José Javier Esparza
Todos nos conocemos de hace tiempo. Hemos podido discutir, discrepar, debatir, pelearnos, llamarnos de todo, pero nunca nadie había llevado la oposición pública hasta el extremo del insulto final ni, por supuesto, hasta la exigencia de que se le calle la boca al adversario. ¿Qué está pasando ahora? La vida pública española se está pudriendo a velocidad de vértigo. Lo más fácil es repartir las culpas, pero no sería verdad: aquí lo que llama la atención, porque es lo único que realmente ha cambiado en los últimos años, es la actitud de la izquierda. Tenemos la izquierda más intolerante y fanática jamás vista desde 1975; fanática hasta defender lo indefendible, intolerante hasta reclamar que se extinga la voz del rival. ¿Por qué?
¿Un poquito de psicología política? Decía Pareto que las opiniones políticas, racionales, son consecuencia de actitudes emotivas, irracionales. Primero, la víscera siente; después, la razón piensa. Ese modelo lo utilizaron más tarde Adorno y otros para explicar la mentalidad autoritaria, por ejemplo. En román paladino: detrás de una posición de derechas, un suponer, hay una actitud psicológica de naturaleza autoritaria; alternativamente, detrás de una posición de izquierdas habría una actitud psicológica de naturaleza resentida, rencorosa.
La izquierda y la víscera
Podemos creernos lo de Pareto y sus sucesores, o no. Podemos pensar que el esquema vale para ciertos casos, pero no para otros; que sirve para explicar las actitudes irracionales de las masas, pero no los desarrollos doctrinales de los ideólogos. Podemos pensar, en fin, que lo importante no son esas actitudes viscerales (“núcleos”, los llamaba Pareto), sino sus desarrollos racionales, pues son éstos los que nos permiten convivir y conllevarnos en cierto ambiente de paz. Bien, eso es verdad. Pero, aquí y ahora, este modelo puede servirnos para explicar el intempestivo comportamiento de buena parte de la izquierda española.
Hablamos de esa izquierda que insulta al adversario en los debates públicos, que reclama la creación de “cordones sanitarios”, que pide el cierre de cadenas de radio y de periódicos digitales, que cada vez que abre la boca –véase Pepiño Blanco- patea los genitales del oponente, que reivindica dolores pasados como si sólo ella hubiera sufrido; esa izquierda que se aferra a dogmas ideológicos contra toda evidencia científica, que se reconstruye una memoria mitológica a su medida contra toda evidencia histórica, que se inventa un mundo de buenos y malos (véase, por ejemplo, el desprecio a las víctimas del terrorismo) por encima de toda evidencia política.
Todas estas posiciones de la izquierda española son tan irracionales, tan contrarias a cualquier juicio objetivo sobre las cosas, que forzosamente hay que pensar que estamos ante un fenómeno de naturaleza psicológica, mucho más que política. Es como si de repente alguien –un ilusionista, un hipnotizador- hubiera hecho aflorar en la izquierda española su fondo visceral, instintivo, que brota con la violencia de una fuerza elemental desde un estrato mucho más profundo que la razón. Estamos asistiendo a la erupción del rencor, del resentimiento,
¿Para vengarse de qué, si ellos son, con frecuencia más ricos y poderosos? Da igual: en este orden de fenómenos ya no importan nada las realidades objetivas, sino que todo se sustancia en los impulsos más primarios que a uno le animan, y éstos, como se sabe, no tienen tanto que ver con el exterior como con el interior de la personalidad. Y así, del mismo modo que fue imaginable –hace ya un cuarto de siglo- una derecha visceral que tradujera sus impulsos de autoridad en un golpe de Estado, hoy tenemos ante nosotros una izquierda visceral que está traduciendo sus impulsos de resentimiento y rencor en este guerracivilismo perpetuo, en este anatema constante contra cualquier cosa que suene a derecha, en esta intolerancia fanática con la que están envenenando a toda la sociedad española.
Será eso: que ZP les dijo “miradme fijamente a los ojos” y ellos miraron, y así quedó su voluntad doblegada y desterrado su sentido común, y por eso el alegre compadre con el que discutíamos de política hace sólo cinco años se ha convertido ahora en un comisario político inflexible, en un inquisidor fanático que sólo piensa en cerrarte la boca, en reducirte a la inexistencia pública. Porque está hipnotizado, porque su razón ha sido secuestrada por la mirada fija de un resentimiento invencible.