AL HILO DE LOS CLÁSICOS

Goya y los goyas

Permítanme que haya visto poco la gran payasada hortera de los goyas, de un cine español que encima --con honrosas excepciones-- es histriónico, artificioso y sobreactuado como ningún otro europeo. Por eso, permítanme que me vaya a ver el cuadro "La Tirana", de Goya.

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La actriz sevillana María Rosario Fernández fue más conocida como La Tirana, a causa de que a su marido, el también actor Francisco Castellano, le llamaban El Tirano por su tendencia a representar personajes de dicha catadura. María Rosario gozó de una fama que hoy no tendría de no haber sido porque el pintor Francisco de Goya hizo dos retratos de ella, uno en la colección March, y otro, más visitable, en la Academia de san Fernando, en Madrid. En este último, el genio traza un rostro decidido, de mirada honda bajo pobladas cejas, bosquejando la vestimenta y adornos con pinceladas gruesas, muy suyas, tan aparentemente descuidadas como certeras, y obviando aspectos como la proporción y grosor de los brazos. Todo ello completa el conjunto de un retrato extremadamente vivo, magnífico, con fondo apenas visible de jardín oscuro, posiblemente madrileño o de Aranjuez.
Es todo lo que nos ha quedado de La Tirana, y no es poco.  Nada sabemos de sus palabras, de sus opiniones sobre política de la época, sobre el pensamiento y la sociedad de su tiempo, sobre el devenir de la historia, etcétera. Opiniones que La Tirana tendría, como cualquier mortal, y que de seguro en alguna reunión o cenáculo haría oír, ayudada por su buena dicción y sus muchas tablas, que le proporcionarían seguridad y empaque para emitirlas.
El caso es que de todos los actores y actrices de todas las épocas del planeta no nos ha llegado prácticamente ningún pensamiento original escrito, ninguna opinión o juicio mínimamente riguroso y organizado, por más que todo  ese colectivo haya tenido y tiene el derecho y el deber de opinar sobre lo que tenga a bien cuando le venga en gana. Faltaría más. Es, por otra parte más, que comprensible que una comunidad cuya principal meta tiene por objeto imitar la voz y la vida de otros, personificar a alguien que no son ellos mismos, dedicar casi todo su tiempo a memorizar palabras, gestos y pasiones que no son los suyos, carezca de demasiadas horas para el estudio, para construirse un sistema de pensamiento propio, para conseguir un acervo cultural alto y una sapiencia personal lo suficientemente densa y rigurosa que luego les permita exponerla en diversos campos y foros de la sociedad, aportando ideas originales, sopesadas, creativas.  
Y sin embargo, ¡oh, ironía!, pocos colectivos lanzan de continuo sus opiniones sobre absolutamente todo, con tanto desparpajo y galanura, como el que realmente tiene muchísimo que decir a todo el mundo sobre casi todas las cosas. Son, ya digo, desgraciadamente, personas por lo general de voluminosas carencias culturales, que piensan que lo que publicitan  es original, sabio y provechoso. Eso da haber leído  poco: que lo que se dice y piensa suena a piélago de sabiduría.  Tal en escritores y poetas de pocas lecturas, que descaradamente exhiben como originales temas que han sido ya tratados no sólo de antiguo sino con mucha mejor prosapia.
En el caso del mundo de la farándula –la expresión es de Cervantes, Quijote, 2.ª parte, véase–, este ha tenido últimamente su más chocarrera y simplicísima expresión en el revuelo de los premios Goya, que de entrada deberían entrar en la sección de espectáculos y no en la de cultura, como la sitúan algunos medios. Reconozco haber visto y oído pocas declaraciones al respecto de esos representantes “culturales” de nuestro pueblo, pero esas pocas han sido suficientes para apreciar el nivel de inconsistencia en los argumentos, de pobreza en el léxico, de inanidad en los conceptos, de superficialidad en  las apreciaciones, y de vulgaridad en general respecto a la vida cotidiana y actividades de unas personas que fuera de sus actuaciones fílmicas, no tienen prácticamente nada que decir a nadie sobre nada, aparte de hacer perder el tiempo a quien los escucha.
Claro está que el fenómeno no es casual ni gratuito. Tras esa elevación de los rostros conocidos a la categoría de pensadores están los intereses de grandes compañías mediáticas que saben que la colectividad, cada vez más fiel al púlpito televisivo, escucha con mucha mayor atención cualquier sandez dicha con decisión, voz engolada y gesto firme, que una opinión sesuda expresada por alguien poco hecho al mundo de las cámaras y que además, como persona culta, duda a veces de sus propios conceptos. De ahí que tanto personaje y personajillo que asoma a los televisores sea luego señuelo apropiadísimo para anunciar desde planes de pensiones a audífonos, pasando por vehículos, perfumes, ropas, urbanizaciones y todo lo que puede comprarse, como si el mero hecho de que esos seres hablen de ello sea signo seguro de calidad y seriedad, en vez de estar pagando el cliente un plus por lo que ha costado superponer la carita conocida al producto comercial de turno.
Por todo eso, permítanme que haya visto poco la gran payasada hortera de los goyas, de un cine español que encima  --con honrosas excepciones-- es histriónico, artificioso y sobreactuado como ningún otro europeo. Por eso, permítanme que me vaya a ver el cuadro La Tirana, de Goya, y admire al verdadero genio junto al silencio de su modelo.

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