Nos queda el último artículo de esta serie cuyo objetivo no es en absoluto buscar soluciones concretas o programáticas a los males que nos azotan. Lo que aquí se busca es algo previo y, por ello mismo, más importante aún: entender lo que late en la desazón existencial de nuestro tiempo.
Esos males —resumo lo dicho en los anteriores primer y segundo artículos— se condensan en lo que se podría llamar nuestro desaliento espiritual: esa falta de aliento o inquietud que nos lleva a no tener ojos, ni ganas, ni por tanto creatividad para todo lo que no se circunscriba al horizonte material de la existencia. Un desaliento espiritual que tiene en su base diversas razones, la principal de las cuales —la que mayores consecuencias colectivas tiene— es el desvanecimiento social de lo divino.
¿Por qué hablar de “lo divino” y no, simplemente, de “Dios” o de “la religión”? Por dos motivos. El primero, porque más allá del conjunto articulado de ritos y creencias al que denominamos religión, lo que aquí importa es lo que late debajo de ello, lo que se juega —lo que se jugaba, mejor dicho— en el fenómeno social de la religión. El segundo motivo es porque hablar de “Dios” nos hace pensar inevitablemente en el que preside la religión que se impuso y venció hace mil quinientos años, mientras que dioses ha habido y hay muchos más (cuestión, por otra parte, insoluble para cualquier creyente; cuestión imposible de explicar si no se invoca la creatividad propia de cada época y de cada sociedad).
¿Qué se juega, qué late, qué sentido tiene lo divino? Tiene —o tenía— el mayor de todos los sentidos (y de ahí, la fuerza inconmensurable que era la suya): daba sentido a lo que, en sí mismo, no lo tiene; envolvía en un aura de significación ese mundo y esa existencia sacudidos —conducidos, en realidad— por los vientos de lo incierto e indeterminado.
Lo indeterminado: ahí está la palabra. Ahí está el misterio de esa indeterminación que, sin causa ni razón final, lo preside todo, pero que, lejos de diluirlo todo, nos aboca a la mayor de todas las determinaciones: al milagro de lo existente. Un milagro, un misterio, al que, tratando de envolverlo de sentido, los hombres han dado en llamar “Dios” y que aquí, para no personalizarlo en ningún ser, preferimos llamar “lo divino”.
El milagro, el misterio de la existencia… Es eso lo que expresa “lo divino”: saber (o sentir, o intuir) que no todo se limita a lo inmediato, a lo tangible —tampoco a lo racional. Saber o sentir que no todo está ni en nuestras manos ni en las de la razón: hay algo intangible (“sagrado”, se dirá también) que está más allá del saber y el poder de los hombres.
Más allá… Pero ¿dónde? En el Más Allá —han pretendido unos— en que consiste el mundo sobrenatural; ese Más Allá que no sólo se distingue y opone a nuestro mundo natural, sino que lo crea y lo rige. En el más allá —otros, en cambio, han pretendido— que es como un “más acá”, como una especie de alteridad interna situada en el único mundo existente y cuyo misterio expresa o simboliza de tal modo.
La primera respuesta es la del cristianismo; la segunda, la de la Antigüedad pagana. Entre ambos, un abismo, por supuesto; pero no es esta confrontación lo que ahora nos interesa. Lo que nos importa es el desvanecimiento de lo que se juega (aunque de forma antagónica) en ambas respuestas. Lo que nos importa es aquello de lo que eran signo tanto los antiguos dioses como el que fue, en su momento, un nuevo Dios.
¿Por qué se ha desvanecido un signo de tan alta envergadura? Por nuestra debilidad, decía en el anterior artículo. Débil y rastreramente materialista, el hombre contemporáneo es incapaz de otorgar entidad alguna (salvo la falaz o fantasiosa) a lo mítico o imaginario. “Dios se murió” (recurramos a la consabida fórmula) el día en que revistió sus exclusivos ropajes míticos; el día en que el saber y sus razones dejaron claro que lo fundado por el Relato Fundacional —el del Génesis bíblico, el de la Teogonía pagana o cualquier otro— no podía tener otra naturaleza que mítica o imaginaria.
El problema es que afirmar la naturaleza mítica de lo divino deja a éste —hoy por hoy al menos— automáticamente invalidado, anulado. A ojos de todos: a ojos de los creyentes, incapaces de creer en nada que no sea contundente, eficientemente real; y a ojos de quienes, careciendo de la menor sensibilidad para tal tipo de cuestiones, en nada creen ni nada sienten.
Porque ésta es otra cuestión: la de la Nada que a partir del desmoronamiento de lo divino se pone a engullirlo todo. No, no es sólo Dios lo que muere. Muere también —muere sobre todo— aquello de lo que Dios era signo y expresión: el asombro maravillado ante el enigma de la existencia. Lo que muere no son sólo las respuestas contundentes que daba el todopoderoso Dios de los dogmas y mandamientos (o las respuestas infinitamente más laxas que daban unos dioses que ignoraban la idea misma de omnipotencia): lo que se desvanece es sobre todo el espacio desde el cual se expresaba —colectivamente, en el ámbito de todos, con ritos y cultos— el sobrecogimiento maravillado ante el enigma de existir.
Lo que se plantea a partir de ahí es una cuestión tan clara como difícil de responder: ¿puede en tales circunstancias renacer el aliento de lo divino? O dicho con otras palabras, ¿puede lo imaginario expresar lo que late en lo más profundo de lo real?
Poder, claro que lo puede. ¿Acaso no lo puede el arte? ¿Qué otra cosa hace el arte, cuyos personajes, historias, objetos… —imaginarios, ficticios, carentes de toda realidad propia, pero tocados por el estremecimiento de lo bello— no hacen otra cosa que expresar lo más hondamente real de lo real?
De acuerdo, se dirá: para lo bello, sí. Pero… ¿para lo divino? Para lo divino también. Para invocar lo divino, para sobrecogerse ante el misterio que se expresa en ello, no es en absoluto necesario creer en la existencia real, efectiva, ni de Dios ni de los dioses. ¿O acaso creían en la existencia de estos últimos todos los poetas y artistas que durante unos quinientos años —desde el Renacimiento hasta el siglo XIX— han estado invocando en sus obras a dioses, semidioses, ninfas y relatos mitológicos? ¿O acaso creemos en la existencia real de los dioses quienes hoy los invocamos y celebramos? Cuando un Alain de Benoist (pongamos el ejemplo más emblemático) escribe un libro titulado ¿Cómo se puede ser pagano?, ¿pretende acaso que, desde la cumbre del monte Olimpo está un Zeus efectivamente existente lanzando los rayos y truenos que componen las tormentas? ¿Pretende acaso que desde el fondo de los mares está Poseidón agitando sus olas; o que, acechando entre aqueos y troyanos, estaban Atenea y Afrodita maquinando a favor de los unos y de los otros? Basta formular la pregunta para saber la respuesta.
Sí, claro que se puede evocar o sobrecogerse ante lo que se juega en lo divino y no por ello rebajarlo a la categoría de lo efectivamente existente. Se puede, sí... Pero una cosa es que se pueda y otra muy distinta es que se haga. ¿Lo harán algún día los hombres? ¿Renacerá alguna vez, y en qué modalidades, la sensibilidad hacia lo que se juega en lo sagrado?
No lo sabemos. Lo único que está claro es que sólo podrá renacer de una forma: reconociéndose a lo divino toda la grandeza de sus mitos y símbolos; dejando de infligirle el infundio de presentar como efectivamente existente aquello cuya existencia es del orden de lo maravilloso o imaginario.
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