Mucho más que políticamente incorrecto

Por qué nos gusta Pérez-Reverte

No es el único, pero es de los que más. Nos gusta mucho Arturo Pérez-Reverte, y si no escribimos “nos encanta” es porque al propio autor le parecería una mariconada. Hay pocos tan políticamente incorrectos como él. Si viviera en Francia, se diría que es un hussard de las letras, un maudit de literatura. Pero como vive aquí, sólo es un tipo huraño y con aire cabreado que de vez en cuando atiborra con pólvora de buena calidad las tuberías de Palacio. Escribe como quien salta un parapeto. Lo mismo le da recrear un hecho histórico que desollar a los comensales de un restaurante pijo. ¿No ha leído usted cómo cuenta Pérez-Reverte la historia de Hernán del Pulgar, Granada, 1490? Pasen y lean.

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EMC

Esto de Hernán del Pulgar lo escribió Pérez-Reverte en El Semanal, un colorín dominical donde escribe todas las semanas desde hace años y que se publica con las cabeceras del grupo Vocento; tómese la cita como prevención de derechos de reproducción (gráfica). 

Punto uno: esta España de hoy es realmente lamentable. Léase: “Esta España con poca vergüenza y peor memoria”. Punto dos: tenemos una historia “que gente normal, segura de sí, convertiría en series de televisión, en películas, en referencia indispensable y signo de identidad para escolares y público en general, en vez de ocultarlas por desidia e ignorancia, por no encajar en lo social y políticamente correcto, o por desmentir el negocio de recalificación nacional de todo a cien que han montado a nuestra costa, atentos sólo a su pesebre, unos cuantos hijos de la gran puta”. Dispénsese la longitud de la cita, pero viene exigida por la precisión del ejercicio descriptivo.

Ahora entramos con Pérez del Pulgar, “el guerrero sin tacha”. A Pérez-Reverte le recuerda unos versos que recitaba su padre: “Amparados en la noche / quince jinetes cabalgan / y Hernán Pérez del Pulgar / es el que primero avanza”. Suena áspero, ¿eh? Como del Cid. A Borges le atronaba la cabeza esa métrica rústica hecha de hierro viejo y sudor de caballo. Por eso Borges detestaba el Poema de Mío Cid. Lo que el viejo no podía imaginar es que un día habría un campeón brasileño de jiu jitsu llamado Cid Borges. Pero no nos desviemos y sigamos con lo nuestro, o sea, con Pérez-Reverte. Y con Hernán del Pulgar, de quien el escritor evoca el lema familiar: “Tal debe el hombre ser, como quiere parecer”. Gente de una pieza. 

“En aquel tiempo difícil, cuando el diálogo de civilizaciones se hacía al filo de una espada –cuenta Pérez-Reverte-, Pérez del Pulgar era bravo entre los bravos, hasta el punto de que se decía que sus escuderos, gente rústica y fiel hasta la muerte, llevaban «la cabeza sujeta sólo con alfileres». Quince de ellos lo probaron acompañándolo en la más audaz y espectacular incursión bélica –hoy diríamos acción de comandos– que registra la historia de España”. Y esto es lo que hay que contar. Aquí dejamos la palabra al de Cartagena, como diría un cronista taurino:

“Cerco de Granada, noche sin luna. Unas sombras silenciosas moviéndose bajo la muralla. Tras planificarlo hasta el último detalle, Pérez del Pulgar y sus escuderos, equipados con ropas negras y armas ligeras, se acercan a la ciudad. Y mientras nueve se quedan guardando los caballos y cubriendo la retirada, su jefe y otros seis se cuelan por el cauce del Darro, acero en mano y el agua por la cintura. Después, guiados por uno de ellos –Pedro Pulgar, moro converso–, callejean a oscuras hasta la mezquita mayor, hoy catedral de Granada. Y allí, en la puerta y con su propia daga, Pérez del Pulgar clava un cartel donde, junto a las palabras «Ave María», dice tomar posesión de ese lugar para la religión católica, en nombre de sus reyes, y por sus cojones. Tras semejante chulería, los incursores encienden un hacha de cera; y, clavándola en el suelo a fin de que ilumine bien el cartel, rezan de rodillas antes de buscar la Alcaicería para incendiarla. Pero Tristán de Montemayor, el encargado de la cuerda alquitranada para el fuego, la ha olvidado en la mezquita. Cabreadísimo, Pérez del Pulgar lamenta que le haya «turbado el mayor hecho que se hubiera oído», y sacude a Montemayor una cuchillada en la cabeza, mortal si no se interponen los compañeros. Uno de ellos, Diego de Baena, se ofrece a regresar en busca de la mecha, y Pérez del Pulgar le promete, si salen vivos de allí, una yunta de dos bueyes por echarle esos huevos. Pero la suerte se acaba: de vuelta con la lumbre, Baena se da de boca con un centinela moro, al que endiña unas puñaladas antes de poner pies en polvorosa. Entonces se lía el pifostio: gritos del centinela, luces en las ventanas, alarma, alarma. Etcétera. Con toda Granada despierta, el grupo corre a oscuras hacia la muralla. Junto al río, uno de ellos, Jerónimo de Aguilera, cae atrapado en un foso. El compromiso es «no dejar atrás prenda viva», y todos son profesionales: Aguilera pide a sus compañeros que lo maten, pues no quiere caer en manos de los moros. Pérez del Pulgar le tira una lanzada, pero yerra el blanco en la oscuridad. Al fin, como en las películas, con los enemigos encima, logran liberarlo y salir todos por el río, subir a los caballos y largarse al galope, mientras en la ciudad se monta un carajal del demonio y al rey Boabdil, despierto con el escándalo, le dan la noche”. 

Venga la reproducción justificada por amor a las letras, a la historia, a España y a los corazones valerosos, y en la seguridad de que nadie nos denunciará a don Teddy Bautista o a cualquier otro cobrador de gabelas en nombre de la propiedad intelectual. Pero lo mejor, como suele ocurrir con las cosas de Pérez-Reverte, es el final. Dice así: “Y ahora imaginen con qué adjetivos figurarían Pérez del Pulgar y sus quince colegas –si alguien los recordase– en un texto escolar de 2007”.

Imaginamos los adjetivos. Son los mismos con los que, tarde o temprano, se vituperará a Pérez-Reverte. Y aquí le acogeremos muy honrados, en la fraterna comunidad de los réprobos. Porque nos gusta mucho Pérez-Reverte.

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