¡Que impongan ya la Educación para la Ciudadanía!

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Sí, sí, que impongan la asignatura “Educación para la Ciudadanía” deprisa y corriendo, y cuanto antes mejor. Por favor, sean buenecitos, no se hagan de rogar y ni presten atención (no les resultará muy difícil…) a todas estas alharacas de curas, agnósticos, derechistas, paganos, ni-derechistas-ni-izquierdistas y otras hierbas de mal vivir: gentes, en fin, de nula adhesión al régimen, a quienes les ha dado últimamente la manía de imprecar contra la implantación de tan afortunada medida.

Sí, han leído bien: la más afortunada, la mejor medida que podía tomar este zapateresco Gobierno… para conseguir un resultado absolutamente contrario a sus pretensiones. ¿O es que ya hemos olvidado lo que significa intentar adoctrinar, política, ideológicamente, a la gente? ¿O es que ya no nos acordamos de que el franquismo, por poner un ejemplo, no fue sino el más colosal –pero burdo, tosco– empeño por adoctrinar a una sociedad –y así le lució el pelo? ¿O es que ya no sabemos con qué rabia reacciona una población sumida en la molicie, bañada en la inanidad, cuando el poder le intenta decir lo que tiene que hacer?

Alguien objetará con razón: ¿acaso no intenta el actual poder –y no hablo sólo de ese engendro denominado zapaterismo– decirle a la sociedad lo que tiene que hacer y dejar de hacer? ¿Acaso el actual régimen –el de la democracia de Mercado– no adoctrina, a su manera, tanto o más que el franquismo lo hizo a la suya? Por supuesto que lo hace…, como tiene que hacerlo y como siempre lo ha hecho cualquier poder, cualquier Estado, desde que el Estado es Estado y los hombres, hombres. ¿Qué sentido tendría, de qué serviría un Estado que, desprovisto de ideario, carente de proyecto, no intentara aleccionar, expandir sus ideas, difundir sus ideales sobre lo justo y lo bueno, lo legítimo y lo necesario?

También la democracia de Mercado las difunde y expande; también ella adoctrina, ¡y cómo! Toda la diferencia –toda la inmensa novedad– consiste en que el adoctrinamiento es ejercido aquí con el más refinado y sutil de los ingenios –sin caer nunca en la zapateril torpeza de imponer asignaturas y preceptos. La democracia de Mercado adoctrina, claro que sí, pero… como sin adoctrinar, como el que no quiere la cosa: como si no estuviera impartiendo un modelo de vida a sus súbditos, como si los dejara libres y autónomos, sumidos en su exclusiva privacidad; como si, por permitirles elegir cada cuatro años la facción dirigente de la oligarquía, fueran ellos –el conjunto de ciudadanos– quienes sostuvieran todo el entramado del poder y de la sociedad; como si toda una visión del mundo –la de que el Mercado es rey; la materia, reina; y las masas, soberanas– no fuera constantemente inculcada por todas partes, desde el mismo bombardeo publicitario hasta los últimos recodos de los medios de comunicación y los últimos rincones de los centros de enseñanza.

Ya, se dirá, pero quien así adoctrina no es el Estado como tal. Todo lo que hacen nuestros políticos y políticas es llenarse la boca con palabras como “Democracia”, “Mercado”, Libertad”, “Prosperidad”…: altisonantes palabras que, hinchadas de aire, salen como encantaciones de sus gargantas. No son ellos, sin embargo, los verdaderos encantadores; no son ellos quienes difunden e inculcan la ideología que lo impregna todo: el asunto está montado –he ahí la habilidad suprema– como si fuese “la gente” misma, “la propia sociedad”, el “pueblo soberano”, quien expande espontáneamente la ideología que es vehiculada –¿sólo "vehiculada"?­…– por empresas y periódicos, radios y televisiones, universidades y centros de enseñanza. El Estado…, no; el Estado se lava las manos, pretende ser neutral; el Estado se quiere pequeño, insignificante: lo ideal –todos los teóricos liberales lo dicen– sería que el Estado desapareciera casi por completo.

Y desaparece. No la maquinaria burocrática del Estado –agigantada, por el contrario, hasta el delirio–, pero sí el espacio público como tal. Desaparece ese destino común, ese proyecto conjunto que el Estado –como plasmación política de la nación– había hasta ahora encarnado y simbolizado en toda época y lugar. Desaparece el convencimiento (y la práctica) de que no hay vida individual sin vida colectiva; desaparece el convencimiento (y la práctica) de que la grandeza o miseria de nuestro destino público marca el destino mismo de la vida de cada cual.

Y esto, muy exactamente esto –a saber: que sólo cuenta la individualidad y no la colectividad; la privacidad y no la comunidad; el destino del dinero, y no el de la nación– es lo que Estado, desvaneciéndose como espacio público, dice… sin necesidad siquiera de decirlo. “¡No soy yo lo que importa!”, murmura, mientras se aparta con discreción. “¡Es la economía, estúpidos!” (permítame nuestro director que le tome prestado su titular de ayer). Pero lo dice tranquilamente, sin aspavientos. Lo dice casi sin palabras: con sólo retirarse. Lo dice tanto mejor (para sus fines) cuanto que ningún Zapatero obliga a los niños a aprenderse y recitar la lección. ¡Oblíguelos, señor Zapatero! ¡Hágasela recitar! ¡Uy, cómo les va a encantar!…

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