El Panteón de Roma

¿Qué nuevo aliento espiritual puede salvarnos?

Seamos conservadores... y revolucionarios (II)

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En mi artículo de la semana pasada, donde se planteaba lo que había que conservar y extirpar del mundo de hoy y del de ayer, llegamos a la conclusión (en fin, llegué yo…, y quizás alguno de nuestros lectores también) de que todos los males de nuestro tiempo se centran en una gran cuestión: la disolución de algo que ha marcado de mil formas distintas el corazón de todas las épocas y de todas las sociedades. Manifestado a través de diversos ámbitos —religión, arte, vinculación al pasado histórico y al presente de una comunidad nacional—, le di a todo ello el nombre de aliento espiritual.

El aliento espiritual: ese impulso que nos lleva a asumir, desde luego, nuestro destino biológico y mortal, pero no a quedar empantanados en él: a alzarnos, por el contrario, más allá de él.  El aliento espiritual: ese impulso que nos hace poseedores de un Destino (como se decía cuando aún lo había); ese impulso que nos hace sentir, palpitar, acercarnos (capturarlo no: a esas cosas uno sólo se acerca) al ámbito de lo grande, lo bello, lo inefable; a aquello por lo que vale la pena vivir y morir; a aquello que puede dar sentido y plenitud a nuestra vida mortal.

¿Por qué se ha desmoronado el aliento espiritual?

Se ha desmoronado, se decía en el anterior artículo, porque el hombre se ha quedado solo: solo con su cuerpo, solo con su materia, solo con su muerte. Solo con esa ciencia y ese ordenamiento material de las cosas que, pese a su excelencia y a sus beneficios prácticos, hasta nos puede parecer bien vano cuando vemos alzarse, frente a nuestras razones científicas y a nuestras satisfacciones corporales,  toda la desolación espiritual en la que estamos sumidos.

Se ha desmoronado el aliento espiritual porque, si mucha es la fuerza que se necesita para la aventura esa del vivir, aún más fuerza se necesita cuando se trata de aventurarse en medio de semejante soledad, sin pautas predeterminadas, experimentando en carne viva toda la indeterminación que caracteriza a nuestro destino. Hace falta para ello más fuerza, más ánimo y más arrojo que nunca. Esa fuerza y ese arrojo… de los que hoy carecemos precisamente más que nunca. Hoy, cuando no son desde luego los fuertes quienes han ganado la partida. Hoy, cuando son los débiles —decía Nietzsche hace ya siglo y medio— quienes imponen su ley y expanden su talante y su condición. Los débiles de espíritu: el hombre blandengue, que decía aquél, el hombre (y la mujer) pusilánime. El hombre masa, decía Ortega. El homo festivus, del que hablaba Philippe Muray, ese espécimen que con su risita boba sustituye al homo sapiens.

Da igual que la fuerza y el aliento del espíritu aniden aún en tales o cuales individuos. Da igual, porque donde no anida para nada es en el corazón de un mundo que considera que lo feo es bello, lo vulgar excelente, y la opresión democracia.

Se considera sin decirlo que lo feo es bello, lo vulgar excelente, y la opresión democracia

Todos —la inmensa mayoría, en fin— lo consideran, lo asumen, lo sienten así. Pero implícitamente: esas cosas no se piensan, no se reflexionan, no se debaten. Aún menos impugna nadie lo que ahí se juega. ¿A quién se le ocurriría salir a la calle ondeando la bandera de lo bello y espiritual, pisoteando las enseñas de lo vulgar, impugnando lo engañoso de la democracia? Todo eso está tan interiorizado, todo eso impregna hasta tal punto el aire que respiramos, que ningún feísta, materialista o democratista siente la menor necesidad —aparte de que, francamente, quedaría fatal…— de defender lo feo, lo vulgar, lo burdamente material.

Pero todos lo asumen. Todos no hacen más que hablar del parné. Todos: tanto las clases pudientes como las hoy precarizadas. Ya no hay, dice el gran Nicolás Gómez Dávila (cito de memoria), ni aristocracia ni pueblo: sólo plebe alta y plebe baja. Con la única diferencia —hay que subrayarlo— de que “la plebe baja”, carente de medios y de poder, tiene mucha menos responsabilidad que la otra en el desaguisado que ambas comparten con una sola excepción: si aún queda hoy algún resto de aliento espiritual colectivo (apego a las costumbres y tradiciones, sentimiento de identidad nacional…), es entre las clases populares donde hay que buscarlo. No entre unas “élites” totalmente indignas de tal nombre.

¿Puede en nuestro mundo renacer el aliento espiritual?

El aliento espiritual colectivo: ese impulso que lleva a un pueblo a despegarse de la inmediatez material de la vida, a alzar la vista hacia donde palpita lo alto y lo grande (y da igual que, como todo en la vida, ese despegue se haga conservando trozos de fango, suciedad y sordidez en las suelas); ese impulso sin el cual todo se hunde, se ha realizado a lo largo de la historia en los tres únicos campos en los que puede realizarse: el arte, la nación y la religión.


El arte

Grecia: un pueblo de artistas, decía Nietzsche, que no pretendía decir desde luego que todos los griegos, o su mayoría, eran artistas creadores o receptores. Quería decir que el estremecimiento de lo bello impregnaba en Grecia el aire del tiempo de manera parecida a como el anonadamiento de lo feo impregna el nuestro. Pero la objeción (ya la estoy oyendo) es cierta. Añádase a Grecia el gran Renacimiento italiano (paséese uno por Florencia y Venecia, por citar sólo los lugares más emblemáticos, trate uno de olvidar las masas de turistas y algo podrá sentir de lo que fue aquel aliento del que hablo); añádase también —pero ya en grado mucho menor—Roma, la cristiandad medieval y la barroco-católica…, y ahí se acaba todo por lo que se refiere al papel de la belleza como galvanizador del espíritu colectivo.

El sueño de Marinetti y los futuristas cuando invocaban la arte-cracia oponiéndola a la demo-cracia, un anhelo parecido, ¿podrá algún día dejar de ser un sueño? Nada sería hoy más necesario. Hoy, sobre todo, cuando están haciendo aguas los otros dos campos de proyección colectiva: el de la nación y el de la religión. El problema es que nos topamos aquí con un gran círculo vicioso. Si no existe todo un caldo de cultivo espiritual que aliente la alta creación artística, difícilmente van a poder surgir grandes obras maestras; o si acaso surgen, aún más difícilmente serán acogidas e incidirán en el espíritu del tiempo. Pero al revés también: si tales obras no están presentes, si no se plasma a través de ellas todo un gran impulso creativo, es imposible que el arte llegue a ser un integrante activo de semejante caldo de cultivo.


La nación

Llamémosla “nación” para entendernos y simplificar. Utilicemos este término moderno para designar con una sola palabra la comunidad histórica, política y cultural a través de la cual toma cuerpo un pueblo (o un conjunto de pueblos). En tal sentido, “nación” eran las diversas polis griegas y el conjunto de la Hélade; “nación” era Roma; “nación” eran los feudos medievales; “nación” eran las ciudades renacentistas; y nación era obviamente el Estado-nación (tanto el del Antiguo como el del Nuevo Régimen) cuando éste surgió.

Nación: esa comunidad sin la existencia de cuya lengua, sedimentada a lo largo de siglos, jamás hablaríamos ni por consiguiente seríamos.

Nación: esa comunidad sin impregnarnos de cuyo aire tampoco seríamos. Ese aire —ese carácter, ese espíritu, esa tradición— que, sedimentado igualmente a lo largo de los siglos, nos han legado nuestros antepasados: ellos sin los cuales tampoco jamás existiríamos. Nación: ese aire —más exactamente: ese poso dejado en el aire— que, con sus concreciones y expresiones mil veces modificadas a lo largo del tiempo, se mantiene y perdura en su núcleo esencial.

Nación: no sólo nuestro legado espiritual. También el material: la herencia constituida por esos genes que, en la parte que les corresponde, nos hacen ser lo que somos. Nación: “la raza”, como se decía cuando la palabra aún no había sido prohibida por el racismo que, autoescupiéndose, denuesta a la raza blanca.

Nación: esa comunidad a través de la cual los vivos que hoy somos y los que mañana serán se abrazan con los muertos que ayer fueron y con los que mañana nosotros seremos.

Nación: ese todo orgánico —tan orgánico como un cuerpo— a través del cual el mundo es y la vida fluye.

Nación: nada que ver, todo lo contrario de la suma inerte de átomos individuales que, anclados en el presente, afirma el liberalismo mientras blande su Contrato Social.

Y, sin embargo, pese a negar la esencia misma de la nación, es ella lo que, hasta mediados del siglo pasado, fue invocado por el liberalismo —también  por el fascismo; pero ahí no hay contradicción interna— con el fin de tratar de dar contenido o aliento colectivo a la vida de nuestros pueblos.

No nos engañemos, sin embargo. No era la nación lo que invocaba el liberalismo: era su retórica vana y pomposa. Tan pomposa y agresiva, tan convertida la patria en patrioterismo, tan engreída y hostil hacia nuestros hermanos europeos, que el nacionalismo acabó desembocando en la Gran Guerra Civil Europea que de 1914 a 1945, y con un interregno pacífico y esperanzador de veinte años, representó la más grave hecatombe sufrida por nuestra patria común europea.

Una hecatombe que acarreó una consecuencia aún peor quizás que los desastres inmediatos de la contienda: el desprestigio, por no decir el desprecio en que ha quedado envuelta la idea misma de nación: no sólo el chovinismo, no sólo el patrioterismo insolente; también la noción misma de patria, la idea de nación como unidad de destino histórica.

¿Cómo entender, si no, esa indolencia inerme con la que la nación española, por ejemplo, ha estado durante cuarenta años poniendo la otra mejilla, un día sí y otro también, ante las afrentas recibidas por parte del independentismo vasco y catalán? ¿Cómo explicar semejante actitud si no es por el miedo oscuro pero visceral que lleva a un pueblo a huir de todo lo que pueda oler a nación o a identidad?

Y si de España pasamos al conjunto de Europa, ¿no son también razones parecidas las que explican la indiferencia o el desprecio que la mayoría de los europeos expresan hacia su propia identidad colectiva? ¿No es también el pánico ante su afirmación como identidad colectiva lo que les ha conducido a desentenderse de su destino como “raza” (recurramos a la palabra maldita), frente a la invasión migratoria?

Así era, así ha sido durante los últimos setenta años. Pero las cosas, es cierto, están empezando a cambiar. Sin que se atisbe ninguna amenaza de vuelta al nacionalismo sectario y patriotero, un nuevo fervor nacional empieza a vibrar estos últimos años en Europa. Muy especialmente en Rusia y en la Europa antaño sojuzgada por la URSS. También en Europa occidental fuerzas identitarias y patriotas van conquistando, sin caer en delirios patrioteros, posiciones cada vez más firmes. Ojalá sea ello signo de que comienza el fin de la indiferencia colectiva y de la delicuescencia individualista de nuestros pueblos.

*

Queda el tercero de los campos en los que se puede plasmar el aliento espiritual colectivo. Queda la religión. Pero su importancia es tal que habrá que dedicarle el tercero y último de los artículos de esta serie.

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