Un libro de Rudyard Kipling o la fórmula para ser eterno lector y viajero

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Recomendar un libro de Rudyard Kipling (10 de diciembre de 1865 - 18 de enero de 1936) es, a veces, una osadía. Es fácil sentir envidia por aquel que lee uno de sus cuentos por primera vez. A Kipling le sucedió lo que a muchos escritores: entendió mejor la vida si entre medias había un libro. Tal vez, por eso, aunque es la posteridad la que manda sobre la valía de un autor, los libros de Rudyard han trazado mapas del tesoro a través de las fieras del tiempo para que los lectores viajen a paisajes inhóspitos de Bombay sin salir de una habitación.

Esa es la magia de Kipling. Es casi imposible aburrirse con él. Su fórmula es sencilla: un libro es un viaje. Que nadie busque frases rimbombantes en sus libros. No son lecturas de moda, pero exploran las inquietudes del alma humana a través de una infancia que se extiende en la vida del hombre. Quien haya leído Precisamente así sucedió lo habrá experimentado. Es un libro que no entiende de normas. Está escrito en un código secreto para los niños y para los que aman a los niños. Son historias, cuentos breves que relatan cómo sucedieron algunas de las cosas del mundo: cómo el camello consiguió su joroba o el leopardo sus lunares. O cómo se escribió la primera letra del alfabeto.

Kipling fue un explorador que no aceptó como conducta el exotismo. Un orden dentro de un caos. Un ciudadano del mundo. Viajó de una esquina a otra. Desde Singapur a California, de Nueva Inglaterra a Londres o Sudáfrica. Escribió lo que vio. Las palabras fueron su arma para vivir bajo el sol de la escritura. No existió un solo Rudyard. Kipling tuvo que existir muchas veces para contar novelas, poemas, relatos, cartas y memorias. Quedó de él una estela digna de recuerdo entre las selvas de la India, una mirada occidental sobre una civilización única. Quedó literatura.

Jorge Luis Borges decía de él: “George Moore dijo que Kipling era, después de Shakespeare, el único autor inglés que escribía con todo el diccionario. Sabía administrar sin pedantería esa profusión léxica. Cada línea ha sido sopesada y limada con lenta probidad”.

Las memorias de Kipling dejan patente que nada de lo que ocurriría en su vida iba a ser casual. Su relación con la literatura también guarda un poso de dolor. No todo podía ser fantasía, fama, dinero y El libro de la selva. En sus memorias, el autor narró el maltrato de su cuidadora durante la infancia: "Recibía una paliza cada día... Empecé a leer todo lo que caía en mis manos, pero cuando supo que eso me gustaba, a los demás castigos sumó la privación de la lectura. Fue entonces cuando empecé a leer a escondidas y a conciencia".

Ésa fue la semilla que alimentó la necesidad de levantar un fuerte construido con libros. Ahora, que han pasado más de 150 años de su nacimiento, hay algo en su figura de icono, pero también de olvido. Dicen que fue escritor clásico cuando no quería serlo. Fue el primer Nobel de Literatura que tuvo Inglaterra. Un defensor del imperialismo y la cultura inglesa. Un poeta que dejó en herencia un tesoro con el nombre If. Un narrador que colocó Oriente en el imaginario occidental. Un conservador, un humanista, un soñador épico.

La obra de Kipling, en el fondo, era eso: Literatura. Poesía que piensa.

Kipling entendió el sentimiento patriótico a su manera. En una autobiografía publicada después de su muerte proclamó al mundo su preferencia por el mundo del que venía, un marco imperial en el que Gran Bretaña era la cima del comercio. Europa le importaba lo justo. Fue, a su manera, ciudadano del mundo imperial. De aquellos años de imperio le quedó un nombre algo desapacible acuñado por George Orwell: "Profeta del imperialismo". Le criticaron y tacharon de poeta barato. Pero el tiempo le daría la razón. No en vano, su poema ... fue, por aclamación popular, el favorito de los británicos:

Si puedes mantener la cabeza en su sitio, cuando todos la pierden —y te culpan por ello—, si confías en ti cuando los otros desconfían —y les das la razón—, si puedes esperar sin cansarte, si no mientes cuando te vienen con mentiras ni odias a los que te odian y, aun así, no te las das de santo ni de sabio...

Y es que, la obra de Kipling, en el fondo, era eso: Literatura. Poesía que piensa.

Para escribir, Kipling se lanzó al mundo. Recorrió la India, Birmania, Singapur, Hong Kong, China, Japón, EE. UU. Visitó Canadá y Sudáfrica. Se consagró como escritor y, poco a poco, extremó todavía más su pensamiento imperial. Kipling pensaba que la democracia era "un rebaño en movimiento" y llegó a declarar, tras visitar Sudán, que "sin nosotros, los nativos no habrán salido del robo y la barbarie".

Al tiempo que perfilaba su pensamiento, su producción literaria aumentaba y en 1907 recibió el Premio Nobel de Literatura. Se convertía así el primer británico que recibía esta distinción. A día de hoy Kipling sigue siendo el más joven de los premiados. Tenía 42 años cuando recibió el premio por su talento para la narración.

La Primera Guerra Mundial le sorprendió con 50 años y le robó lo que le quedaba: su hijo varón, el teniente John Kipling, que falleció en la Batalla de Loos. El escritor nunca lo superó. Quedó aislado, sumido en su rabia por la muerte de su hijo: "Mataron a mi hijo mientras se reía de alguna broma. Me hubiera gustado oírla, pues pudiera serme útil para cuando falten las bromas", escribió.

De nuevo los viajes y la literatura sirvieron a la causa de Kipling como pocos aliados. Falleció en enero de 1936 y enterraron sus cenizas junto a Dickens y a Thomas Hardy. John Houston le rindió honores cinematográficos y Frank Sinatra cantó uno de sus poemas. Por todo, Rudyard Kipling alcanzó la gloria, viajo, escribió vivió.

 

 

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