Contra la felicidad

Y en eso llegó el 68, un movimiento de niñatos que, pese al desprecio que nos puedan inspirar sus participantes, tuvo la virtud de dejar a los tecnócratas con un palmo de narices. Había un anhelo de otra vida, de una forma más sana y menos competitiva de existir que, muy pronto, fue aprovechada por la extrema izquierda para minar las bases de la cultura occidental como nadie lo había hecho desde que san Pablo se puso a predicar en el ágora de Atenas.

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Decía el Arcipreste que por dos cosas trabaja el hombre, por el sustentamiento y por ayuntarse con fembra placentera. No era nueva tal proposición: viene de Aristóteles y seguramente la acuñó algún remoto sabio del paleolítico. Estos dos objetivos han dominado la vida de nuestra manada desde sus inicios y, pese a lo que podamos suponer, el sustento es lo principal: "Thousands have lived without love, not one without water", observó el agudo Auden. Comida y sexo fundamentan la vida humana y hasta el siglo XIX la ocupaban casi por entero, porque hemos pasado más hambre que Carpanta y porque la supuesta hembra placentera es estrecha, cara, difícil y esquiva. La obtención de ambos objetivos costaba tantos trabajos —y tan efímero era su goce— que a nadie se le ocurría pensar que su conquista significaba la felicidad. Quien quiera una prueba, ahí tiene a los clásicos, en especial a Fernando de Rojas, Mateo Alemán y Quevedo.

La felicidad del viejo mundo consistía en tener dominados el estómago y el sexo. Estoicos y epicúreos venían a coincidir en que la autarquía del individuo era el mejor modo de existencia y que, por ello, los apegos y las necesidades naturales debían ser reducidas a su justo término y prudentemente domesticadas para conseguir la ataraxia, el sosiego, fin último de la vita beata, desde Horacio a fray Luis. El cristianismo no hizo sino seguir de manera extrema, casi como Diógenes, lo que en las escuelas helenísticas se hacía con moderación. La felicidad, ese imposible, sólo se podía encontrar en el cielo, y reservada para unos pocos: “el Resto de Israel”, los justos; con implacable realismo, los Padres de la Iglesia vieron en este bajo mundo un valle de lágrimas. Tomás Moro tenía buenas razones para llamar Utopía (No-lugar) a su paraíso colectivista.

 Tuvieron que ser los anglosajones —en la Declaración de Independencia de los EE. UU.— los primeros en señalar que la búsqueda de la felicidad es uno de los derechos inalienables del hombre. Basados en su simple credo mercantil, del que no hay mejor ejemplo que el astuto filisteo de Benjamin Franklin, la acumulación de un capitalito en una larga vida de éxito moderado bastaba para ser feliz. Felicidad y dinero, por lo tanto, van de la mano. Con la racionalidad económica y la abstención que el buen empresario hacía de los placeres presentes para obtener los beneficios futuros, los economistas clásicos reeditaban las máximas estoicas y cristianas en los crudos términos de la ciencia lúgubre, que era como se denominaba a la Economía Política cuando Europa estaba civilizada. La búsqueda de la felicidad, para los anglos, no es sino poder instalar su pequeño o gran negocio y vivir moderadamente bien de él: el sueño americano. De ahí a la subcultura de Hollywood y al conformismo de los happy endings apenas hay un paso.

Todo esto empezó a cambiar a partir de Nietzsche y Freud. Con Nietzsche el ego humano se dispara y busca su afirmación absoluta, para lo cual debe tender siempre a un fin más alto, superarse sin cesar. Esa búsqueda permanente niega el sosiego de los clásicos. Freud bucea en el subconsciente y descubre que bajo la superficie de nuestro yo racional se encuentra un abismo de deseos inconfesables, unas pulsiones imposibles de satisfacer porque, entre otras cosas, romperían el cuerpo social. La felicidad tendía a ponerse imposible y la vieja máxima de Voltaire, il faut cultiver notre jardin, parece la mejor forma de dejarse de complicaciones. Por otro lado, Marx, al tratar de la alienación, considera que es precisamente la estructura económica del liberalismo clásico la que impide al hombre la plena realización de sus facultades y lo condena a vivir explotado mientras su labor es rapiñada por unos cuantos depredadores de plusvalía.

Hasta ahora son los grandes nombres los que hemos utilizado como referencia, pero desde el siglo pasado éstos desaparecen y la sociedad de masas, la beneficiaria del Welfare State, va a imponer su versión de la felicidad con criterios técnicos y presuntamente objetivos. Los indicadores económicos proclaman la nueva verdad revelada y los estadísticos, sociólogos, urbanistas y médicos hacen de augures, arúspices y flámines. La América de Eisenhower, la Alemania de Erhardt y la España de Franco empiezan a exhibir unos números (indicadores económicos en el hierático idioma de los tecnócratas) que forzosamente han de procurar la máxima felicidad al mayor número: un coche por familia, casa propia, protección contra las enfermedades, comida sobreabundante, vida sexual sana, maternidad bajo control... Son los años 50 y 60, aquel momento utópico de Occidente en el que la felicidad parecía a la vuelta de la esquina. Los números hablaban tajantes e irrebatibles: la insatisfacción sólo puede albergarse en enfermos mentales porque tenemos las condiciones óptimas para el desarrollo del ser humano. La sociedad de consumo permite cumplir con la demanda del mercado y, a su vez, crear nuevas necesidades en un círculo virtuoso de crecimiento permanente.

En eso llegó el 68, un movimiento de niñatos que, pese al desprecio que nos puedan inspirar sus participantes, tuvo la virtud de dejar a los tecnócratas con un palmo de narices y manifestar que no son sólo la manduca y la coyunda los elementos esenciales de la felicidad. Había un anhelo de otra vida, de una forma más sana y menos competitiva de existir que, muy pronto, fue aprovechada por la extrema izquierda para minar las bases de la cultura occidental como nadie lo había hecho desde que san Pablo se puso a predicar en el ágora de Atenas. Para Freud, la civilización era un bien en sí misma, aunque por sus mecanismos de represión de los instintos produjera toda una serie de neurosis. Los pisaverdes del 68 decidieron que el viejo Sigmund era un carca y que toda nuestra civilización tenía un natural irremediablemente patológico. Había que liberar al individuo del Contrato social rousseauniano, romper sus cadenas y permitir su libre expansión. ¿Por qué la locura, los trastornos sexuales o las conductas aberrantes son desviadas? Por un simple convencionalismo social, por tabúes heredados de una tradición patriarcal y sexista, que es lo verdaderamente aberrante. Surgió entonces la apoteosis del yonqui, del delincuente, del asocial; Beckett, Lacan, Borroughs, Genet, la Beauvoir, Kinsey y demás tropa inundaron la ciénaga intelectual de las izquierdas académicas con una narrativa y una dogmática que sustituirán progresivamente al catecismo del gulag.

El hombre sin atributos, el individuo a solas, se convierte en el eje sobre el que gira el pensamiento contemporáneo, para el que su felicidad es la razón suprema. Y la felicidad, por naturaleza, es subjetiva; luego todo lo que satisface al individuo en lo privado es bueno, aunque signifique dar rienda suelta a unos instintos y a unos comportamientos que se consideraban en nuestra vieja civilización como dañinos para el cuerpo social. El ejemplo más claro lo tenemos en la importancia desmedida que se da a la sexualidad, que ha pasado de ser un asunto puramente privado a convertirse en la ideología de género, credo oficial de Occidente, tan dominante y represora como una religión. O como en el arte, donde todo vale, dogma warholiano que sufrimos estoicamente y con forzoso ademán admirativo ante los bodrios que nos endilgan los galeristas. O los museos, degradados a la triste condición de grandes superficies culturales y rediles de ganado humano. De ahí también la emotividad histeroide de los discursos de quienes tendrían que guardar un mínimo de compostura: políticos, periodistas y demás "líderes de opinión". No importa el qué se dice, sino cómo se dice y qué imagen percibe la masa. Los que tenemos una cierta edad hemos asistido a la degradación de los grandes periódicos, que hace treinta años publicaban importantes artículos de pensamiento que originaban las correspondiente polémicas. Hoy, son gacetillas que nos cuentan cotilleos políticos y deportivos, revelan los cotidianos latrocinios y nos recetan diez infalibles fórmulas para alcanzar el orgasmo. Pensamiento fuerte, ninguno. Sic transit la intelectualidad burguesa.

Este apogeo de la plebe feliz tiene mucho de panem et circenses, de un vaciado intelectual salvaje que favorece el desencadenamiento de los instintos, a lo que ayudan la publicidad y el consumismo, elementos necesarios para transformar al ciudadano en átomo inconsciente, terminal humana de una red informática universal. Los sueños de la izquierda extrema coinciden, asombrosamente, con los del supercapitalismo. El hombre librado a la conquista de la felicidad privada olvida los grandes fines colectivos, pierde voluntad de lucha y de sacrificio, porque siempre es más fácil seguir la vía de un hedonismo aparentemente fácil que comprometerse con las viejas verdades impopulares. Los europeos del siglo XXI, los grandes cobayas de este experimento, han perdido características que les eran propias y casi inseparables: el sentido del Estado y de la nación, pero también del honor, de la belleza, de la trascendencia y del respeto por las instituciones naturales. Todo sacrificado por una imposible felicidad narcisista de baratillo, que el marketing exhibe como una compra desenfrenada de infinitos objetos en medio de un apocalipsis de música barata y colorines. Lo peor es que, una vez obtenidos, esos bienes nos acaban aburriendo en menos de una semana. Y de nuevo habrá que conectarse para encontrar más felicidad.  

Circe, al final, ya tiene su piara.

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