Dostoievski, profeta de nuestro tiempo, señalaba en su Diario de un escritor —obra poco conocida, pero quizás una de las más interesantes— que el socialismo y la Iglesia católica acabarían por coincidir, por coaligarse, dadas sus concepciones comunes sobre la sociedad: un grupo humano que debe ser pastoreado por su propio bien y en el que la libertad de la persona debe limitarse en favor de la paz y el bienestar de un rebaño bípedo e implume de individuos. Para el lector culto, como lo es el de esta publicación rebelde, esto también le sonará de El Gran Inquisidor, esa prodigiosa fábula ambientada en la Sevilla el siglo XVI y que retrata tanto a la jerarquía católica como a los burócratas de cualquier nomenklatura partidista.
Cuando Dostoievski escribió estas intuiciones, entre 1870 y 1880, aquello parecía la exageración de un artista conservador, relativamente eslavófilo y, sobre todo, fiel devoto de la Iglesia ortodoxa frente al cisma romano. Era el tiempo del Pío Nono de nuestras abuelas, quien hizo definitiva la separación de las iglesias de Oriente y Occidente con los dogmas de la Inmaculada Concepción y la infalibilidad papal. Por otro lado, vivían y alentaban Karl Marx, Bakunin y Kropotkin, el naciente socialismo se debatía entre la socialdemocracia, la revolución y el terror nihilista. Nada hacía pensar que dos corrientes tan opuestas acabaran confluyendo, pero en el río de la Historia abundan esos meandros tortuosos, inesperados..., irónicos. En el fondo, lo que se debatía, como también señaló Dostoievski, era una cuestión teológica: si hay Dios o no. El catolicismo lo afirmaba y el socialismo lo desmentía. Hoy, eso es una cuestión secundaria para los dos bandos.
Hasta los años sesenta del siglo pasado, la Iglesia se había convertido en el único baluarte de la tradición occidental y en la enemiga más importante de las doctrinas socialistas, pero el catolicismo siempre ha sabido adaptarse al ambiente político, nunca ha renunciado a la teocracia de Gregorio VII y los papas medievales, aunque la ejerza por otros medios. Después de la II Guerra Mundial, parecía que el socialismo marxista iba a ser la forma social del mundo moderno y la Iglesia de Roma no quería quedar fuera de juego. Recordemos que una de las diferencias esenciales entre la Iglesia ortodoxa y la romana es que la primera padece la política mientras que la segunda la ejerce. Los patriarcas eran puestos y depuestos por zares y emperadores y nunca ha existido ni un asomo de doctrina social en la Iglesia ortodoxa. Con verdadera mansedumbre evangélica,
Los cristianos orientales optan por obedecer en las cosas del César al César, y en las de Dios a Dios
los cristianos orientales optan por obedecer en las cosas del César al César, y en las de Dios a Dios. Por eso, entre 1917 y 1991, se sometieron al poder comunista en lo material, pero no dejaron de condenarlo en lo espiritual, pese a las salvajes presiones del régimen soviético (todavía no se ha acabado el censo de decenas de miles de Nuevos Mártires). Nada tiene esto que ver con las doctrinas del tiranicidio, del precio justo, del derecho público cristiano y demás elaboraciones teóricas, heredadas del ordenamiento jurídico de la vieja Roma por el catolicismo. He aquí una de las diferencias entre la Iglesia ortodoxa y el Vaticano: los católicos forman una organización paraestatal que se articula con un complejo sistema administrativo y se fundamenta en un racionalismo filosófico no menos elaborado (la escolástica), cuyo fin es una transformación social dirigida por una élite consagrada a esa misión, el clero, custodio y único intérprete de la doctrina. Eso exige estar al corriente de los tiempos, aggiornarse, adaptarse a la Historia y sus vaivenes: de ahí la multitud de concilios de Occidente que contrasta con la inmovilidad de los Siete Concilios Ecuménicos de la Ortodoxia. La Iglesia de Oriente se puede resumir en unas pocas palabras: Tradición. Padres y Siete Concilios. Renuncia al poder y al mundo. Veneración de las imágenes. Liturgia como adoración de Dios y comunicación entre Iglesia militante e Iglesia triunfante. Y, en el aspecto social, tanto el clero como el pueblo son los defensores de la ortodoxia, no está la fe secuestrada por una élite de profesionales. Por eso, el más ligero cambio en la liturgia provoca verdaderos levantamientos entre los ortodoxos, mientras que en el catolicismo una revolución como la del Concilio Vaticano II apenas ha suscitado un leve clamor entre una minoría de los fieles, acostumbrados desde hace siglos a ser pastoreados por el clero.
¿No es la estructura de los partidos comunistas una débil imitación del catolicismo, una caricatura del ceremonial, las fiestas, los santorales, las demonologías y las inquisiciones de la vieja, sabia, cínica y escéptica Roma? Posiblemente sólo exista una diferencia: el clero comunista tiene más fe en la Revolución mundial que los soviets de obispos en la Resurrección de Cristo. Sí, los rojos todavía creen. Roma sólo tiene fe en su supervivencia; el estamento clerical no tiene otro fin que el de seguir existiendo.
El Concilio Vaticano II no fue un suicidio de la Iglesia romana, como bastantes católicos creen. Al revés, siguió un instinto milenario de conquista del poder. Fue su reconocimiento de que los tiempos políticos habían cambiado, que la Ilustración radical dominaba e igualaba el orbe, que el socialismo iba a ser la organización política del futuro y que Roma tendría que seguir ese nuevo rumbo para no perder su influencia social. De ahí su destrucción de la liturgia, su viraje pastoral y su actitud revolucionaria.
Roma se deshizo de la tradición tridentina como la Rusia de Lenin del pasado zarista
Roma se deshizo de la tradición tridentina como la Rusia de Lenin del pasado zarista. Acostumbrada a obedecer, la grey católica acogió sin apenas rechistar los nuevos cambios del Politburó romano.
Por eso, Bergoglio es un fiel seguidor de la tradición de la Curia. Al Vaticano le importa un rábano el alma de sus fieles; siempre ha perseguido a los místicos y a todo verso suelto que escape a sus organigramas, plantillas y esquemas. Ya decía el inquisidor Valdés que no se podía permitir que cualquier maruja hablara de religión en el mercado. Lo de Roma veduta, fede perduta no es sólo un pareado gracioso: es un epigrama más que sabio. Como buen jesuita, Bergoglio no ha olvidado las reducciones del Paraguay. Ya sólo el nombre de reducciones indica a las claras qué era aquel imperio teocrático que organizó a los guaraníes en una comunidad utópica, aislada del mundo, extremadamente igualitaria, racional y modélica, pero que presentaba un pequeño defecto: los indios eran tratados como perpetuos menores de edad, como un manso y dócil rebaño al que los padres controlaban hasta en los aspectos más nimios de su vida. Un soviet de buenos salvajes en el corazón de la Monarquía Hispánica. Eso es lo que los Ellacurías, Sobrinos y Ernestos Cardenales de la América moderna tratan de imponer. Por eso no nos debe sorprender la actitud de la Iglesia española ante la profanación de la basílica del Valle de los Caídos, su mutismo frente a las leyes de eutanasia o su deserción en la defensa de los valores tradicionales.
Si son tradicionales, ya no son católicos. Ellos están en otra cosa, en los pobres, sobre todo los de espíritu
Si son tradicionales, ya no son católicos. Ellos están en otra cosa, en los pobres, sobre todo los de espíritu.
Pablo Iglesias y Bergoglio están llamados a entenderse. La Conferencia Episcopal acabará siendo una de las confluencias de Podemos, posiblemente la más poderosa. Se parecen demasiado en sus propósitos y en sus fines: controlar una sociedad estabulada, dependiente de la caridad, infantilizada, igualitaria, enemiga del talento y de la independencia de criterio. Lo que muchos amigos católicos no entienden es que Wojtila y Ratzinger fueron un paréntesis, una excepción. El espíritu del Vaticano II está en Bergoglio.
La complicidad y la claudicación de las iglesias cristianas ante el poder del globalismo no es sólo cosa de Roma, algo parecido pasa con el protestantismo oficial (que ya no es una religión, sino una ética): anglicanos, luteranos y muchísimos evangélicos, y hasta en la ortodoxia, con el Patriarca de Constantinopla. Sólo las iglesias serbia y rusa, que han pagado con miles de mártires su perseverancia en la fe, mantienen intacto su legado. Basta con escuchar al Patriarca Kirill de Moscú y compararlo con el discurso buenista de Bergoglio para saber dónde sobrevivirá la Tradición cristiana en las próximas generaciones. No será en Europa Occidental, eso seguro.
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