España entera se convierte hoy en una cofradía siniestra de gentes disfrazadas como figurantes de una película americana de terror. A esta fiesta, promocionada por el Estado en las escuelas y por los medios de comunicación en las calles, la llaman Halloween y la pronuncian Jalogüín. Es una patente manifestación de hasta qué extremo los españoles hemos perdido nuestra identidad cultural. Y con ella estamos perdiendo, también, una forma particular de entender la muerte: hoy los muertos ya no son parte de la comunidad, sino un repulsivo instrumento de risa morbosa y estremecimiento pueril. Es lamentable.
José Javier Esparza
El Halloween a la española empezó siendo una fiesta de niños que se disfrazaban tal y como veían en la televisión. Luego se generalizó en las escuelas, con frecuencia bajo estímulo de los cuadros docentes. Inmediatamente después, las concejalías de Cultura de los municipios decidieron amparar el festival y ampliárselo al público adulto, en una enésima versión de ese “pan y circo” en que suele consistir la gestión cultural pública. Hoy la fiesta de Halloween forma parte de los hábitos de nuestros compatriotas: los que no se disfrazan, ayudan a sus hijos a hacerlo. La pregunta es: ¿Saben por qué hacen eso? La respuesta es no.
Mientras Halloween se extendía entre nosotros, iba evaporándose al mismo tiempo la fiesta tradicional de Difuntos, la fecha en que la gente honra a sus muertos recordándolos, acudiendo al cementerio, llevando flores a las tumbas. No hace mucho tiempo, los poderes públicos estimulaban, ese día, la representación pública de Don Juan Tenorio, la obra de Zorrilla. Hoy casi nadie recuerda al Burlador: se lo ha tragado Halloween.
¿De dónde viene Halloween? De Norteamérica, por supuesto, pero, ¿nació allí? No. De hecho, quienes pretenden defender el valor cultural de esta fiesta comercial suelen insistir en que, en origen, Halloween era una fiesta céltica de los difuntos, de manera que los europeos no estaríamos copiando algo ajeno, sino recuperando algo que era nuestro. Es un asunto sobre el que conviene decir un par de cosas. El antecedente inmediato del Halloween moderno es la fiesta inglesa del periodo llamado Hallowtide, que comprende desde la vigilia de Todos los Santos hasta el día de los Difuntos. Y su antecedente remoto, en efecto, es una vieja fiesta céltica, Samhain, Samain o Samuhin, que ha conseguido sobrevivir hasta una fecha relativamente reciente en Irlanda. Ahora bien, el Halloween actual ya no tiene nada que ver con aquello.
Esas fiestas de Samain tenían por objeto ritualizar el momento en que el mundo de los vivos se encontraba con el de los muertos. Fue una fiesta pagana hasta el año 835, cuando la Iglesia transfirió el día de Todos los Santos desde el 13 de mayo al 1 de noviembre; el día de Difuntos no fue transferido al 2 de noviembre hasta 988. Roma superpuso así las fiestas de la religión cristiana a las de la religión pagana, en un género de sincretismo muy frecuente y que explica por qué el catolicismo -el de antes- es más una religión europea que una fe próximo-oriental.
De lo sagrado a lo banal
El hecho es que tanto antes como después de la cristianización, las fiestas de Todos los Santos y de Difuntos tenían una función muy concreta: honrar a los muertos. Para ello era costumbre encender hogueras sobre las colinas; en esas hogueras se quemaba simbólicamente el mal (a veces, en tiempos ya lejanos, no sólo simbólicamente) y se invocaba la protección de los antepasados, que no eran imaginados como seres terroríficos que salían de sus tumbas, sino como espíritus familiares dispuestos a ayudar a los vivos. Todavía en tiempos de la reina Victoria se encendía una gran hoguera frente a Balmoral.
La superstición de los fantasmas vinculada a estas fiestas es más bien tardía y proviene de una vulgarización del sentido original del rito. Lo esencial en esta fiesta no era el miedo que da el muerto viviente, sino la fuerza que nos proporciona la comunicación con el reino de la muerte. La fiesta tradicional no conjuraba a los muertos como una potencia negativa –ni en el Samain ni, después, en el Día de Difuntos-, sino que reintroducía a los muertos en la comunidad. En ese sentido, la costumbre española de representar Don Juan es fiel al verdadero espíritu de la fiesta. Más fiel, sin duda alguna, que todas estas imitaciones del Halloween americano, donde el muerto ya no es un socio, sino un enemigo. En esa diferencia reside toda la cuestión.
Lo que hoy celebra a nuestro alrededor toda esa gente disfrazada de monstruo cómico no tiene nada que ver ni con el Día de Difuntos cristiano ni con su precedente pagano. Es una pura parodia comercial, banalizada, frivolizada, que en el fondo oculta un enorme trastorno de nuestra cultura: ya hemos dejado de saber vivir junto a nuestros muertos.
Pero toda cultura, como recordaba Jünger, se construye sobre el culto a los muertos. Cuando estos son vistos como algo repulsivo o grotesco, es que una cultura ha llegado a su etapa terminal. ¿Queréis salvarla? Honrad a vuestros muertos, despreciad Halloween.