Y los europeos, tocando el violón

El nuevo Estado de Kosovo: una “píldora del día después”

Hubo allí una guerra, ¿recuerdan?, ilegal e injusta, tanto como la de Irak o incluso más, pero que todos los países europeos apoyaron secundando a los Estados Unidos. A un país europeo, Serbia, se le amputó un pedazo de su territorio nacional. Kosovo. En el fragmento segmentado se ha construido un nuevo Estado de religión musulmana y sistema político caciquil: se llama Kosova. Y ahora, ¿qué? Artur Mrowczynski–Van Allen, buen conocedor de la zona, compara la situación con el reparto masivo de píldoras abortivas entre las mujeres violadas durante la guerra de los Balcanes: una solución artificial para una tragedia que permanece. Un punto de vista, en todo caso, muy bien informado.

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Artur Mrowczynski-Van Allen
 
El 13 abril del año 1999, en los periódicos occidentales apareció esta noticia en grandes titulares: “¡El Vaticano retira su apoyo económico a las iniciativas humanitarias de la ONU!” ¿Qué había pasado? Mons. Elio Sgreccia, obispo vicepresidente de la Academia Pontificia para la Vida, institución fundada por Juan Pablo II, comunicó que, dado que el suministro de píldoras abortivas formaba parte del programa mundial de “ayuda” a los refugiados que aplicaban varios organismos pertenecientes a la ONU, la Iglesia Católica no podía colaborar con estas organizaciones.
 
Esta “ayuda humanitaria” basada en una “solución médica” (sí, podríamos hablar también de “solución final”, con todas las intuiciones que pudieran despertar en nosotros estas palabras) había sido promovida por UNICEF como remedio para el sufrimiento de miles de mujeres de todos los bandos en la última Guerra de los Balcanes. Mujeres víctimas de bestiales violaciones, que intentaban sobrevivir en medio de un infierno. A menudo rechazadas por sus propias familias, esas mujeres aceptaban inconscientemente esta “ayuda”, convirtiéndose de nuevo en víctimas, esta vez de un proceder que les llevaba a matar a sus propios hijos. Sí, hijos fruto de la violencia y del odio, pero del todo inocentes. El remedio ofrecido por Occidente para el baile balcánico de la muerte era más muerte. Muerte elaborada en grandes laboratorios farmacéuticos europeos y distribuida gracias a las gestiones de los funcionarios de Bruselas o Nueva York, muy preocupados por la paz en los Balcanes.
 
Una batalla de seiscientos años
 
Con estos medios, y otros igualmente modernos, y con ideas no menos ilustradas, los estados modernos intentaban realizar su autoproclamada vocación de pacificadores de los atávicos conflictos étnicos y sobre todo religiosos. Inspirados por su fe en la razón moderna, armados con bienintencionadas proclamas políticas y seguramente también con una gran dosis de buena voluntad, decidieron enviar los F-16 al Campo de los Mirlos. Al escenario de la batalla más larga de la historia del mundo. La batalla del Campo de los Mirlos (porque así se traduce el nombre de Kosove Poliye) dura ya más de seiscientos años. El 28 de junio del año 1389 empezó la batalla más importante de la historia de los serbios. La madre de todas las batallas, la madre de la identidad nacional serbia. Una madre terrible porque, como Saturno, devora a sus propios hijos.
 
Aprovechando una época de crisis interna en Serbia, el Imperio Otomano invadió su territorio. Al encuentro de 40.000 turcos bajo el mando del sultán Murad I, salió un ejército de 25.000 serbios y también de húngaros, bosnios y polacos, entre otros, con el príncipe Lázaro Hrebeljanović al frente. A costa de enormes pérdidas, el ejército del príncipe consiguió mantener el campo, pero él mismo cayó en manos de los turcos y, en consecuencia, su cabeza cayó también. Y aunque la muerte del príncipe Lázaro hubiera podido significar la derrota total de sus hombres, no fue así. No fue así porque el sultán Murad I también encontró la muerte en la misma batalla. El hijo de Murad, Bayezid I (el Bayaceto de los españoles, el mismo que años más tarde derrotaría a los cruzados de Segismundo de Luxemburgo) ordenó la retirada de todas sus fuerzas. Decidió que lo más urgente era ocupar el trono que su padre había dejado vacío.
 
De este modo, la batalla de Kosove Poliye no tuvo vencedor. Nadie venció, ni nadie fue vencido (salvo los muertos, claro ésta). La batalla no tuvo final. Sólo un tenso intermedio que para Serbia, que había perdido la flor de su nobleza, supuso años de creciente decadencia. Unas siete décadas que terminaron con una definitiva y larga dominación turca que, para los serbios, no significó otra cosa que la simple continuación de la batalla. El mito que nació de ella compartiría su lugar con las más terribles atrocidades y con un odio que se convirtió en el modo de vida de generaciones enteras. (La vendetta siciliana parece un juego inocente al lado de la “tradición” de venganza que marca generación tras generación la vida social del pueblo albanés estructurado en clanes familiares).
 
Junto a las tropas turcas lucharon la mayoría de los albaneses, y la posterior ocupación otomana de Serbia supuso el primer paso en la configuración del mapa contemporáneo de odios étnicos en los Balcanes. Los albaneses, bajo dominación turca, empezaron en gran número a asimilar el islam y bajo la protección del Imperio Otomano colonizaron la región que dentro de unos meses se convertirá en un nuevo estado llamado Kosova.
 
El artificio de Kosova
 
No es éste el lugar adecuado para discutir la historia de los pueblos balcánicos, probablemente la historia más compleja del mundo. Pero dos hechos nos pueden servir como último referente.
 
Resulta que dos regiones históricas, Kosovo (tierra de los mirlos, en serbo-croata) y Metohija (tierra de las iglesias, en griego), conocidas bajo el mismo nombre administrativo de Kosovo, adquirirán entidad de Estado bajo el nombre de Kosova. El cambio de la última letra es importante y refleja mucho más que un simple juego lingüístico. La forma Kosova es una versión albanesa de un topónimo original eslavo y no significa nada en ningún idioma, ni siquiera en el propio albanés. No es éste un fenómeno nuevo: la palabra Michigan no significa nada en inglés, siendo así que, en el idioma de los nativos americanos, mishshikamaa significaba “este gran lago”. Dublin tampoco significa nada en inglés, sino que procede del gaélico dubh lin, que quiere decir “aguas oscuras”.
 
El segundo hecho es que Kosovo, cuna de la identidad serbia, sede de algunos de los monasterios más bellos de Europa, está habitada por una población que, en su 90 por ciento, es albanesa. El monasterio de Decani, el Patriarcado del Monasterio de Pec, el monasterio de Gracanica y la iglesia de la Virgen de Ljevisa son ya sólo símbolos de un pasado que sin lugar a duda no es compatible con la nueva identidad que se llamará Kosova.
 
Por primera vez desde del año 1945, en Europa nacerá un estado como consecuencia de una declaración unilateral de independencia. Para vencer las posibles reticencias de España, Bélgica, Grecia y Chipre, los negociadores inventaron un concepto nuevo: “independencia coordinada por la UE”, que no es otra cosa sino una maniobra semántica para esconder lo que todos ya saben: tutelada o no por la UE, Kosova va a declarar su independencia de Serbia en los próximos meses. Y la tarea de la Unión Europea será ayudar a los albaneses de Kosova a crear un contenido nuevo para este nombre que no significa nada.
 
Pero, ¿qué les pueden ofrecer Merkel, Sarkozy y Bush? Pues sólo eso, la construcción de un estado. Una nueva “píldora del día después” aplicada por la diplomacia de la Unión Europa y de los EEUU, que ya en su propia esencia lleva una carga de violencia y de muerte. Un hecho que, de nuevo, pone de manifiesto que la necrofilia es una propiedad natural del estado moderno. La respuesta ante la violencia ha sido más violencia, y la supuesta solución diplomática no es más que una nueva semilla de violencia.
 
Un viejo dicho serbio reza: “nosotros y los rusos somos doscientos millones”. Pero el problema no es solamente la humillación de Serbia, y la consiguiente de Rusia, en una nueva época de reconstrucción de su entidad como potencia mundial (lo cual no es un problema menor). Como trasfondo aparece una pregunta: ¿hasta qué punto este nuevo capítulo de la batalla del Campo de los Mirlos puede afectar una vez más a otras regiones importantes para Rusia, la Unión Europea y los EEUU? ¿Qué consecuencias puede desencadenar esta decisión en el Cáucaso, con varios conflictos secesionistas en marcha, en Ucrania, amenazada por la división entre sus partes oriental y occidental, en Grecia y Macedonia, con importantes minorías étnicas deseosas de independizarse, en Chipre, donde Turquía mantiene su protectorado sobre la mitad ocupada de la isla, o en Francia, ante el movimiento independentista de Córcega, entre otros? Y finalmente, ¿cómo influirá este nuevo episodio de la batalla más larga de la historia en el desarrollo de acontecimientos que nos son mucho más cercanos?
 
Es difícil responder a estas preguntas, desde luego. Pero, aunque nos intentarán convencer de que la creación de un nuevo estado, Kosova, ha sido la mejor solución, yo no lo creeré. No lo creeré, porque cuando la solución pasa por una “píldora del día después” está claro que no se tiene ninguna solución. Y, al final, los escenarios más tenebrosos acaban por reaparecer como viejos fantasmas para, una vez más, demostrarnos que no es el estado quien nos salva de la violencia y de la muerte.
 

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