Una raya en una pizarra

La organización y la conceptualización de los espacios políticos siguen las normas más elementales de la geometría preclásica: la línea recta.

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En plena era de la física cuántica, del bosón de Higgs, de cálculos matemáticos que conjeturan sobre comportamientos simétricos de la materia en universos paralelos; en unos tiempos en los que un ingeniero chino puede controlar un satélite de comunicaciones a miles del kilómetros de la Tierra, un informático canadiense tripular una sonda espacial que pasea por la superficie de Marte, y un gitano de Vallecas enviar, en 0,2 segundos, un mensaje de texto a sus primos de La Coruña... En tiempos tales, la organización y la conceptualización de los espacios políticos siguen las normas más elementales de la geometría preclásica: la línea recta. Nuestras coordenadas geointelectivas, en este territorio, ni siquiera han llegado al eje cartesiano. Con una raya de tiza escrita en una pizarra, sobra. Más pedestre, imposible. De izquierda a derecha, pasando por el centro y los extremos. Eso es todo y nadie necesita más. Con una línea, un palote, un cordel, puede representarse el organigrama ideológico humano (al menos, el humano occidental). Cojonudo.

Una micropartícula puede actuar en dos pulsiones de energía al mismo tiempo, pero un individuo no puede defender simultáneamente lo que el axioma dieciochesco de derecha/izquierda considera separado y opuesto. Si alguien proclama no ser de derechas ni de izquierdas, blasfema contra la Santa Doctrina Girondina. Si se atreviera a reputarse de izquierdas y de derechas, progresista y conservador, revolucionario y reaccionario, lo tomarían por demente o, aún peor, por un avieso manipulador en el colmo de la impostura.

No queda otra, parece, que continuar resignados a la tecnología de la línea recta, en la cual, como se sabe, caben muchos puntos y ningún progreso. Lo más desalentador de la linea recta es eso precisamente: que tiende a perpetuarse hasta el infinito, por atrás y por delante, por la derecha y por la izquierda.

O sea, a aguantarlos y a joderse.

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