El abominable hombre blanco

Olvidada la lucha de clases por la de géneros y de razas, el hombre blanco es el sustituto del burgués, del fascista y del infiel.

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Hace unos años, en una hermosa ciudad universitaria holandesa, una amiga mía —muy progre, muy feminista y muy de izquierdas— me dijo que no se atrevía a salir porque había pasado mucho miedo la noche anterior, ya que, cerca del restaurante al que fue a cenar con sus amigas, se habían topado con un grupo de hombres blancos. Aquello me sorprendió bastante, porque tal tipo de bípedo  abunda sobremanera en los Países Bajos y no es raro encontrarlo por sus diques, puentes y esclusas. Por lo tanto, resulta muy normal ver grupos de hombres de piel sonrosada en las calles de las preciosas y seguras ciudades provincianas de ese bonito reino. Tampoco parecía racional semejante pavor, sobre todo cuando la dama en cuestión, blanca y rubia como la cerveza, se manejaba en aquel entorno como el proverbial pez en el agua, miembro como era de una familia repleta de especímenes de la muy apacible variante bátava del homo europæus. Si alguien hubiese dicho lo mismo de hombres con otro tono de piel, sin duda ella calificaría de racista tal observación. Yo, imprudente, se lo dije. Ella me contestó que no era una observación racista porque los blancos disfrutábamos de un skin privilege nacido de la esclavitud, de la discriminación, de la guerra, del colonialismo y de no sé cuántas abominaciones más y que, por lo tanto, éramos un problema, una plaga, un peligro: asesinos múltiples, violadores en potencia y un verdadero catálogo de otras barbaridades. Yo, que en aquel momento andaba metido de hoz y coz en lecturas marxistas, me quedé de un aire: ¿Qué skin privilege tuvieron los obreros de la revolución industrial, los campesinos españoles, los soldados europeos sacrificados por millones en la I Guerra Mundial, los siervos rusos, los pueblos balcánicos oprimidos por los turcos o las masas de esclavos blancos y cristianos raptados y vendidos por los berberiscos? Nunca debí hacerlo, porque a medida que cercaba sus posiciones y empezaba  a argüir la sinrazón de sus razones, ella echó mano del

El irrebatible "argumentum lachrimarum", que tan bien le funciona al bello y fuerte sexo

irrebatible argumentum lachrimarum, que tan bien le funciona al bello y fuerte sexo. Desde entonces, y durante un par de años más, volví a encontrarme con escenas semejantes y con las lágrimas de ofendidas damas burguesas, académicas y caucásicas. Y fueron ellas las parteras de Sertorio. Desde entonces ya no discuto, porque contra los ataques de histeria y las llantinas no hay razones que valgan. Supongo que ahora se defenderán así, a moco tendido, las tesis doctorales en las universidades de género.

El pánico de las señoritas universitarias blancas ante el ogro ario viene, como tantas cosas, de América. Sí, allí el hombre europeo es un problema, una plaga, el origen de todos sus males. Seguro que el lector ha leído y escuchado barbaridades de ese carácter proferidas por feministas, por antirracistas (o sea, antiblancos), por supremacistas negros y por catedráticos irreprochablemente anglosajones de la Ivy League. Pinche el lector White Man Problem en Internet y seguro que le salen unas cuantas perlas cultivadas, para empezar por Joe Biden, que culpa del racismo institucional a los hombres blancos. Pero: ¿qué es un hombre blanco? ¿Por qué una criatura que hace un siglo era un modelo de perfección hoy es un demonio encarnado, alguien a quien perseguir, marginar y, en un futuro  no muy lejano, reemplazar? No es una cuestión fácil. Antes de que los antirracistas existieran, en Estados Unidos no había blancos, pues los wasp[*] anglosajones hacían rancho aparte frente a italianos, irlandeses o polacos, pero también frente a los pobres rednecks escoto-irlandeses del Sur profundo, que siguen siendo la comunidad más menospreciada y estereotipada de los Estados Unidos. El trabajador blanco y pobre fue, es y será el verdadero negro de América. Los anglosajones de clase media se mezclaban fácilmente con suecos, holandeses y alemanes; los italianos con irlandeses y franco-canadienses. La línea divisoria solía ser la religión: protestantes por un lado y católicos por otro, sin olvidar a los rusos de Alaska y de la Costa Oeste. Un wasp y un italiano difícilmente se considerarían semejantes (véase la terrible correspondencia de Lovecraft y el retrato que hace de los inmigrantes mediterráneos). Por poner un triste ejemplo, el Ku Klux Klan era abiertamente anticatólico. Y no sólo sucedía eso en el siglo XX; en el XIX, los grandes plantadores esclavistas del Sur (un perfecto antecedente de los capitalistas globales de hoy) despreciaban y hostigaban a los pequeños granjeros blancos, para los que inventaron el mote denigratorio de white trash, mientras les arrebataban sus tierras, los expulsaban hacia el oeste y los reemplazaban por mano de obra esclava y africana, a la que valoraban mucho  más que a sus conciudadanos blancos: ¿les suena? Por cierto, el 90% de los sureños en 1860 no tenía esclavos y la inmensa mayoría de la población de origen europeo (alemán, escandinavo, italiano) nunca pudo “beneficiarse” de la esclavitud porque sus antepasados emigraron a los estados abolicionistas del norte o lo hicieron después de la Guerra de Secesión. Sin embargo, ahora, las minorías exigen a la población euroamericana que pague los daños ocasionados por algo que sus antepasados no perpetraron, como si no fuera pago suficiente la sangre de los trescientos mil blancos del Norte que murieron en la guerra civil para abolir la esclavitud y mantener la Unión. ¡Curiosa defensa del skin privilege!

En fin, que los blancos lo son porque los antirracistas los han metido a todos a escupitajos e insultos en el mismo saco. Sin los ataques del Partido Demócrata, jamás habrían pensado que eran algo distinto del Estado que ahora les penaliza y discrimina por el color de su piel. Gracias a ellos, los americanos de origen europeo empiezan a tener conciencia de ser un pueblo aparte y hostigado, a verse como miembros de otra nación, diferente de la que se está cocinando en el agrio melting pot de los oligarcas progresistas.

Olvidada la lucha de clases por la de géneros y de razas, el hombre blanco es el sustituto del burgués, del fascista y del infiel

Olvidada la lucha de clases por la de géneros y de razas, el hombre blanco es el sustituto del burgués, del fascista y del infiel para una izquierda que siempre necesita de un culpable sobre el que proyectar el odio de los resentidos, que es la fuerza básica de su poder social y la esencia de su naturaleza igualitaria. Raro invento este de los blancos, porque un musulmán bosnio o circasiano sería excluido de la raza maldita pese a que su aspecto corresponde al prototipo físico de hombre caucásico de los antirracistas con mayor claridad que un griego, un español o un portugués. ¿Y qué pasa si un escandinavo o un alemán se convierten al islam o a algún rito animista africano? ¿En qué color les ponemos? La  cuestión no es racial sino cultural, tan malo es Colón como Jefferson, tan horrible es la herencia británica como la ibérica. Recordemos que los españoles, según el New York Times, la biblia del progre yanqui, no somos blancos. Da igual; se trata simplemente del odio a Europa y a su civilización. Los ataques de los legisladores demócratas y de sus brazos armados de antifas y Black Lives Matter han pisoteado tanto la memoria del general Lee como la de fray Junípero Serra. Por supuesto, únicamente es maligno el hombre blanco, heterosexual y de tradición cristiana. Las mujeres —menos Isabel la Católica— y los diversos encastes poligenéricos de la especie caucásica son buenos por naturaleza (de momento). 

No sólo el yeti indoeuropeo, también su civilización es algo espantoso, brutal, explotador, discriminatorio y abominable, pese a que quienes la atacan son sus principales beneficiarios y beneficiarias. En los últimos años no hemos dejado de escuchar una sarta asombrosa de imbecilidades eurofóbicas por parte de aquellos que deberían apreciar y velar por la herencia cultural de Europa, es decir, los catedráticos y profesores. Una delirante cancelación alcanza incluso a las más inocentes e infantiles muestras de nuestra cultura y se pretende reescribir, reinterpretar y hasta repintar aquello que no  se puede destruir ni censurar. Esta peste del espíritu, esta sífilis de las almas, se origina por varios agentes infecciosos típicos de la izquierda europea, que nacen con el mito relativista del Buen Salvaje, que ha proporcionado desde Las Casas hasta Malinovski todo tipo de leyendas sobre la bondad del fauve y las idílicas delicias de la barbarie, tan propias de los sofisticados salones literarios del XVIII. Hoy, cualquier izquierdista de pro considera preferible la utopía caníbal de los aztecas a la España de Cervantes y El Greco. La nivelación de las culturas y las civilizaciones pone en pie de igualdad lo que no lo es: un Vermeer no puede tener igual consideración que los mamarrachos de Miró o de Frida Kahlo. Lo curioso es que

Este envilecimiento de nuestra cultura es obra del propio hombre occidental, cansado de ser grande y poderoso, y de unas élites degradadas

este envilecimiento de nuestra cultura es obra del propio hombre occidental, que se ha cansado de ser grande y poderoso, y de unas élites degradadas  que sólo encuentran excitante el caduco e impotente masoquismo étnico en el que se rebozan. La capacidad creadora del europeo parece haberse agotado: cuanto más igualitario es el orden social, más mediocres son sus resultados artísticos. El genio del hombre blanco, de san Agustín a Spengler, creció en un orden religioso y aristocrático que aguantó hasta 1914 y produjo las catedrales de Chartres y de León, la Venus de Botticelli y las Estancias de Rafael, el Pozo de Moisés de Sluter y el David de Bernini, el Fausto de Goethe y el Lear de Shakespeare, el Tristán de Wagner y las Estaciones de Vivaldi, la mística de Eckart y la Noche de Juan de la Cruz, y a Newton y a Galileo, y el ballet y la ópera, y ciudades como Siena, Brujas y Petersburgo… No es una mala herencia. Tiene, eso sí, el pequeño inconveniente de haber nacido del impulso intelectual, religioso y estético de una cultura esencialmente aristocrática y que discriminaba, que escogía con criterios de buen gusto y excelencia sus producciones —la obra bien hecha del maestro D’Ors, otro cancelado—, lo cual no impedía que brotara del genio popular buena parte de las mejores creaciones de nuestra civilización. Ahora, en plena barbarie inclusiva y mercantil, todo vale, y por eso sabemos que todo lo que se hace no vale nada.

Palas ha sido dominada por el centauro, pues de Conrad y de Quevedo, de Schopenhauer y de Kipling, reniegan hoy los antropófagos con cátedra en Oxford y Harvard, que quieren desheredarnos y hacer que despreciemos el legado de nuestra tierra y de nuestros muertos, el espíritu de nuestras naciones. Desde el siglo XVIII una característica ha presidido el declive y el hundimiento de la civilización europea: la igualación,

El esfuerzo capitalista por construir un tipo humano homogéneo, sin patria, sin fe, sin alma y hasta sin sexo

el esfuerzo colosal del orden capitalista por destruir las diferencias y construir un tipo humano homogéneo, sin patria, sin fe, sin alma y hasta sin sexo; el próximo paso parece llevarnos hasta la posthumanidad, por eso se promociona la ideología de género y su conclusión lógica: la transexualidad. El golem virtual de sexo fluido, apátrida, vegano, estéril, medicalizado e informatizado que nos preparan los plutócratas está reñido con un elemento esencial de la civilización occidental y cristiana: la personalidad, el humanismo, el considerar al hombre algo único, como el centro del cosmos divinamente organizado. Las dos herencias, la clásica y la cristiana, coinciden en la grandeza del espíritu humano, en la existencia de un alma, la scintilla Dei de san Buenaventura, que nos vuelve divinos. Frente a ello, la plutocracia mundial busca cyborgs, transhumanos, herramientas parlantes homologables y seriadas. El especismo, la penúltima aberración de nuestra era, no es sino la plasmación de ese afán perverso que nació con el materialismo de La Mettrie y Helvétius en el siglo XVIII: la creación del homme-machine, la reducción de la existencia a una serie de procesos de placer y trabajo en los que la persona desaparece, reducida a individuo, a átomo, a un animal más que se pastorea, explota y sacrifica.

La cultura europea se destaca por su personalismo, a veces un tanto excesivo, por su firme creencia en que el hombre se desenvuelve en un medio social diferenciado de otros, escogido, peculiar, arraigado, suyo, la tierra de sus muertos, a los que tiene que hacer honor con sus obras y su conducta. El espíritu de la distinción impregna las mejores hechos de nuestras aristocracias; y el impulso religioso, nacional y étnico domina nuestra cultura popular. ¿Cómo se puede tolerar que eso sobreviva en la era del vacío, de la nivelación radical, en el tiempo de lo matriarcal e indiferenciado, de lo impersonal, de lo efímero?

[*] Siglas de White Anglo-Saxon Protestant.

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