Controles de policía en las fronteras de Alemania

El despertar de los pueblos maltratados hace cundir el pánico entre los globalistas

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A partir de este lunes, Alemania ha reintroducido los controles en sus nueve fronteras por un periodo renovable de seis meses. Este fin de semana, en la Fiesta de L'Humanité, organizada por el Partido Comunista, el diputado François Ruffin (ex La Francia Insumisa), fue silbado por los ultras izquierdistas por haber roto con Jean-Luc Mélenchon y su visión racialista de una sociedad «criolla» que excluye a los proletarios blancos, a quienes el líder de los insumisos también compara con paletos gordos y codiciosos. Estos dos hechos aparentemente dispares tienen un nexo común: ponen en tela de juicio la revolución cosmopolita construida sobre el desmantelamiento de las fronteras y la obsesión por el mestizaje. Este cambio civilizacional, que se lleva efectuando desde hace medio siglo en los confines de los círculos globalistas, tiene como objetivo crear un mundo consumista indiferenciado y sustituible, incluso sexualmente. Ludovic Greiling, que ha estado a la vanguardia de dicha transformación, cree que la misma es inexorable, pues  sus mecanismos parecen muy bien pensados e implacables. Escribe: “Nos parece (...) que la revolución se hace y no se debatre. Hay algo demasiado vigoroso en esta gente”. El autor olvida, sin embargo, que estas opciones imperativas nunca fueron respaldadas por los pueblos afectados. Aunque Greiling constata: «Casi todo se hizo bajo cuerda, o en todo caso sin que se informara al gran público», no extrae la consecuencia previsible: la revuelta de los pueblos traicionados. Es porque los olvidados y los parias están despertando, en Alemania como en otros lugares de Europa, por lo que los globalistas entran en pánico.

Ver a los socialdemócratas alemanes restablecer sus fronteras es como ver el fracaso de Maastricht, de Schengen y de la visión sin fronteras de la desarraigada Unión Europea. La «actitud encerrada en sí misma» tan fustigada por Emmanuel Macron en sus odas a la sociedad abierta es una reacción protectora generalizada. El 77% de los franceses está a favor de controles similares (sondeo CNews del pasado domingo). Michel Barnier [el nuevo primer ministro francés] haría bien en restablecerlos si quiere responder a las preocupaciones existenciales de «los de abajo». En cuanto a Ruffin, su intento de reconectar con la clase media de la periferia, abandonada por la izquierda, revela un despertar tardío pero lúcido. La deriva comunitarista de los Insumisos empuja a este movimiento a abrazar sin freno las batallas del islam revolucionario y universalista, visto como un nuevo comunismo para todos (con Alá añadido). Los fanáticos de la «aldea global» comparten con la extrema izquierda la fascinación por esta ideología de conquista, que pretende regimentar el mundo mediante la yihad. En Rezé (Loira-Atlántico), el jueves, un alumno que decía ser miembro del Estado Islámico amenazó con apuñalar a un profesor. Cerca del 70% de los jóvenes musulmanes residentes en Francia sitúan el islam por encima de las leyes de la República. Es hacia ellos hacia quienes se dirige Mélenchon, negándose a admitir, como reveló el escritor Arturo Pérez-Reverte (Le Figaro, 1 de septiembre), que algunos inmigrantes musulmanes sufren de oikofobia, es decir, de odio al lugar donde viven. Los pueblos maltratados están ahora al acecho: he ahí las buenas noticias.

© Causeur

  

 

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