Crónicas de la Oclocracia (II)

Arte zarrapastroso

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Recordemos que Oclocracia es el gobierno no del pueblo sino de la plebe, de ese lumpen del que dice abominar Iglesias mientras lo arrulla e implora su voto, voto que los buenos oclócratas sin duda le darán para que se vaya a vivir aún más lejos y todavía mejor; para hacerles más felices a distancia.

Hace poco hablé algo de la elegante moda zarrapastrosa que disfrutamos, pero creo conveniente también ascender al terreno del arte como kantiana cosa en sí, y anotar lo que de cutre y rastrojero va influyendo cada vez más en cánones estéticos cotidianos de mayor cuantía.

No me referiré a esos cuadros y pinturas que uno no sabe de qué lado colgar, o que colgados erróneamente nada se percibe hasta que el airado autor lo indica. Tampoco es menester más comentario sobre el patriarcado artístico de Tapies o sobre las manchas de color, obra de primates o infantes, y que luego provocan retorcidos y sesudos comentarios en críticos y diletantes a la altura de lo pintado. Hay en la red significativos videos al respecto. Uno estupendo salió en este periódico.

Pero hay dos aspectos que sí llaman más la atención en cuanto a la cutrez y el mal gusto que so capa de creatividad artística invade nuestros muros, nuestros monumentos, y lo que es peor y con impronta casi irreversible, nuestras pieles, nuestros cuerpos.

Muros en los que se emborrona sin permiso de sus dueños, con torpona reiteración de letras gordonchas y superpuestas, con frecuentes textos en inglés, incluyendo faltas de ortografía, claro. No es casual que entre mis peores alumnos en esa materia estuviesen los mayores virtuosos del rotulador y el spray nocturno. (La LOGSE, por cierto, tiene un poquitín que ver en todo esto.)

Es un concepto de arte callejero dizqueprotestón pero simplemente avasallador y destructivo, que incluye el mayor desprecio por lo que otros sí trabajaron en muros, estatuas, trenes, paisajes, vallados y barandales que no son suyos, sino en todo caso de una comunidad que los ha pagado y a la cual no han pedido autorización. Todo en el pretendido ejercicio de un derecho que como todo derecho de alguien supone una obligación para otro. En este caso, de entrada, en desbaratar la estética de un lugar, en imponer la visión general de unos signos cutres, torpes e invasivos, y de salida, en que toda la comunidad que sí paga impuestos tenga que pechar con el gasto de borrar los garabatos. La enfermiza obsesión de dejar sus genialidades pictóricas llega al extremo de emborronar todo lo que se pueda y adonde se pueda llegar, como muestra de la personal o grupal obra artística comunicativa a quienes no les han pedido ni autorizado tamaña genialidad. Por no hablar de la enorme cantidad de CFC emitido a la atmósfera por tantos millones de botes en manos de quienes luego irán de ecologistas rabiosos.

Un arte, en suma, que se defiende y justifica salvo cuando vaya sobre la pared de nuestra casa, tal que se justifica al okupa, siempre que no aterrice sobre nuestra propiedad o la cercana, claro, como hace poco ha lamentado el ofidio que rigió nuestra urbe mayor.

Así y todo, creo que es aún más lamentable la ostentosa plasmación permanente sobre el propio cuerpo. El inconsciente desprecio que ello representa a los demás y a sí mismo. Es una regresión más hacia la inseguridad, al primitivismo, hacia el clan, la horda, el grupo diferente, cerrado y señalado por claves compactas. Justo lo contrario de lo que durante siglos ha trabajado la civilización en cuanto a la falta de marcas externas, de hierros de ganadería, de señales de esclavitud o de oficios, dignos o indignos. Civilización era un abajo los anillos nasales de la ergástula, era un no a la “S” y el clavo inscrito con lo que se marcaba en la frente y para los restos al esclavo fugado, era fuera las cicatrices en el rostro africano que distinguían y distinguen para siempre de la tribu vecina y provocaban y provocan batalla sin tener que requerirla, era no a la mujer velada por obligación masculina, por mucho que ella misma acabe alienada al respecto y lo asuma… Estábamos en el noble impulso de que desde fuera no se percibieran sobre el cuerpo ideas, religión, profesiones, gustos o tendencias de manera perpetua, sino que fuesen los actos y las palabras, la libre y mudable voluntad lo que diferenciara a unos humanos de otros. La falta de exhibición previa ante los demás de cómo pensamos, algo que debe manifestarse exclusivamente en nuestras palabras y nuestros actos. La pertenencia al grupo cerrado, la noticia visual de nuestras ideas puede ser algo que a todos en uno u otro momento nos incluya, respecto a cómo vestir, cómo comportarnos, cómo movernos, pero dejarlo marcado sobre nuestro cuerpo de manera aparatosa y por lo general irreversible es un signo de fragilidad, no física, desde luego, pero sí mental.

No todas las personas irreflexivas se tatúan y perforan, pero todo el tatuado o agujereado tiene una evidente carga de irreflexión. No sólo ya por comprobar los oficios y capas sociales donde abunda esa autoagresión con aires de espectáculo. Convendrá conmigo el lector que comenzando por los no muy cultos deportistas bien pagados y terminando por los oficios más menesterosos, es en tales estratos donde campa a sus anchas la decoración dérmica. Y eso sí, ello incluye a quienes ideológicamente, que no económicamente, optan por acercarse a ese concepto artístico como una forma de creerse más libres, más igualitarios, menos del sistema, y paradójicamente consiguiendo lo contrario.

La lacra si no irracional sí que atolondrada en cuanto al tatuado y perforado está en su exhibida permanencia, pues ya sabemos que eliminar luego todos esos signos es caro, doloroso y generalmente imperfecto e incompleto. Quienes en su vigor y juventud convierten en documento permanente cualquier nombre, tema o paisaje dérmico, no suelen ser personas muy reflexivas, insisto, no reparan en el curso del tiempo, en los cambios de pareja o de ideas, o en la llegada de la vejez, si les llega. Cuando lo que ahora es un dragón se convierta en lagartija sobre piel arrugada, o el rostro plácido que los michelines convertirán en mueca, o el símbolo religioso del que dentro de unos años renegaremos en el corazón, que no sobre el lomo… Pueden ser millonarios analfabetos de la farándula, a lo Melanie Griffith, que todavía estará raspándose el nombre de Antonio que se tatuó cuando andaba con el Banderas y creía que aquello iba a ser tan eterno como ella o él. O como el simpático camarero de un pub londinense, que con un Elisabeth de tamaño catedralicio tatuado en el fuerte antebrazo me comentaba que tras romper con su novia había dado en ceñirse a las de ese nombre, que por fortuna no escaseaban en su país, claro, antes de desbaratarse aquello. Pues anda que si llega a haberse llamado Cunegunda o Norberta, le dije yo. Y nos reímos los dos mientras me llenaba otra pinta de bitter. Cosas así.

Por eso, cuando so capa de la libertad de expresión los vándalos callejeros de una sociedad mimada, despilfarradora y opulenta desbaratan a su gusto el paisaje urbano sin que nadie se lo pida ni sobre todo se lo impida, cuando en las pieles humanas se estampan signos, o textos en relación inversamente proporcional a los hábitos de lectura del tatuado, cuando orejas, narices y carrillos vuelven al primitivismo del boquete, la marca y la señal paleolítica, piensen que estamos precipitándonos en las manos estéticas de lo más selecto de la horda.

Y si sólo fuera en las estéticas…

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