Piketty y el capitalismo en el siglo XXI

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Piketty es el economista de moda. No se sabe lo que va a durar ahí arriba porque las modas en esta disciplina tan técnica son como la bolsa: suben y bajan de un día para otro. Por aquello del sic transit gloria mundi es posible, incluso, que cuando se publique este artículo casi nadie se acuerde de quién fue Thomas Piketty. De momento, nos interesa saber de él que obtuvo en 2002 el premio al mejor joven economista de Francia, que fue asesor en política económica de Segolene Royale, candidata a la presidencia de la república; y que es director de la Escuela de Economía de París. Publica habitualmente artículos sobre economía en los periódicos Libération y Le Monde. Su libro, El capitalismo del siglo XXI, ha sido un éxito de ventas y ha merecido la atención de todos los expertos en la materia. 

Al parecer, la tesis más original de Piketty es asumir como cierto y bien fundado el análisis marxista sobre la acumulación de capital —a pesar de que reconoce no haber leído a Marx—, y ajustar dicho análisis a las dinámicas contemporáneas del mercado y las sociedades capitalistas. El rendimiento del capital financiero, especulativo, es mucho mayor que el crecimiento de la economía y el capital productivo, lo cual incrementa la desigualdad entre los poseedores de la riqueza y el común de los mortales, produciéndose al mismo tiempo una reducción espectacular del porcentaje de población que posee la mayoría de los recursos dinerarios; es decir: más desigualdad todavía. 

El remedio que propone Piketty, muy en la línea de su pensamiento socialdemócrata, es redistribuir la riqueza mediante un sistema impositivo justo, el cual, considerando las tremenda potencia y versatilidad del capitalismo globalizado, debería ser igualmente global: un impuesto mundial a la riqueza que evite la polarización extrema entre pobres y ricos y permita desarrollarse económicamente a las zonas más deprimidas del planeta. 

Dejando aparte lo utópico de la propuesta, y lo consabidos que me resultan los postulados de Piketty, debo admitir que este ensayo, el libro de F. José Fernández-Cruz publicado por la editorial EAS, me ha sorprendido mucho: es el primer texto ensayístico que leo y que incorpora un epílogo donde se refutan las tesis principales del autor —y del pensador glosado—. Quizás los editores de EAS han entendido la cuestión como un “tema en debate”, y, de su consecuencia, han llevado a la imprenta un libro abierto a opiniones distintas, más bien opuestas. Por una parte, los argumentos de Piketty en favor de una correcta política de redistribución de la riqueza parecen impecables; y desde un punto de vista formal lo son, sin duda. Mas, de inmediato, aparece la oposición en el epílogo, donde Marcos López Herrador afirma: “La riqueza no hay que redistribuirla, hay que conseguir que sea accesible a todos. Cuando se redistribuye, sólo se produce confrontación entre quien la posee, quien tiene la capacidad de redistribuir y quien desea beneficiarse. Dar por bueno el principio de la redistribución de la riqueza supone aceptar la previa acumulación injusta de la misma, para después intentar arreglarlo. Si el sistema fuese justo, no habría nada que redistribuir, porque cada cual se encontraría justamente remunerado en su esfuerzo o cubierto en sus necesidades por la solidaridad del conjunto”. 

Es el debate inacabable de siempre: combatir la desigualdad en su base, el sistema que necesariamente favorece la división entre ricos y pobres, o “corregir” esta inevitable desigualdad mediante políticas fiscales y control político de la actividad económica. En un extremo, el fracaso de la política liberal se reflejaría en las tremendas crisis económicas inherentes al capitalismo salvaje; por otro, el horror del gulag y la debacle absoluta de los países “socialistas”. En medio —si hubiera un término medio—, se encuentra la propuesta socialdemócrata de “dejar hacer” más o menos al mercado y “corregir” sus excesos mediante la fiscalidad sobre el capital. 

Los tres modelos han demostrado, en distintos momentos de la historia, ser eficientes; y en otras épocas han demostrado ser un desastre. Durante los primeros años de la guerra fría, los trabajadores, obreros y clases medias, tanto de occidente como del “telón de acero”, se mostraban mayoritariamente satisfechos con sus niveles retributivos y su calidad de vida. En cuanto los bloques se estabilizaron, emergió la evidencia de que aquel bienestar era mucho más político que real, sostenido con generosos aportes presupuestarios para dar la impresión de que el bloque de cada cual era el idóneo para una existencia opípara. Pero acabada la necesidad, acabado el trato de favor. Las “democracias populares” se vinieron abajo como un edificio que ha ardido en fiesta desenfrenada durante tres noches, y la clase obrera de occidente, EEUU incluido, se enteró de lo duro que resulta trabajar cuarenta y cinco horas por semana para, a cambio, recibir un sueldo mensual que garantiza la supervivencia sólo durante dos semanas y media, tres como mucho. 

¿Puede ser posible otro sistema, otra forma de gestionar el mercado y transformar la actividad económica, convirtiéndola en un servicio común que hace prosperar al individuo, sin quedar sujetos al albur de las decisiones políticas ni entregar nuestra vida a los designios de una tiranía? Marcos López Herrador anticipa algunos conceptos sobre la “diversidad humana”, ya teorizados por Alain de Benoist, que vendrían de molde como aporte a la cuestión. Pero como el libro reseñado no versa sobre el pensamiento de Alain de Benoist ni sobre alternativas al capitalismo que no sean las socialdemócratas, dejaremos la cuestión para otro día, Otro artículo que, por el momento, anunciado queda.

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