lo que vayamos a hacer mañana. Y esta no es una decisión sólo económica, sino muy primordialmente política. Ahí es donde va a verse hasta dónde llegan el patriotismo y el sentido del Estado de cada cual. El próximo día lo exploraremos, si a usted le parece bien.
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