¿Eurovisión? Si esto es Europa, yo me hago hindú

Eurodepresión 2007: urge acabar con esta vergüenza

No, no: importa poco que los países del Este se amañen los votos o que el desfile de concursantes parezca una fiesta del orgullo gay. Eso es lo de menos. Lo que de verdad es intolerable es que esto, esta cosa tan casposa, sea la expresión anual de la música popular europea según nuestras cadenas públicas de televisión. Lo llaman “eurovisión”, pero nada se ve ahí de propiamente europeo. Esto no es más que un circo de la cultura mundial de masas. Es una Europa-parque para turistas norteamericanos y japoneses. Es la tumba de cualquier identidad europea. Hay que acabar con el Festival de Eurovisión.

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Tres chicas rusas que cantan en inglés; su estudiado aire de lolitas, recatadas y a la vez insinuantes, parece sacado de un cómic manga. ¿Sugestivas? Sí, claro. Pero lo mismo podrían ser tres chicas de Wisconsin. O esa drag queen que representaba a Ucrania, no tanto reina como reina-madre, patético armario de bisutería plateada, parodia de sí misma, espectáculo nulo por estética, por música, por mensaje, por… ¿Es que no hay en Ucrania nada digno?

Debe haberlo, sin duda. Como debe haberlo en el Reino Unido –es asombroso que vuele tan bajo el país que ha dado a los Beatles, a Elton John, a Supertramp, a Bowie- o en Francia o en cualquier otro país de este continente. Pero nada de eso interesa en el Festival de Eurovisión, simple escenario plano de gentes intercambiables, imitadores de un único modelo que es el de la cultura mundial de masas y su insignificancia galopante. 

La música comercial, moderna, pop o como se la quiera llamar no está forzosamente reñida con la identidad. No hay una incompatibilidad esencial entre una cosa y otra. Para transportar una personalidad cultural no es preciso recurrir a la música tradicional, a los aires folk, aunque sean tan gratificantes como la canción que este año presentaban los irlandeses. Es posible comunicar una identidad cultural con un sonido que los demás reconozcan como también suyo. Lo demuestra, paradójicamente, la canción ganadora de este año: una balada pronunciada en la lengua nativa de la intérprete. También es curioso que la hazaña haya venido precisamente de la mano del país “malo” por antonomasia en el nuevo imaginario euroccidental, esa Serbia a la que sin cesar se vitupera.

Pero mirad la lista, debajo de Serbia, y ved sus interpretaciones. Es que apenas nadie intenta comunicar una identidad, es que todos tienden a imitar lo mismo, a repetir una y otra vez el mismo modelo neutro, y por tanto supuestamente universal, de la identidad negada –es decir, la identidad del renegado.  

En un paisaje así, ¿cómo extrañarse de que Israel o Turquía compitan como países “europeos”? Nada diferencia a sus cantantes y a sus canciones de las que pueden fabricarse en Barcelona o Stuttgart, que son las mismas que en Los Ángeles o en Toronto. Si acaso, en la cuestión turca, llama la atención el evidente pelo de la dehesa –anatólica- del artista, su patético quiero y no puedo en pos de un “occidentalismo” tan exagerado, tan excesivo, que resultaba desolador. Si yo, turco, veo que me presentan a ese muchacho y a sus coristas como imagen emblemática de mi entrada en Occidente, mañana mismo me hago fundamentalista islámico. Lo de los israelitas es distinto: igual te sacan a un travesti que a un club de concienciados muchachos contra el peligro nuclear. Todo en ellos es muy occidental, en efecto. Pero, ¿Europa? Con ese criterio, nada impide que mañana Egipto, Libia o Mongolia estén en el festival; bastará con que firmen acuerdos de cooperación técnica con Eurovisión.

Otros se abonan a la identidad artificial, impostada, como los españoles, que llevamos ni se sabe los años oscilando entre el lolailo –andalucismo espurio para turistas guiris- y lo “latino”, esa epidemia de ultramar, esa absurda falsificación que reconstruye la cultura hispana a partir de la imagen que los gringos han construido sobre sus chicanos y sus “espaldas mojadas”. Vale que la marca de lo “latino” inspire a comunidades de hispanos desarraigados en la gran ciudad yanqui, pero que aquí nos bebamos ese potaje es una afrenta a muchos siglos de historia –y aún peor: es una renuncia a nuestra capacidad para reconocernos, hoy y aquí, en nuestro propio suelo, y para crear a partir de lo que somos. En España hemos sufrido una amputación traumática de la identidad cultural que empezó hace muchos años, pero que se está haciendo visible sobre todo en el último decenio, cuando todo lo sólido se ha desvanecido en el aire y ya no sabemos si quedarnos con las formas más elementales de localismo o con la simple imitación de lo que nos enseñan los norteamericanos. Eso quiere decir, en dos palabras, que ya no existimos. 

No existimos nosotros, no existen los vecinos, ya no existe propiamente Europa; al menos, no en ese espejo del vacío que es el festival de Eurovisión. ¿Una cosa menor, un epifenómeno de la cultura comercial de masas? Bueno, sí. Pero esa es la estética –y a través de ella, la ética- que se instala tenazmente en las generaciones más jóvenes, año tras año, hasta  terminar imperando por doquier, hasta convertirse en la forma natural de estar y de sentir.

La cultura mundial de masas tiene una peculiaridad avasalladora, devastadora: es en todas partes igual, sirve para todo el mundo, se ve lo mismo en un bar de Nairobi que en un adosado de Norfolk. ¿Porque recoge la sensibilidad de todo ser humano? No, al contrario: porque no recoge propiamente la sensibilidad de nadie en concreto, porque no tiene personalidad, porque no tiene identidad, porque no nace de una tradición ni es tampoco fruto de una creación singular. La cultura mundial de masas es mundial –y de masas- precisamente porque no pertenece a nadie, porque es insignificante. Y es eso lo que hace de ella una forma inferior de cultura. 

Esa es la Europa que vemos en Eurovisión.

¿Eurovisión? Eurodepresión.

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