¿Por qué es tan difícil salir de ese laberinto?

El laberinto  iberoamericano (Chávez al fondo)

Chávez ha fracasado: su referéndum para la reforma (socialista) de la Constitución ha sido devuelto al corral por los venezolanos. Ahora será el momento de volver a pensarlo todo, otra vez, desde el principio. Porque Chávez volverá a intentarlo, y los venezolanos –y los bolivianos, y los ecuatorianos- deberán estar en condiciones de oponer un proyecto satisfactorio al socialismo de nuevo cuño que el chavismo pretendía implantar. La derecha iberoamericana tendrá que entender que no puede vivir como si las masas populares no existieran, que “democracia” no quiere decir nada si no hay un “demos”. Y la izquierda, por su parte, tendrá que aceptar que no es posible redimir a los pueblos machacando a la gente. Iberoamérica necesita otras soluciones.

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El proyecto de Chávez en Venezuela, Morales en Bolivia o Correa en Ecuador es sustancialmente el mismo: tomar el control nacional sobre los recursos naturales, emplear la riqueza de sus países para suturar sus grandes heridas sociales, buscar un camino propio que eluda la sumisión al poderío económico del mercado transnacional y al poderío militar de los Estados Unidos. En ese proyecto no hay nada sustancialmente recusable; todos nosotros, españoles, europeos, abanderaríamos gustosos un proyecto así si nuestra situación fuera la de Ecuador, Bolivia o Venezuela.
 
Ahora bien, el problema es que la política no es algo que pueda crearse ex nihilo, con la soltura de un trazo limpio sobre una pizarra vacía, sino que toda política se construye sobre realidades de hecho, previas a todo proyecto y que, por así decirlo, marcan un cauce que no se puede desbordar so riesgo de crear conflictos de magnitud imprevisible. Esas realidades de hecho, en la América que nos preocupa, son sobre todo tres: su deficiente –diríamos negligente- organización económica, su desvertebración social y su flaqueza política.
 
El caso del “bolivarismo” de Chávez es precisamente el mejor ejemplo. Es legítimo que Venezuela desee un mayor control y un mayor provecho de sus recursos naturales –el petróleo. Ahora bien, Venezuela ya vive de esos recursos naturales; el problema no es tanto de propiedad como de organización de los beneficios y de transformación del producto. La transformación la efectúan mayoritariamente empresas extranjeras porque Venezuela carece de la potencia técnica para hacerlo. “Nacionalizar” las fases de producción del petróleo sólo serviría para inutilizar el recurso: Venezuela flotaría en una balsa muerta de crudo. Por eso Chávez, significativamente, no suele amenazar a las petroleras, sino a la banca extranjera que opera en el país. ¿Un ejemplo? Las inversiones españolas representan, por sí solas, el 10% de todo el PIB iberoamericano; unos 30 millones de puestos de trabajo en el área dependen, directa o indirectamente, de la inversión española. Como, además, el ahorro en Iberoamérica es bajísimo, la inversión exterior es fundamental para que el dinero circule. Las empresas extranjeras obtienen fuertes beneficios, cierto, pero lo que allí dejan es fundamental para la supervivencia de esos países.
 
Digamos las cosas claras: Venezuela –y, aún menos, Ecuador o Bolivia- no pueden aspirar a un control nacional de sus recursos porque no son capaces de ello. Para serlo, necesitarían una población laboral mucho mejor organizada, unos cuadros técnicos mucho mejor formados y unas elites profesionales y empresariales mucho más identificadas con el proyecto nacional. Eso no se consigue con una reforma constitucional de cuño socialista, populista, indigenista o como se la quiera llamar. Se consigue con reformas educativas, sociales y económicas de muy largo plazo. Y en cualquier caso, el socio extranjero sigue siendo fundamental para que el mercado no se colapse.
 
Sociedades fragmentadas
 
Esto conduce al segundo punto, el de la desvertebración social, que en buena parte es la clave de todo. El problema fundamental de las naciones iberoamericanas, desde el mismo día de su independencia, es su incapacidad manifiesta para sumar a las masas al proyecto de construcción nacional. Eso es mucho más visible en las naciones donde esas masas son de mayoría india, mulata o mestiza: la independencia fue cosa de elites criollas (en realidad, una sucesión de guerras civiles entre elites criollas de distintas fidelidades), la edificación de las naciones emancipadas siguió por el mismo camino y su tortuosa democratización posterior ha mantenido intacto el problema. En Ecuador, Venezuela o Bolivia hay enormes masas de población que viven fuera del sistema en lo social, lo económico y lo político. El “bolivarismo” o el “indigenismo” aspiran a integrar a esas masas en el sistema; también lo intentaron en el pasado, con resultados dispares, las llamadas “dictaduras del desarrollo”: Velasco Alvarado en Perú, Getulio Vargas en Brasil, Pérez Jiménez en la propia Venezuela, y conviene recordar estos ejemplos porque tienen bastantes puntos en común con lo que hoy estamos viendo.
 
A juzgar por el frustrado proyecto constitucional de Chávez, imitado en muchos puntos por Morales, se diría que ambos aspiran a solucionar el problema por vía de un socialismo primario: expropiar y repartir, proceso combinado con una fuerte cobertura propagandista de corte revanchista. “Sois pobres porque os lo quitaron todo, pero nosotros os lo devolvemos”, vienen a decir estos nuevos líderes a sus masas populares. Es falso: son pobres porque nunca tuvieron, porque los esfuerzos por integrarlos fueron discontinuos y arbitrarios, y porque ellos mismos, los marginados, tampoco se esforzaron por entrar en el juego. Como todo proyecto basado en una premisa falsa, las banderas que hoy levantan Chávez, Morales y Correa serán pan para hoy (sobre todo, para la nueva elite del poder) y hambre para mañana (sobre todo, para el pueblo ficticiamente liberado).
 
Lo que se precisa no es que el Gobierno reparta frijoles con el dinero obtenido por la venta de petróleo o gas, sino que el Estado sea capaz de construir una sociedad vertebrada, donde todos tengan un sitio en la participación política, en los deberes sociales, en los beneficios de la economía pero también en las obligaciones del sistema de producción; una sociedad, por cierto, que no puede construirse ex novo, sino a partir de la sociedad real, es decir, de las personas, las familias, etc. Los nuevos líderes, llevados de un típico espejismo autoritario de cuño socialista, creen que pueden hacer eso pasando por encima de las clases medias y de la burguesía sobre la que, en buena medida, ha descansado hasta ahora el sistema económico de esos países. Esta es, por cierto, la principal laguna del “socialismo del siglo XXI” del alemán Heinz Dieterich, verdadero inspirador de estas políticas y del cual, curiosamente, se habla muy poco en España. Es, en todo caso, una locura. El ejemplo cubano debería hacerles reflexionar.
 
Un desafío
 
Respecto a la tercera cuestión –la flaqueza política-, que es el tercero de esos cauces de los que antes hablábamos (los que necesariamente determinan la acción de todo estadista sensato), podemos resumir el problema en una sola proposición: las naciones iberoamericanas en general, y en particular las que aquí nos ocupan, nunca saldrán del agujero si no son capaces de articular sistemas políticos eficaces, adecuados al tiempo que vivimos y a las necesidades de sus respectivos países; sistemas que sean capaces de garantizar tanto la participación política de todos los ciudadanos como la autonomía del Estado para concebir proyectos de largo plazo, más allá de la sucesión de unas u otras elites en el poder. Es dudoso que eso pueda conseguirse imitando estrictamente modelos democráticos de corte europeo, pero, desde luego, es muy claro que tampoco se logrará con sistemas de autoritarismo socialista como los que alientan Chávez, Morales o Correa.
 
Los sistemas políticos en buena parte de Iberoamérica son frágiles por la acumulación histórica de las disfunciones antes descritas, que han creado sociedades desintegradas. Los proyectos neosocialistas no son una alternativa porque no buscan la integración, sino que excluyen a una parte de la sociedad; una parte numéricamente minoritaria, pero socialmente decisiva. Con ello se prepara el camino para futuros e inevitables conflictos. Por eso la opinión católica, que en principio podría aceptar algunos de estos proyectos –por ejemplo, el “humanismo cristiano” del ecuatoriano Correa-, se ha manifestado sin embargo contraria a ellos. Por debajo de las declaraciones de principios, lo que estamos viendo surgir en realidad es una fase nueva del eterno problema iberoamericano; fase que ya ha empezado a producir más problemas que soluciones.
 
Si la política es un arte más que una ciencia, es porque obliga al político a manejar la realidad –sin negarla. El talento del estadista no consiste en romper los cauces que se encuentra en su camino, sino en gobernarlos de tal modo que pueda reorientarse su dirección. Todas las naciones iberoamericanas tienen ante sí un futuro prometedor, pero sistemáticamente frustrado por su presente. La izquierda iberoamericana debe reflexionar tras el fracaso del referéndum de Chávez: no puede romper la baraja, sino jugar de nuevo las cartas. Simultáneamente, la derecha de allá y, en general, todos los que optan por modelos de democracia liberal convencionales, deberían sacar también las conclusiones oportunas: palabras como “libertades” o “democracia” pierden su sentido cuando el número de los excluidos es tan cuantioso. Mientras eso no se resuelva, siempre habrá un Chávez. Es decir, siempre habrá un problema, una frustración.

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