¡Oigo, patria, tu aflicción!

Compartir en:

Dejé de ser un patriota hace ya bastantes años, pero en aras de lo que ahora sucede estoy volviendo a serlo. Lo había sido de pequeño y en mi primera adolescencia, cuando cantaba en coro el himno del  colegio en el que cursé durante once años, paradisíacos, los estudios de enseñanza primaria y de bachillerato, en los que si no aprobabas, no pasabas. Era nada menos que el Pilar: un nombre mítico en la historia de la docencia al que debo buena parte de lo que soy. Los dos primeros versos de aquel himno decían: «Españoles, hidalgos, valientes, / con la edad nos queremos mostrar». Yo lo cantaba a pleno pulmón y creía en lo que cantaba. No habría suscrito y ni siquiera entendido entonces la conocida frase del doctor Johnson, que en realidad era un patriota, lo que no le impidió escribir que «el patriotismo es el último refugio de los canallas». James Boswell, su no menos legendario biógrafo, se creyó obligado a aclarar que la persona por él retratada “no se refería al verdadero y generoso amor por su país, sino a ese falso patriotismo que tantos, en toda época y en todo lugar, han exhibido para ocultar sus intereses”. Ambas frases pueden y deben ser aplicadas en su literalidad a quienes en nuestro actual gobierno invocan el nombre de España para perpetrar en beneficio propio —el de mantenerse en el poder con las narices tapadas, sordos los oídos, los ojos vendados y sin mirar a quién— toda suerte de crímenes contra ella.

El más flagrante, recién salido del horno de unas Cortes que son cada vez menos patrióticas, es el de la infame Ley Celaá, acaso la más nociva, por su radio de acción social y su largo alcance cronológico, de cuantas se han concebido y a veces promulgado desde que el Gobierno Frankestein se alzó del lecho de Procusto podemita y salió de la cámara de los horrores  postelectorales. Con esa ley se actualiza aquel dictum, en realidad apócrifo, mas no por ello menos significativo, que al decir de la leyenda sirvió de rumbo pedagógico a la política universitaria del rey Felón: «Lejos de nosotros el feo vicio de leer y la funesta manía de pensar».

¡Bingo, señora ministra de Educación! Ha conseguido usted cercenar de un solo tajo el futuro de los aún santos inocentes que algún día, por ley de edad y, quizá, de gobierno, pero no de saber, empuñarán el timón de una España más invertebrada, por babélica y hecha trizas, que nunca. Seguro que los de Bildu, los de Ezquerra, los del Bloque Nacionalista Galego, los podemitas y otras malas hierbas del rampante separatismo y antiespañolismo le enviarán no pocas cestas en las inminentes navidades que a causa de los virus (excusatio non petita) no vamos a celebrar. Pecaría yo, señora ministra, de un espíritu dudosamente navideño si formulase aquí el deseo de que se le indigesten las ofrendas. El contenido de las mismas, por razones de nutrición, suele ser malo para la salud. No lo haré, aunque ganas no me falten. Me contengo. Disfrútelas en compañía de los suyos a condición de que no sean ustedes más de seis o de los que la extraña pareja formada por su colega Illa y por  el chevalier servant Fernando Simón tengan a bien imponer.

Le aviso, eso sí, de que los Reyes Magos, provistos de mascarillas con IVA (¡faltaría más!), así boguen en cayucos y pateras aguas arriba del Manzanares, van a traerle una tonelada de carbón de Asturias, pues ha incurrido usted en un pecado de parricidio metafórico. 

¿Parricidio? Sí, pues parricida es, según el tumbaburros (no se dé por aludida) de la Academia, cuyo director, por cierto, ya se ha llevado las manos a la cabeza, todo aquel que da muerte a un pariente próximo y, en especial, al padre o a la madre. Y a sus hijos y nietos, por extensión, añado yo. 

Judicialicemos todavía un poquito más la política…Todos los indicios racionales de criminalidad apuntan, señora Celaá, al delito mencionado, que no por ser metafórico deja de ser delito. Patria remite a padre, o viceversa, y también suele hablarse de madre patria y de lengua madre. Y para colmo, aunque eso ya sólo me afecte a mí y a unos cuantos como yo, la lengua es la verdadera patria de los escritores. Un país, cualquiera que sea, sólo llega a ser nación cuando sus habitantes tienen un idioma común, oficial y obligatorio, lo que no es óbice para que coexistan con él otros que comunes no serán, pues su localización será regional (catalán, vascuence, gallego) o, incluso, en nuestro caso, étnica (caló o romaní ibérico), pero cooficiales y voluntarios sí. ¿Tan difícil de entender es algo que hasta el jumento de Sancho Panza, entre rebuzno y rebuzno, entendería?

Permita que le ponga un ejemplo, Ministra. Imagine usted que se juntan, por la razón que sea, un catalán, un vasco, un gallego y un gitano. ¿En qué idioma se entenderían? Ya lo dijo Berceo: «Quiero fer una prosa en román paladino en qual suele el pueblo fablar con so vecino”.

Y, de propina, otra cita, que viene al pelo, señora, por ser de un poeta de su cuerda: Blas de Otero, comunista. Es de un libro titulado Pido la paz y la palabra, que apareció en 1955, y dice esto: «Pero tú, Sancho Pueblo, / pronuncias anchas sílabas, / permanentes palabras / que no lleva el viento».

 ¿Sancho Panza (manchego), Berceo (riojano), Blas de Otero (bilbaíno)? Nombres de españoles, todos ellos, que ni siquiera sonarán a las futuras víctimas de su ley.

 Retírela, señora. Aún está a tiempo.

© La Gaceta de la Iberosfera

Todos los artículos de El Manifiesto se pueden reproducir libremente siempre que se indique su procedencia.

Compartir en:

Comentarios

¿Te ha gustado el artículo?

Su publicación ha sido posible gracias a la contribución generosa de nuestros lectores. Súmate también a ellos. ¡Une tu voz a El Manifiesto! Tu contribución, por mínima que sea, dará alas a la libertad.

Quiero colaborar