José Tomás: un ser de otro mundo... y de éste
Zabala contó el otro día lo sucedido en Bayona. Yo también estuve allí y lo cuento a pitón pasado. ¡Enojoso papel el mío! Llegar tarde, cuando las luces se apagan y alguien más sabio que tú ya lo ha dicho casi todo. Se hará lo que se pueda, como dicen que dijo Belmonte a Valle-Inclán cuando éste quiso encerrar al torero en el callejón sin salida de la muerte.
Salí de Soria a las dos de la tarde del sábado. Cerca de Tudela me detuve a repostar. El encargado de la gasolinera quiso saber lo que yo hacía por allí. Le expliqué que iba a Bayona porque no quería perderme, después de haber asistido a la resurrección de Tomás en Valencia, su reaparición en Francia. Deber de todo abuelo, y yo lo soy, es el de almacenar historias que contar a los nietos.
Mi interlocutor me miró con algo de envidia y preguntó:
–¿Usted cree que durará mucho?
No lo decía pensando en la posibilidad de que un toro de aguas calientes encajone a Tomás en el callejón al que se refería Valle, sino en la mengua de cuerpo, no de alma, sufrida por el matador tras el percance de México.
–Está delgadísimo –siguió mi interlocutor–. Se le ve demacrado, cojea un poco, la taleguilla le viene holgada… ¿Aguantará el tirón?
Cuanto decía es cierto, pero también lo es, y así lo aduje, que las cornadas no pesan cuando sobra corazón. Tomás no es ahora física, sino metafísica: espíritu casi puro. Cabe entre los cuernos del toro, cuyas palas, en vez de encunarlo, lo acunan, y el testuz pasa a través de su carne como la luz por el cristal. Poco puede contra ella. Se topa con una aleación de caucho y hierro, a más de algo que, como las cenizas del Ave Fénix, no pertenece a este mundo.
Pura alquimia. Lo demostró en Valencia. El topetazo que le arreó la locomotora de su primero lanzada como un obús de más de media tonelada de pólvora al hilo de una carrera de veinte metros y la voltereta y el pisotón que lo siguieron es de los que derriban una Torre Gemela. O las dos. Tomás siguió toreando y cortó una oreja. Hazañas así son de las que se cuentan a los nietos.
Alguien, quizá Zabala, tendrá que escribir un libro que se llame El misterio Tomás. El lema de éste –vuelvo a la alquimia– es el de los sabios que buscaban la piedra filosofal: “a lo oscuro por lo más oscuro, a lo desconocido por lo más desconocido”. Fue el domingo, en la plaza de Bayona, donde pude observar muy de cerca el rostro de Tomás durante dos horas, cuando se me vino a las mientes ese parangón.
Llegué a Anglet a las seis de la tarde del sábado. A eso de las nueve entró un mensaje en mi móvil. Lo firmaba Jack Nicholson (alias Juan Antonio Gómez Angulo) desde El Puerto y daba cuenta de lo que Morante y Manzanares acababan de hacer en esa plaza. Respondí diciendo que lo mismo me había equivocado, pero que no soy ubicuo ni tengo una avioneta capaz de llevarme de sur a norte en cuestión de horas. Firmé Ernest. Contestó Jack diciendo que Hemingway lo habría hecho.
Al día siguiente, mientras Tomás toreaba en Bayona, Ponce y Manzanares cortaron siete apéndices en Pontevedra. Los toreros sí son ubicuos. Virtud es ésa propia de dioses. La inmortalidad, también. Hemingway dijo que el hombre puede ser destruido, pero no derrotado. Por eso ha vuelto Tomás. Por eso decía Ernest que prefería cortar una oreja en Las Ventas a recibir el Nobel. Éste es un honor. Lo otro es la gloria.
El domingo, por la mañana, hubo una novillada sin picadores en la plaza de Bayona. Un cachorrillo de Olot, Abel Robles, brindó un eral a Salvador Boix y lo toreó como el tomasismo manda. Aún hay simiente en Cataluña.
Almorcé con Simón Casas en el Palais de Biarritz: una joya. De allí, a las cinco lorquianas de la tarde, saldría Tomás, vestido de oro viejo, hacia el coso de Bayona. A tal señor, tal palacio. Lo levantó Napoleón III para una aficionada de cartel: Eugenia de Montijo. A petición de esa gran señora de casta, lámina y trapío se celebró en Bayona, año de 1859, la primera corrida de toros del país vascofrancés. En 1894 se construyó la plaza, que es otra joya. Olivier, su empresario, tuvo la gentileza de facilitarme un pase de callejón.
Por eso fue por lo que pude ver a Tomás tan de cerca. Pasó, por el patio de caballos, junto a mí y en la bocana de acceso posó para los fotógrafos. Estaba y no estaba allí. Duró la sesión varios minutos eternos. El torero, concentrado, incluso enfurruñado, era un ser de lejanías. Siguió siéndolo después. No le quité ojo durante toda la corrida. Lo tenía a pocos metros. Yo estaba, junto a su veedor y su apoderado, en un burladero del callejón.
¿Adónde, a qué, a quién mira Tomás cuando está en la plaza? Imposible saberlo. Sería fácil decir que mira hacia adentro, hacia el infinito o hacia ninguna parte. ¿Ve algo? ¿Ve cosas o seres que los demás no vemos? ¿No ve nada? ¿Qué ve? ¿Piensa en leones marinos, verónicas de alhelí o toros alados? ¿Qué siente? ¿Qué es? ¿Quién es? ¿Oye voces? ¿Dónde está?
Juro por el dios de los toreros que no son, las mías, preguntas retóricas, sino clínicas, por así decir, fruto objetivo de la más estricta y desapasionada observación, tentativa de desvelar un misterio tan antiguo como el mundo: el de la Esfinge. Muchos han indagado en la mirada de Gizeh. De poco ha servido. La arena de ese ruedo que es el Sáhara ha borrado sus pupilas. Igual de impenetrable es el rostro de Tomás cuando está en la plaza.
Quizá, ya que hablábamos de Hemingway, aplique don José (o don Nosé, porque nada de él se sabe) uno de los preceptos que el autor de Muerte en la tarde incluyó en su Decálogo del Escritor: “Calla –dijo (contradiciéndose)–. La palabra mata el instinto creador”.
Tomás, sin embargo, después de desembarazarse de su último toro, charló animadamente con Juan Mora durante varios minutos. Fueron éstos los únicos en los que el ser de lejanías al que antes aludí pisó la tierra. Hablaban de poder a poder
¿Es Tomás un torero? No sólo, porque torero a secas es quien burla al toro y para eso hay que citarlo desde el terreno de Pepe-Hillo o, puestos a afinar, el de Belmonte. La palabra “metafísica” significa, literal y metafóricamente, lo que viene después de la física y está más allá o más acá –tanto monta– de ésta. Tal es el terreno en el que Tomás se enfrenta al toro. No en el de éste (Belmonte). No en el del torero (Pepe-Hillo). Su terreno es un no-terreno en el que lo único que se burla es la materia. El toreo de este José que no admite diminutivos y al que nadie se atrevería a llamar Pepe es el de la antimateria, el que está al otro lado del espejo. El toreo de José es meditación. El toreo de José es levitación.
Sólo meditando y levitando se puede rayar en la perfección de lo que el domingo hizo a un toro difícil y peligroso, el primero de los suyos, que se rajaba a cada pase y que, para no desplomarse, necesitaba primores de arquitectura taurina tan sabios, tan delicados, tan hermosos y tan firmes como los del Palais de Eugenia de Montijo en Biarritz. Un emperador para una emperatriz.
¿Quién, de niño, no ha jugado a rayuela? De lo que en ese juego se trata es de que el jugador no pise raya, pero el artista, el guerrero y el héroe, como María Zambrano explicó a Rogelio Blanco mientras paseaban por una playa, quiere, puede y debe pisarla. José Tomás, toreando cómo y dónde torea, así lo hace, pisa las rayas del trillado casillero de los cánones, y por eso es distinto a todos, por eso crea, por eso inventa, por eso añade, por eso pone siempre el cartel de “no hay billetes” en las plazas donde levita y medita.
De él, como de Hölderlin dijo el carpintero de la casa en que vivía, puede decirse, aunque locura sea su toreo, que no está loco por lo que le falta, sino por lo que le sobra.
Injusto sería no mencionar la buena lidia que dio Mora a sus astados y la extraordinaria estocada que abrió la puerta grande a Juan Bautista. El otro domingo, en la bombonera de Bayona, había, colgado en la barandilla de la grada, un cartel que decía: “Cultura taurina. Pasión, identidad, libertad”. Cuélguenlo también en Cataluña el 25 de septiembre.