Londinium, MMVII. O sea, Londres hoy. Por un lado, bombas que vienen de manos “islamistas”. Por otro, minorías étnicas que no están tan integradas como queríamos creer. Un tercer flanco, todavía: la tele denuncia que los judíos británicos se sienten perseguidos, agredidos por un nuevo antisemitismo. Mientras tanto, la BBC emite nuevos episodios de la serie Roma. Está claro que la Pax Anglosajona no es la Pax Romana. La clave: ya nadie sabe dónde está la diferencia entre los bárbaros y los ciudadanos.
CURZIO MALATESTA
Richard Littlejohn, con ese apellido tan literario, pasea por las calles de Londres haciendo un reportaje para uno de los canales de Mr Rupert Murdoch: “The War on Britain’s Jews” (“La Guerra contra los judíos británicos”). Entra en un kiosco local y entre los periódicos y los sándwiches ve una edición del Mein Kampf en árabe.
Más tarde entrevista a un adolescente judío que le relata los insultos que tiene que soportar en el autobús y el metro camino de casa, cuya conclusión le hace reír, por “descabellada y patética”: los judíos tenemos que aceptar que no pertenecemos a este país.
Mr. Littlejohn, que tiene ese aire “Robin-Hoodesco”, será por el apellido, dice sentirse muy triste por la conclusión del joven, ya que es una evidencia de que en realidad, no existe una garantía de libertad en Gran Bretaña, donde, al parecer, algunos judíos, por el hecho de serlo, son insultados e incluso, agredidos.
Y así es, de hecho. El Estado no protege tanto a sus ciudadanos como pretende en las campañas de humo Tony Sonrisas (donde Tony es intercambiable por Gordon, Dave o quien sea), entre otras cosas porque no puede, y no lo reconoce. El Estado se protege a sí mismo, como forma vacía, carcasa inerte dentro de la cual se mueven los átomos-individuos o las comunidades religiosas, tribales, etc.
No parece la concepción imperial del Estado, ni siquiera la nacional (que si ya era difícil antes, ahora, en el caos multiétnico es imposible). Pues no creemos que la democracia para amiguitos de buena voluntad y mejor saldo bancario, que representa el arquero sajón, pueda ordenar la merienda de negros para evitar males mayores.
Está todo muy bien mientras haya dinero para llenar el frigorífico, pagar la hipoteca y llenar el depósito del coche… Pero, ¿qué pasaría si ese horizonte de bienestar fuera finito? ¿Por qué, sin embargo, existen los que se resisten a la Pax Anglosajona? ¿Será sólo cuestión de dar derechos y trabajos a los bárbaros?
Al mismo tiempo, en la pantalla, otro mundo: sangre, intrigas, gloria y miseria del Imperio en la magnífica serie de televisión Roma, de la BBC, de la que en España ya se ha visto (en Cuatro) una temporada. Hemos leído a Tácito y le hemos cogido el gusto a ver la vida en lo superior y en lo inferior, tras aquellas grandiosas ruinas y esas sentencias poderosas en “lengua muerta” –más callada que muerta, deberíamos decir.
Ha llovido desde que aquel general patricio acabara con la República para salvarla. Los usos han cambiado, pero… ¿han cambiado los fines? Más humanizados, tal vez, y por ello sustraídos de aquella grandeza divina y heroica. Pero el fondo de los hombres sigue siendo demoníaco, como lo entendían los romanos. El poder y la voluntad de poseerlo siguen (y así será mientras exista la humanidad) cambiando la faz de la tierra. Y pagando sus tributos en sangre y dolor.
El problema puede ser solo que falte la finezza y el estilo de los padres de nuestra civilización.
Mientras en Lutecia los inmigrantes de la antigua Mauritania incendian con cócteles molotov los coches de la gendarmerie, el antiguo Londinium ha sido rebautizado como Londonistán.
Los ciudadanos no son tales, no tienen una educación superior ni participan de la vida pública sirviendo en la legión o en los diferentes cuerpos administrativos. Es difícil diferenciarlos de los bárbaros; a veces, ni siquiera el color de la piel o los rasgos ayudan. Todos están mezclados en lo que queda de aquel invento moderno que fue la nación. Grandiosas y magníficas en su nacimiento y juventud bajo la protección viril de los imperios modernos, yacen ahora drogadas y sin bragas en los callejones de las ciudades o pidiendo limosna en las puertas de las nuevas iglesias.
¿Cómo enfrentarse a las bombas, a las mezquitas que quieren imponerse en nuestro vacio? Y una vez más: ¿Qué diferencia a los bárbaros de los ciudadanos?