Vale la pena preguntárselo, vale la pena reflexionar sobre ello precisamente en este 20 de noviembre, aniversario de la muerte de Francisco Franco –y pistoletazo de salida del nuevo Régimen. Algo tremendo tuvo que haber hecho este hombre para que las cosas acabaran como acabaron. ¿Cómo acabaron? La cuestión no es que acabaran trayendo la democracia. ¡Ojalá la hubieran traído de verdad! Ojalá quien ejerciera hoy el kratos –el poder– fuera realmente el demos, el pueblo; esto es: una comunidad vigorosa, intrépida, ilusionada; no esas masas amorfas, atomizadas y desilusionadas que se limitan a elegir cada cuatro años una de las dos grandes facciones de la oligarquía política que, con sus vinculaciones mediáticas y financieras, ejerce la verdadera soberanía y el auténtico poder.
Javier Ruiz Portella
No sucedía así durante el franquismo. Las luchas entre las diversas facciones dominantes se dirimían, ni que decir tiene, de muy distinta manera. No había elecciones, ni partidos (tampoco partitocracia), ni sindicatos… No había, en suma, la Gran Coartada por la que se hace creer al pueblo –perdón: a las masas– que son ellas las titulares de la soberanía nacional. ¿Fue ésta la razón de que las cosas acabaran como acabaron? Tal fue sin duda una de las razones (aunque no la principal) que llevaron al fracaso del Régimen. ¿Cuáles fueron las demás? Si es indudable que, como decía el otro día este periódico, Franco constituye “la figura decisiva del siglo XX español”, ¿qué es lo que, pese a sus indudables virtudes, pone a su régimen en la picota, sella su estrepitoso fracaso?
Estrepitoso, sí. Tanto más cuanto que se produce sin el menor golpe de fuerza, sin la menor intervención de sus enemigos, por la pacífica, simple –diríase– evolución de las cosas. Tal es el fracaso de un Régimen que, habiendo dispuesto de absolutamente todos los resortes del poder, de la educación, de la cultura, de la propaganda…, consigue que, al cabo de cuarenta años, ni una sola idea, ni un solo valor, ni un solo principio de los que lo movían acabara arraigado en el espíritu, en el imaginario colectivo de los españoles.
No estoy hablando de los principios explícitos de la propaganda del Movimiento, no me refiero a toda aquella farragosa retórica nacional-sindicalista o nacional-católica, a toda aquella hojarasca de rimbombantes y hueras palabras tras las cuales se agitaba inerme la Nada. (También hoy se agita, sí, pero con la diferencia de que las hueras palabras de los de ahora parecen repletas, abigarradas, dan el pego…) No estoy pensando en el discurso explícito del Régimen –sino en el implícito, en lo que le movía (o le había movido en un comienzo); estoy pensando en su proyecto, en su designio último, en lo que se jugaba (o se hubiera podido jugar) entre quienes buscaban o habían buscado un destino, un aliento, un sentido colectivo frente a la inanidad de un mundo cuyo materialismo y nihilismo les repugnaba.
La esperanza defraudada
¡Que no, estúpidos, que no, que no os enteráis de nada! ¡Que lo que había movido a media España a alzarse en armas cierto mes de julio no era en absoluto la defensa de los intereses y prebendas de los “poderosos” por parte de sus “esclavos”! Había sido, en primer lugar, la necesidad de defenderse, de evitar (y ahí el éxito de la empresa fue completo) que se repitiera entre nosotros la barbarie revolucionaria que se había abatido sobre Rusia, se abatiría años más tarde sobre media Europa y acabaría llegando a Asia y América. Pero no era sólo de defenderse de lo que se trataba. Junto a ello les movía la inquietud ante un mundo absurdo, encenegado en el materialismo, carente de sentido, rumbo y principios, un mundo frente al cual brotaba el ansia por labrar un destino pleno, vertebrado, movido por el fervor y la grandeza de espíritu –esas palabras que el nihilismo contemporáneo no puede sino exorcizar como si estuvieran endemoniadas.
¿En qué se plasmó todo ello? ¿Qué es lo que hizo que todo aquello… –todo lo que hubiera podido ser aquello– acabara convertido en inane retórica expelida por grises funcionarios de bigotillo recortado y caspa sobre los hombros? Sólo cabe una respuesta: la inconsistencia, la imposibilidad misma de los dos grandes proyectos “ideológicos” sobre los que se articuló el franquismo –por no hablar de la contradicción entre ambos. Por un lado, el autoritarismo conservador que, sustentado doctrinal y moralmente en el “nacional-catolicismo”, reniega sin más trámite de la modernidad, la intenta combatir como si aquí no hubiera pasado nada, como si tuviera sentido o fuera posible retrogradarse al orden imperante en tiempos pretéritos. Y, por otro lado, a partir de los años sesenta, el “desarrollismo”, como se le llamó: la entrega sin condiciones a la modernidad; la rendición… no ante ella, sino ante lo peor de ella: ante el dinero, el progreso exclusivamente material, el consumo erigidos como eje vertebrador del mundo.
Empezaban ya a caer los primeros palacetes y chalets de la Castellana, comenzaban ya a ser arrasadas costas y montañas, iba ya la fealdad tendiendo el manto que acabaría recubriéndolo todo… y aún se oían perorar las voces de quienes, como ventrílocuos, hablaban de “destino”, “patria”, “espiritualidad”… Como si para forjar, honda, verdaderamente tales cosas; como si para combatir todo lo que de inicuo acarrea la modernidad, no fuera indispensable entender, asumir, primero, todo lo que de positivo –de espíritu crítico, inconformista, iconoclasta, por ejemplo– representa esta misma modernidad. Como si, para dar en suma sentido al mundo, no fuera igual de indispensable lanzarse, acto seguido, a la inmensa, ingente de tarea de repensarlo, de interrogarlo todo de nuevo, sobre nuevas bases, sobre nuevos principios.
Tareas todas ellas que ni siquiera pasaron un solo instante por la cabeza del excelente militar que era el general Franco, ni por la de ninguno de sus intelectuales.
Aún menos pasaban, es cierto, por la de quienes, como imbéciles, nos dedicábamos a apedrear a los “grises”, a ser detenidos por ellos y a impugnarlo todo con la esperanza –declarábamos engolando la voz– de conquistar las “libertades democráticas” como vía previa para el triunfo de la “revolución socialista” y la implantación de la “dictadura del proletariado”.