Uno de los episodios más siniestros en las ya de por sí siniestra historia del comunismo internacional.
Nadie sabe cuánta gente murió en la llamada “revolución cultural” china. ¿Un millón? ¿Cientos de miles? Se sabe que el número de cuadros del partido comunista represaliados se eleva a tres millones. De ellos, muchos fueron directamente asesinados y otros, la mayoría, acabaron en campos de “reeducación” donde les aguardarían varios años de penuria y, con frecuencia, muerte. Pero el mayor número de víctimas se concentró en los profesores, técnicos e intelectuales del país, acusados de revisionismo o, aún peor, de capitalismo. La “revolución cultural” fue una de las mayores carnicerías perpetradas por Mao Tse Tung. Uno de los episodios más siniestros en las ya de por sí siniestra historia del comunismo internacional.
Pongámonos en 1966. La China de Mao es un desastre. Desde su llegada al poder absoluto en 1949, el comunismo chino intenta infructuosamente encontrar un modelo económico eficaz. La colectivización forzada ha generado unas desigualdades terribles entre el campo y las ciudades y los problemas de desabastecimiento sacuden a la población. Son muchas las voces que claman, dentro del Partido, por una revisión de los propios planteamientos. “Que cien escuelas se abran; que cien flores florezcan”, dice la propaganda oficial en 1956. Llevados por lo atractivo del propósito, decenas de miles de disidentes o de revisionistas comienzan a exponer sus criterios con libertad. Magnífica oportunidad para neutralizar a los críticos que, incautos, se dejan ver. Nada de soluciones heterodoxas: la respuesta a los problemas del comunismo es más comunismo, viene a decir Mao. A partir de 1957 se inaugura una etapa nueva: el “Gran salto adelante”, que consiste en redoblar las directrices comunistas: colectivización de la vida privada, organización del trabajo campesino en comunas, reestructuración del trabajo industrial en pequeños talleres controlados por el partido… Es otra catástrofe: a la altura de 1961 ya son más de tres millones los chinos que han muerto a causa de la hambruna provocada por esta nueva política. Las críticas arrecian dentro del partido. El número de “revisionistas” se multiplica. El proyecto comunista chino corre serio peligro. El propio Mao ve su autoridad cuestionada. Hace falta un nuevo empujón. Eso será la llamada “revolución cultural”.
Guardias rojos
Mao sabe que cuenta con el apoyo de los más jóvenes, educados en el culto al líder. Sobre las espaldas de los “guardias rojos” se aupará para emprender una especie de guerra civil que fue al mismo tiempo generacional, social e ideológica. Los jóvenes combaten contra los viejos, los pobres combaten a los más acomodados (técnicos e intelectuales en su mayoría), los comunistas radicales combaten a los “revisionistas”. La palabra “combatir” no es inadecuada: en los largos meses de revolución se dan casos de ciudades bombardeadas con obuses o de calles pasadas a sangre y fuego. Los hijos delatan a los padres y los vecinos se delatan entre sí. ¿Por qué se llama “cultural” a esta revolución? Porque esa fue la etiqueta que le adjudicó el siniestro sentimiento poético de Mao, pero, sobre todo, porque propiamente lo fue: una cultura nueva, la del comunismo pleno, quería aniquilar físicamente a la vieja. El propio Mao había apelado en los años anteriores a acabar con “los cuatro viejos”: las viejas costumbres, los viejos hábitos, la vieja cultura y los viejos modos de pensar. Quizá lo que nadie esperaba era que se tratara de una lucha física y a muerte.
En el sanguinario escenario de la revolución se destaca una mujer: Chiang-Ching, la esposa de Mao, al frente de sus jóvenes guardias rojos, lanzada a la agitación política. Lo primero que hace Chiang es ganarse la aquiescencia del Ejército a través de su jefe, Lin Piao, que a su vez también aspira a la sucesión de un Mao cada vez más envejecido. Con el control del ejército asegurado, comienza la gigantesca purga. Toda la vieja guardia del partido es aniquilada, política o físicamente. Con el partido deshecho y el caos en los campos, el ejército empieza a dividirse. Pero a Chiang-Ching no le importa: ya tiene su propio ejército de guardias rojos. Y su siguiente paso es armarlos para acabar con lo que ella llamaba “elementos reaccionarios del ejército”. El resultado es una anarquía sin freno. Una anarquía que Mao nunca se esforzó por frenar, al revés.
El Libro Rojo
La “revolución cultural” encuentra su breviario en un texto del propio Mao: el Libro Rojo, una compilación de citas del Gran Timonel editada por Lin Piao. En la práctica, ese libro se traduce en asesinatos de opositores, deportaciones masivas a campos de concentración, asaltos callejeros a viandantes vestidos al modo occidental, ataques a ceremonias religiosas o denuncias públicas, por medio de grandes carteles, de los líderes “desviacionistas” del propio partido. En muy pocos meses, el país se ha roto y, con él, el partido. Incluso se rompe la propia revolución, porque las diferentes facciones no tardan en combatir entre sí. Y una vez más, el verbo no es exagerado: los enfrentamientos en Cantón, por ejemplo, producen un millar de muertos en pocos días.
Mao decidió cerrar la revolución cultural en 1969. Ya había aplastado a los críticos y el país estaba definitivamente bajo su control. El IX Congreso del Partido Comunista sirvió para poner en escena el gran acontecimiento. Chiang-Ching, la mujer de Mao, consiguió entrar a formar parte del Comité Central. También Lin Piao y su propia esposa. Pronto la guerra estallará entre Chiang-Ching y Lin Piao. Mao lo está viendo. Retirado en una ciudad del sur por motivos de salud, escribe a su mujer: “Las cosas se inclinan siempre hacia su mismo contrario. Cuanto más se eleva una cosa, tanto más dolorosa es la caída… Quisiera recomendarte a ti misma reflexión sobre este tema y que no permitas que el éxito se te suba a la cabeza. Ten siempre bien presentes tus puntos débiles, tus defectos, los errores”. Sorprendente indulgencia.
Quien no tuvo presentes sus propios errores fue Lin Piao. Éste, desde la jefatura del ejército, diseñó un singular golpe de Estado que consistía en implantar un culto desmedido a la personalidad de Mao mientras en la práctica neutralizaba el poder de éste y se quedaba él con la jefatura de la nación. Pero se le fue la mano en la administración del crimen político. Mao revisó –o se le hicieron revisar- sus manifestaciones testamentarias. Lin Piao se dio cuenta de que aquello significaba su final y huyó a la Unión Soviética. Su avión se precipitó sobre el suelo de Mongolia. Dicen que accidentalmente. Fue, en todo caso, otra victoria de Chiang-Ching.
En cualquier caso, la China posterior vendría marcada por aquella revolución sangrienta. Desde 1971, fecha de la muerte de Lin Piao, la cuarta esposa de Mao encuentra el camino completamente libre. El viejo dictador vive cada vez más al margen de todo. Chiang-Ching empieza a distribuir puestos clave entre sus hijas y sus próximos. El aspecto más visible de su poder será el teatro chino rojo, ese singular espectáculo de masas que ondean banderas en la escena y que es la síntesis ideológica del maoísmo. Pero quizá es demasiado visible, demasiado teatral. Y luego, como en una tragedia clásica, interviene el azar: en 1975 y 1976 mueren dos de sus máximos apoyos, el jefe de los servicios de seguridad y el primer ministro Chu En-lai. En abril de ese mismo 1976, la manifestación anual de Tienanmen deja ver inusuales críticas a Chiang-Ching. Pocos días después, un gigantesco meteorito cae sobre China, en Kirin: el más grande que el hombre ha recuperado jamás. Luego se suceden terremotos que causan miles de víctimas. Ese mismo verano moría el jefe del Ejército Rojo. El 9 de septiembre muere el propio Mao. Puede imaginarse el efecto de esta cadena extraordinaria de sucesos en los frágiles nervios de Chiang-Ching. Sobre todo al descubrir, entre los carteles que enarbolaban las gentes en la calle, dibujos alusivos donde se caricaturizaba a la cuarta y última esposa de Mao. Pero esto es otra historia.
¿Qué fue la revolución cultural china? Propagandas al margen, una gigantesca purga de dimensiones asombrosas que asesinó a centenares de miles de personas, rompió China en dos, lesionó por muchos años la cultura y la educación del país –por la represión ejercida sobre los profesores e intelectuales- y agravó la situación económica por la incapacidad del sistema para ponerse en cuestión a sí mismo. Un ejemplo de libro (rojo) del delirio comunista. Una página no para olvidar, sino para recordar. Siempre.
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