La cogida de José Tomás

La única tragedia, los únicos héroes de hoy

Y de nuevo este 29 de agosto se mascó la tragedia. La misma y en el mismo lugar en el que se había fraguado hacía exactamente sesenta años y un día: en la plaza de toros de Linares, donde el 28 de agosto de 1947 Manuel Rodríguez, Manolete, cayó herido de muerte bajo las astas de un miura de nombre Islero.

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JAVIER RUIZ PORTELLA
 
Ahí mismo, en Linares, donde cayó Manolete, José Tomás toreaba en la tarde de ese 29 de agosto de 2007, ante la expectación de la multitud que abarrotaba el coso, a un toro de Núñez del Cuvillo: manso, con genio (la peor combinación) y empeñado en no bajar ni un solo instante la testuz. Y el toro le cogió. Ocurrió lo que estaba anunciado, lo que todo el mundo sabía y temía desde que el pasado 17 de junio José Tomás reapareciera clamorosamente en La Monumental de Barcelona. En casi todas sus corridas –no puede ser de otro modo cuando se afrontan los riesgos que afronta, cuando se pisan los terrenos que pisa– el diestro de Galapagar ha sido volteado con peligro, pero sin consecuencias. Ya en Málaga, sin embargo, su cara quedó ensangrentada tras una aparatosa cogida, y ahora la cornada se adentró quince centímetros en el muslo, haciendo manar a borbotones una sangre pese a la cual aún encontró arrestos suficientes para entrar a matar.
 
Pero antes… Antes hubo las gaoneras que se llevaron a la fiera por los revuelos airosos del capote; y antes hubo los estatuarios de vértigo, arqueado el tronco, inmóviles los pies; y los derechazos acompasados, hondos; y los naturales en los que, mientras las astas del toro sacaban hilos dorados de su terno azul, se obraba una vez más el prodigio: la fuerza bruta quedaba transfigurada en una incandescencia hecha de belleza y verdad.
 
¿Por qué hablar tanto de los toros? ¿Sólo por la excelsa belleza de los pases? No, en absoluto. ¿Por qué empeñarme en hablar tanto de esa extraña fiesta –no hay nada parecido en todo el mundo– en la que brota la sangre de animales y hombres, en la que se masca sin parar la tragedia –y a veces, como en Linares hace sesenta años, se fragua? Precisamente por esto: porque no nos quedan hoy ni otra tragedia ni otros héroes. Porque no hay otro lugar en el mundo en el que lo trágico –inseparable de lo heroico– se vea alzado sobre el altar del mundo como, tarde tras tarde, siguen alzándolo esos extraños españoles –toreros y aficionados– que saben que sin lo trágico y lo heroico, entrelazado con lo bello y lo festivo, la vida es tan falsa como carente de sentido.
 
Lo trágico, lo heroico: lo que más odian los medrosos hombres de hoy (añadámosle lo bello, aunque no lo digan). ¿Cómo no iban tales hombres a detestar con rabia, a combatir con ahínco este escupitajo que, tarde tras tarde, la celebración ritual de los toros lanza a lo único que les importa?

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