¿Pedir perdón… de qué?

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De un tiempo a esta parte se ha puesto de moda pedir perdón por los errores del pasado. Fue el papa Juan Pablo II quien inició la costumbre, en su loable afán por hacer balance de dos mil años de cristianismo y hacer entrar a la Iglesia Católica en el tercer milenio libre de cargos de conciencia y purificada de pretéritas máculas que afeaban su rostro. Lo que podría ser un sano ejercicio de moralidad se convierte, sin embargo, en nuestros días, en un arma al servicio de ciertos intereses políticos e ideológicos cuando sólo se mira un lado de la Historia y se oculta el otro. Sólo se exige la demanda de perdón a las instituciones y entidades políticamente incorrectas desde punto de vista del izquierdismo predominante, a saber: la Iglesia Católica, España, la Civilización Occidental. Ni una palabra de la ingente cantidad de hechos comprobados por los que podrían –y deberían– pedir perdón, por ejemplo, la masonería, el socialismo, el comunismo, el judaísmo internacional o el islamismo.

Un par de ejemplos recientes. El primero, la enésima invectiva de cierto sector del judaísmo contra la memoria del papa Pío XII, al que se sigue acusando de un supuesto silencio culpable en relación con los crímenes del nazismo y la shoah, exigiendo que la Iglesia de Roma reconozca su culpabilidad y pida excusas por ello. El segundo, las declaraciones de Hugo Chávez acerca de las palabras de Benedicto XVI defendiendo la obra evangelizadora en América, declaraciones con las que ha vuelto a avivar la polémica de la Leyenda Negra antiespañola y anticatólica. 

El de Pío XII es uno de los más clamorosos casos de injusticia y de deshonestidad histórica de nuestros días. Cuando, en octubre de 1958, murió el Papa Pacelli, fue unánime la convicción de haberse tratado de un gran hombre: desde Eisenhower hasta la mismísima líder israelí Golda Meir. Cinco años después, una ficción literaria alemana plasmada en una pieza teatral (El Vicario) inauguró la propia leyenda negra anti-Pío XII y desde entonces –alimentada por la prensa y la intelectualidad de izquierda– no ha cesado la campaña de difamación y calumnia del pontífice que, al contrario de lo que le atribuyen –sin pruebas– sus adversarios, fue un eficaz benefactor de los perseguidos, habiéndole llegado a atribuir el teólogo y diplomático Pinchas Lapide, ex cónsul de Israel en Milán, la salvación de unos 850.000 judíos directa e indirectamente. A pesar de la buena voluntad y honestidad de la Santa Sede, que ha ido desclasificando la información relativa a Pío XII (no habiéndose encontrado hasta ahora nada que avale las acusaciones de que ha sido objeto), no han cejado quienes a toda costa quieren ver condenado y execrado a Eugenio Pacelli por el tribunal de la Historia y no les importa mentir y embrollar, como justamente lo ha denunciado repetidas veces el R.P. Peter Gumpel, S.I., responsable vaticano de la causa de este pontífice tan gratuitamente controvertido.

En cuanto a las intemperancias verbales del caudillo bolivariano, baste considerar su filiación para desmentir el mito del “genocidio” indoamericano (al menos en lo que a él personalmente respecta). En efecto, sus dos apellidos –Chávez y Frías– son genuinamente españoles y él mismo tiene indudables rasgos mestizos, lo que significa que su ascendencia es mixta: española y aborigen. Hugo Chávez es una prueba viviente de la auténtica obra de España en América, que consistió en crear una nueva raza, que sería el mentís a todo racismo. El mestizaje étnico y cultural que se dio en la América hispano-lusa, con el auspicio de la Iglesia Católica, no tiene parangón en ningún otro proceso colonizador. Que ello no siempre se diera dentro de un marco de humanidad se ha de achacar no a una peculiar ferocidad o maldad intrínseca de los conquistadores españoles (y portugueses), sino a la misma naturaleza humana, capaz de lo más ruin como de lo más sublime. Históricamente, ninguna empresa bélica de conquista ha estado exenta de hechos que hoy juzgamos inadmisibles. Asirios, babilonios, medos, persas, macedonios, romanos, sarracenos, normandos, magiares, turcos y un largo etcétera serían igualmente –si no más– vituperables. Por no hablar de los propios imperios maya, azteca e incaico, que se cimentaron sobre el implacable sometimiento de los pueblos amerindios. 

¿Por qué no se habla, en cambio, de que fue gracias a los misioneros españoles como se conocen hoy muchas lenguas y otros aspectos culturales indígenas que, de otro modo, nos serían hoy completamente desconocidos; que se desarraigaron eficazmente costumbres bárbaras como los sacrificios humanos; que la católica España sembró de escuelas, colegios y universidades las Indias, incorporándolas así a la Civilización Occidental; que, a la par que iglesias y conventos, fueron fundados hospitales, asilos, orfanatos y otras obras asistenciales; que no sólo se llevaron a América –y de ella se trajeron– enfermedades y plagas, sino productos de la tierra, métodos de cultivo y animales nuevos; que nunca se consideró a las posesiones de la América Española “colonias” sino “reinos” y “provincias de ultramar”; que el desarrollo de las Letras y de las Artes del otro lado del Océano no tuvo nada que envidiar al europeo? Podríamos continuar, pero nos extenderíamos demasiado para el propósito de estas líneas.

No son ciertamente ni España ni el Papa los que tienen que pedir perdón: es Hugo Chávez el que debería disculparse por arrogarse una representatividad americana que nadie le ha dado y por ofender la inteligencia con sus esperpénticas verborragias.

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